Alegoría de un náufrago


Como buen oteador de los sueños e impulsor de la modernidad, decía Baudelaire que la alegoría era un género esencialmente espiritual que los pintores poco hábiles nos habían acostumbrado a menospreciar, pero que suponía, sin duda, una de las formas más naturales de la poesía. Para el francés, ésta podía recobrar “su legítimo dominio en la inteligencia” por medio del colocón, aunque otros artistas nos ofrecen caminos que implican, en principio, menos consecuencias colaterales. Es el caso de Michael Dudok de Wit cuando nos invita a entrar en una sala oscura con asientos y donde se proyectan imágenes que se mueven, como perfecto paraíso artificial. Y es que con La tortuga roja les regala a los espectadores de nuestro tiempo, tal vez demasiado habituados ya a unas formas expresivas muy concretas de representación, una pieza hermosísima, y de veras singular, en la que da imagen a lo que no la tiene para elaborar la abstracción y exponer la idea de manera sencilla, cristalina.

El animador holandés, tal y como se aprecia viendo su obra anterior, estructura en sus cortometrajes el conjunto de las imágenes y sus dinamismos, también el impacto sensorial que provocan, en torno a una unidad narrativa mínima. En El mono y el pez (1994) teníamos tan sólo a un personaje que perseguía a otro, mientras que la protagonista de la conmovedora Padre e hija (2000), su pieza más famosa y ganadora de un Óscar, montaba en bici y se detenía repetidas veces ante las aguas a esperar al padre muerto. Si acaso después, una vez que deja fluir todo, Dudok de Wit da entrada a la fantasía o al ensueño de manera natural, sin provocar desconcierto. He aquí el gran reto al que se enfrenta cuando pretende mantener la misma dinámica artística pero aplicándola a un largometraje, con sus ochenta minutos y una amplitud en la que desdobla las posibilidades, dentro de una narración lineal, no especialmente novedosa y en apariencia muy escueta: un náufrago llega a una isla desierta, donde debe adaptarse y sobrevivir. Se suceden las vicisitudes del hombre, como algunos intentos de navegar sobre balsas hechas de troncos, y la relación que entabla con una inmensa tortuga.

Ocho años le ha llevado al artista completar la maravilla –porque sí, consigue el propósito, un más difícil todavía, también en las distancias largas– en una cinta que no oculta, además, aquello que parece el proceso artístico que ha culminado en la alegoría. Porque no empieza como tal. Al principio parece una historia más de personas devueltas por el mar, contada bajo una nueva sensibilidad; después, hay un pequeño momento en el que parece introducir elementos de una fantasía masculina un pelín turbia; y sin embargo no es así, pues muy pronto muta en la que resulta su naturaleza final, y el espectador percibe que el film es otra cosa. Que el protagonismo recae en el género humano. Para completar la tarea, Dudok de Wit ha contado con la colaboración de la guionista Pascale Ferran, y el apoyo en cuestiones de producción artística de la mítica casa japonesa Studio Ghibli, concretamente con el asesoramiento del gran Isao Takanaka, el creador de imprescindibles como la serie Heidi o los largos El lago de las luciérnagas y La leyenda de la princesa Kaguya. Es evidente la afinidad de sensibilidades entre las películas de la factoría -de hecho, la propuesta para colaborar vino de Japón, después de que sus responsables sintieran un flechazo con Padre e hija – y la filmografía del holandés.

El director alcanza la pureza y la sencillez mediante una felicísima combinación entre animaciones digitales y técnica sobre papel, reservando esta última a los fondos y paisajes, con superficies de color difuminadas, de texturas formidablemente evocadoras. Los personajes y demás figuras, a diferencia de los de sus cortos, adoptan un estilo muy próximo a la línea clara – el recuerdo a Hergé se hace bien patente -, aunque aplique encima las sombras, y que saca el mejor de los partidos al trazo digital. Asimismo, vibran con especial intensidad los cuadros y escenas bajo gamas de un solo color o dos (azules, grises, verdes, ocres). Todo, pues, al servicio de ese “legítimo dominio en la inteligencia”.

Sostenía Walter Benjamin en su inconclusa Obra de los pasajes que la alegoría “conoce abundantes enigmas, pero ningún misterio”. La tortuga roja contiene algunos enigmas, pero ningún espectador se sentirá ajeno al mensaje. Los naufragios, las islas, las soledades y las compañías, los tsunamis, las orillas de ida y las orillas de vuelta, los horizontes. La experiencia humana de cada día.


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LA TORTUGA ROJA

Director: Michael Dudok De Wit

Género: animación, alegoría. Francia, Bélgica, Japón, 2016

Duración: 80 minutos

 


 

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