Apenas hace un par de semanas, el pasado 29 de marzo, nos dejaba la cineasta Agnes Varda. La legendaria e infatigable realizadora francesa de origen belga, precursora de la nouvelle vague con su película La Pointe-Courte (1955), fue una figura de referencia incontestable en la cinematografía mundial y pionera del cine feminista. Su obra —ya fuera en forma de documental, ficción, largometraje, corto o instalación artística— siempre ha estado marcada por una gran profundidad humanista, sin renunciar nunca a un cierto carácter lúdico. La idea de una nueva relación con el mundo se filtra por cada una de sus producciones; una visión única y genuina en la que el artista JR —por citar al que fue su último compañero de aventuras— encontró una gran aliada, como quedó patente en Caras y lugares (2017). «No es la necesidad de crear imágenes… es sólo que… tengo ojos curiosos», es una de las frases pronunciadas por Agnes Varda en su documental autobiográfico Varda par Agnès (2018), la última obra de su extensa filmografía. En la Revista Insertos hemos querido rendir homenaje a Varda de una manera un tanto peculiar: desplegando no tanto un recorrido por su obra, como un mural colectivo en el que diferentes miradas se aproximan desde su propia perspectiva a aquellas imágenes del cine de Varda que marcaron su relación con la obra de la cineasta francesa.

La felicidad (1965)

Yago Paris


En una de las escenas más relevantes de La felicidad (1965), Agnès Varda condensa las claves de la historia a través del encuadre, el juego con el enfoque y el montaje. La primera parte de la cinta narra, básicamente, lo feliz que es una familia en su rutina diaria. En el fragmento en cuestión, el marido se dispone a tomar un café con una mujer que acaba de conocer, un encuentro que amenaza con fracturar el equilibrio en el que hasta entonces vivía. Varda expresa la emoción, el miedo, la incertidumbre, el nerviosismo y el sinfín de intensas emociones que uno siente cuando se empieza a enamorar, y lo hace mediante una ruptura con la puesta en escena, de tipo más bien clásico, que imperaba en la narración. Personajes mal encuadrados —según los estándares de realización—, bruscos movimientos de cámara, inexplicables enfoques y desenfoques de objetos irrelevantes para la acción, aceleración del montaje e inserciones de elementos del decorado o de algunos extras de la escena consiguen que el espectador se sumerja en un estado de incomodidad y nerviosismo similar al que sufre el protagonista. Una escena brillante.

 

Oncle Yanco (1967)

Bruno Hachero (firma invitada)


La descubrí tarde, pero al menos fue en una sala de cine, en aquella retrospectiva que el Festival de Sevilla le dedicó en 2010 y que me pilló a mí allí como estudiante. Entre todo lo que vi, incluso esas dos maravillosas horas con Cléo de 5 à 7 y sus gatos diminutos, lo que más me fascinó fue Oncle Yanco, un pequeño cortometraje dedicado a su recién descubierto tío americano, Jean Varda, un pintor hippie de origen griego que vivía en California a finales de los sesenta. Un momento que ahora se antoja idílico de la época hippie filmado con la calidez y la saturación del 16mm. Ya desde el comienzo, Varda rompe abruptamente una panorámica con un primerísimo primer plano de su tío mirándonos fijamente, adelantándose a cualquier contexto. Pero es en la escena del encuentro entre ambos cuando la cineasta desmorona totalmente la representación: corta, introduce otra toma, y otra; dos niños levantan un corazón que trasluce al sol, luego una toma con distinto encuadre de la misma acción, y otra… cada interrupción, cada cambio de registro desvela aún más la impostación de la puesta en escena y hace imposible asirse a ninguna convención. Como espectador, solo te queda abrir los ojos y mirar. Y yo, en mi fascinación de joven estudiante de audiovisuales, veía cómo, precisamente, cada uno de esos saltos, cortes, conexiones y variaciones no hacían más que multiplicar las dimensiones del retrato, mostrando y cuestionando su propia elaboración, dotándolo de más y más capas; y eso lo hacía más honesto, más verdadero, más rico, más profundo, pero ante todo, como Agnès Varda sabía bien, mucho más divertido.

 

Réponse de femmes (1975)

Clara Morales (firma invitada)


Hace diez días, los periódicos anunciaron la muerte de Agnès Varda. «La musa de la nouvelle vague». «La abuela de la nouvelle vague». «Los hoyuelos de la nouvelle vague». Descubro, inculta de mí, uno de sus cortos, Réponse de femmes, donde la cineasta responde, en 1975, a una pregunta formulada por la cadena Antenne 2: «¿Qué es ser mujer?». En la pantalla aparecen cuerpos jóvenes, cuerpos ancianos, cuerpos embarazados, cuerpos que no se embarazarán: «¿Qué es un cuerpo de mujer?». Los cuerpos desnudos que filma Varda con amor y respeto se reclaman no como objeto sexual sino como sujeto político. Escucho: «Los hombres no nos conceden el derecho a envejecer». Escucho: «A riesgo de desagradarles y tener que romper con algunos de ustedes, (…) nosotras, las mujeres, nos hacemos cargo de nuestra evolución». Pienso que quizás ser mujer sea que a tu muerte hagan de ti «la musa», «la abuela», «los hoyuelos». Al final del ciné-tract, una voz en off (¿la de Varda?) dice: «Bueno, entonces… continuará». Pues eso: continuará.

 

Daguerreotypes (1976)

Jorge Pérez Iglesias (firma invitada)


Dentro del vasto microcosmos que Varda retrata en la calle Daguerre destacan un lugar y dos personas: la vetusta droguería Au chardon bleu y el matrimonio de ancianos que lo regenta. Más de cuarenta años en la calle Daguerre han surcado los rostros de ambos, pero de manera totalmente opuesta. La cámara rueda al hombre atendiendo a la clientela, y en medio del proceso Varda se empeña en seguir a la mujer que vagabundea con la mirada ausente por la tienda. El rostro del dueño, risueño y amable, que transmite una insólita calidez, contrasta fuertemente con el rostro de su esposa. Este muestra existencialismo, pesadumbre y una rutina insoportable a sus espaldas. Cuando la cámara se detiene continuamente ante ese rostro demacrado que deambula preguntándose qué ha hecho con su vida, se transmite un realismo emocional especialmente doloroso. Todo el mundo no sirve para llevar una existencia rutinaria. La figura incombustible y  aventurera de la propia Agnès Varda lo evidencia.

 

Una canta, la otra no (1977)

Mireia Mullor


Aunque lo más lógico para mí sería hablar de Cleo de 5 a 7, pues es una de mis películas favoritas de todos los tiempos, quiero recordar hoy uno de los versos que canta la descarada Pomme (Valérie Mairesse) en Una canta, la otra no, el musical feminista setentero de Agnès Varda y el retrato más complejo, emotivo y sincero de la Segunda Ola del feminismo que se haya visto jamás en pantalla. Pomme, subida en una tarima en una manifestación a favor del aborto, canta: «Mi cuerpo es mío». En el transcurso de la historia querrán derrumbar esa convicción; intentarán poseer su cuerpo como mujer, como madre y como artista, casi exactamente igual que lo que le ocurre a Cleo en el filme de 1962. Pero ambas despiertan, ambas recuerdan: nuestro cuerpo es solo nuestro. Y, cuarenta años después del estreno de estas películas, una se pregunta: ¿cómo puede ser que sigamos reivindicando lo mismo? Quizás si hubiésemos escuchado más a las mujeres de Varda, el mundo sería hoy un poco mejor.

Sin techo ni ley (1985)

Santiago Alonso


«Me pregunto quién la recuerda de cuando era pequeña. Los que la conocieron al final, sí se acordaban. Gracias a ellos puedo contar sus últimas semanas. Les había impresionado». Podría hablarse largo y tendido de cada de uno de los casi veinte mini episodios que forman el cuadro de desolación extrema representado en Sin techo y sin ley, el seguimiento que hace Agnes Varda de las huellas que deja el personaje de la joven vagabunda Mona días antes de su muerte. Pero hay un recurso fílmico, muy repetido a lo largo del metraje, cuya elocuencia contribuye más si cabe a la desazón general: los trávelin frontales (de izquierda a derecha, o viceversa) que recogen a Mona en cualquier escenario (a veces ya aparece en medio) hasta que el movimiento de la cámara, que no se para, la saca fuera de campo; justo lo que suele ocurrir cuando nos encontramos con una persona como esta chica, que nos fijamos tal vez unos segundos, pero seguimos caminando y la persona sale de nuestro campo visual.

La filmografía de la Varda demuestra que el juego y la vitalidad tiene cabida en obras serias, concienciadas y reivindicativas, incluso cuando el protagonismo lo detentan gente marginada de la sociedad. La excepción es este largometraje pesimista que traza un retrato sin esperanza y sin un solo plano que invite a la sonrisa. Ni uno solo.

 

Los espigadores y las espigadoras (2000)

Anaís Berdié


Recuerdo las manos de Agnes Varda. Las manos de una cineasta que, cumplidos ya los setenta, sujeta su propia cámara de mano para grabar. Recolecta fragmentos de la vida de otros para el imprescindible documental Los espigadores y la espigadora, y aprovecha para convertirse en protagonista y metáfora de lo que quiere contar. Recolecta retratos de gente que recolecta cosas. No es sencillo aportar una mirada personal en la dirección de documentales, imponer autoría en un género en el que se trabaja con la realidad y que, además, lleva en su naturaleza al «otro» como protagonista. Solo está al alcance de cineastas con genio y personalidad. Ambas cosas le sobraban a esta pionera de la nouvelle vague que utilizó a menudo la pantalla para reflexionar sobre la vida, impeliéndonos a todos a ponernos en sus manos para convertirnos también en parte activa de su reflexión.

Marcelo Fornari (firma invitada)


Los Espigadores y la Espigadora fue mi entrada al cine de Agnès Varda. Me sorprendió  la inocencia y modestia con la que se autorretrataba y la inmensa humanidad con la que filmaba a las personas con las que se encontraba. Igualmente cautivante me pareció el carácter lúdico y plástico del filme, que celebra al cine como un juego de descubrimientos. Como a lo largo de este roadtrip por los márgenes de Francia, compartían protagonismo sus reflexiones acerca de la muerte, obras de arte, basura, historias de recolectores y patatas con forma de corazón. En algún lugar en el medio, la tapa de un objetivo bailaba y una cineasta intentaba atrapar camiones en movimiento con su mano.

Aún me impresiona que una película que explora el paso del tiempo, la desigualdad social y los efectos de la acumulación capitalista, pueda también sentirse tan personal y única. Nada de esto sería posible si no fuera por la honestidad y humildad con la que la directora entra en el relato: «hay otra mujer espigando en esta película, y esa mujer soy yo», nos deja saber. Es Agnès Varda, cineasta y espigadora de imágenes y emociones. Así la recordaremos.

 

 

Sin (con)ti(go)

Paco Ruiz Domínguez (firma invitada)

Sans toi, Agnès, las vidas enmudecen. Una mirada, una lágrima y una canción; el minimalismo despedazando lo superfluo. Suficiente para plantar emociones, pues, en eso, ella era La Reina. Yo la recuerdo ahogada en blanco y negro, reflejo eterno de una Cléo afligida, entre las 17.38h hasta las 17.45h de un día cualquiera. Esos siete minutos siguen reproduciéndose, en quien suscribe estas líneas, desde hace año y medio, tintando de color mi sufrimiento personal. Varda me enseñó aquello que ni yo mismo sabía que era. Fue mi patria del cómo querer, ver y hacer cine. Mujer, cineasta, pionera, feminista… para construirle un monumento, oigan. Aunque ante tanta magnificencia mediática, ella decía: «no soy una leyenda, estoy viva». ¿Y quién soy yo para llevarle la contraria?, sobre todo cuando no lo está. Nosotros somos su presencia, hijos de un legado filmográfico que es la definición de arte. Y eso no cambiará en ninguno de los rostros y lugares que conozca en la vida, perpetuará avec toi, Agnès, avec toi.

 

 

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