Irene Bullock


Melvin James Kaminsky fue un niño judío de Brooklyn que iba mucho al cine y que se apasionó por lo que veía en la pantalla blanca. Eran los tiempos de la Gran Depresión, cuando el cine iluminaba una realidad muy oscura. Por delante de los ojos de ese niño pasaban las andanzas de Charlot, de Buster Keaton o de Harold Lloyd. Quizá tuvo mucho miedo al enfrentarse a la mirada de pánico del Frankenstein de Boris Karloff o sintió los colmillos del vampiro Bela Lugosi en su cuello. No es difícil imaginarlo absolutamente embobado con el Robin Hood vestido de verde, con cara de Errol Flynn, enamorándose de Lady Marian-Olivia de Havilland o moviendo sin parar los pies al ritmo de Ginger y Fred. Quizá después de ver La diligencia, jugaba con otros muchachos a vaqueros e indios por la calle. Y se partía de risa con los cortometrajes de los tres chiflados o con las locuras de los hermanos Marx. Tal vez sintiera ganas de compartir la alegría y la picardía de esos personajes elegantes con copas de champán en las películas de Ernst Lubitsch. Puede que se mordiera los dedos con el suspense que generaba un director británico llamado Alfred Hitchcock. Pues bien, todo ese imaginario fue batiéndose en su cabeza y cocinándose a fuego lento durante años hasta que convirtió la parodia de los géneros cinematográficos en su firma personal. Pero una parodia llena de pasión y cariño por ese cine que rodeó su infancia y juventud. Hasta tal punto que cuando a finales de los años setenta ya se veía en el horizonte otro Hollywood más feroz, ese niño que  en ese momento  se ocultaba dentro de un hombre de éxito, Mel Brooks, realizó la locura de reivindicar la esencia del cine, de ese cine mudo que fue el principio de todo. El cine hizo que a ese niño le mereciera la pena vivir  en un mundo que parecía que se rompía  en  pedazos.

Durante la segunda mitad de los años setenta, el Nuevo Hollywood ya se había convertido en un espejismo de lo que  debería haber sido en principio: fue tan solo un fugaz y rico periodo en el que se palpó la esperanza de que se considerase a la nueva generación de  realizadores como grandes creadores y donde se  apostó de lleno por sus obras, permitiendo, incluso, que  se pudiera correr todo tipo de riesgos, aunque existiera la posibilidad de que sus películas acabaran en fracaso.  Por otra parte, las grandes majors estaban siendo devoradas por empresas que nada tenían que ver con el cine y que ponían más el ojo en el dinero que en el arte cinematográfico, y se empezaba a imponer otra manera de hacer cine en la que primaba el taquillazo, donde la promoción a lo salvaje y el merchandising eran piezas fundamentales. El cine ya no era la actividad de ocio estrella, aquella que formaba parte de la vida cotidiana y que los espectadores necesitaban como el comer para poder hacer volar su imaginación y su pensamiento. Ni tampoco se apostaba ya por él como arte, de tal forma que los creadores que no entraban dentro de los cánones comerciales se quedaban en los márgenes de la industria. Y justo  entonces, Mel Brooks, que primero se había labrado un camino como escritor de comedia en la televisión (en el programa Your Show of Shows o creando la mítica serie Superagente 86), y después se había convertido en un famoso director de comedias (Los productores, El jovencito Frankenstein), ideó un proyecto suicida y lo plasmó en una película, realizando un curioso tour de force de metacine: La última locura de Mel Brooks (Silent Movie, EEUU, 1976). Se lanzó a la creación de una película totalmente muda y con el gag visual como estrella de la función. Y como ya hiciera el gran King Vidor durante el periodo silente en esa joya desconocida de cine dentro del cine que es Espejismos (Show People,1928), Mel convenció a diversas caras del star system de los setenta para que realizaran una serie de cameos «mudos» en su peculiar homenaje.

 … La vida es una película muda

La última locura de Mel Brooks, pues la  popularidad del director fue tal en aquellos años que, como reclamo publicitario, en España y Latinoamerica se empleaba su nombre en el mismo título, parte de un argumento sencillo y va encadenando así un gag visual tras otro. Cuenta la historia de un director de cine, Mel Funny (Mel Brooks), que trata de recuperar su gloria perdida, pues su carrera cinematográfica se ha hundido por el alcohol. Y lo hace en compañía de dos inseparables amigos, Marty Eggs (Marty Feldman) y Dom Bell (Dom DeLuise). Mel Funny, ya recuperado de su problema con la bebida, propone al productor del estudio Grandes Películas (Sid Caesar), que está a punto de ser engullido por un conglomerado empresarial Engulf and Devour («Engulle y Devora»), una solución a todos sus problemas económicos. Y este, entusiasmado, le pregunta al cineasta que qué va a proponerle: si un wéstern, un musical o una historia de amor. Funny responde feliz: «Una película muda». La cara del productor es un poema. Pero al final da el visto bueno al proyecto en cuanto Mel le dice que conseguirá que se involucren grandes nombres de Hollywood.

Seguimos a los tres amigos por su periplo para conseguir la presencia de las estrellas,  pero mientras, el malvado magnate (Harold Gould) de Engulf and Devour, junto con sus socios, elabora diferentes planes para sabotear la película. Y uno de ellos será contratar a una vampiresa, Vilma Kaplan (Bernadette Peters), para enamorar a Mel y hacerle perder los papeles. Lo que no sospecha el magnate es que surgirá una verdadera historia de amor y que nada impedirá llevar a cabo el loco proyecto cinematográfico. Los tres amigos lograrán superar las adversidades y alcanzarán el éxito absoluto en una sala de cine abarrotada.

Mel Brooks construye con este argumento una película donde solo importa el cine como celebración y diversión. El director se sumerge en la infancia del séptimo arte y busca la risa del espectador. Toda esta aventura de Mel Funny con la finalidad de realizar una película muda la vemos, en realidad, como una película muda. Y esto es todo un acierto. La vida como una película  silente.

La última locura es un homenaje, en clave de parodia, al cine cómico mudo: vamos a ver desde persecuciones locas como las que emprendían aquellos policías de Mack Sennett hasta situaciones similares a las protagonizadas alguna vez por Charles Chaplin, Harold Lloyd o Buster Keaton y sus compañeros de andanzas, que hacían de sus cuerpos y del gag visual arte. La película refuerza en todo momento el arte del slapstick, así no faltan golpes, caídas y porrazos. Por ejemplo, cuando Mel Funny pierde los estribos al descubrir que Vilma lo engaña, vuelve a la bebida. Este acaba borracho en una habitación de un hotelucho donde ocurren gags similares al cortometraje Charlot noctámbulo de Charles Chaplin.

Pero también Mel Brooks, en esta película muda a todo color, utiliza la banda sonora (como ya lo hiciera también Chaplin para Luces de la ciudad o Tiempos Modernos en pleno cine sonoro) para crear momentos divertidos a través del empleo del sonido y de la imagen, tal y como demuestran  los tres protagonistas cuando visitan al perjudicado productor jefe en el hospital. El hombre está en una habitación, y Marty y Dom conectan y desconectan la máquina que lo asiste, viéndose perjudicado su estado. El aparato simula los sonidos de uno de los primeros videojuegos. O uno de los gags más originales tiene como protagonista a un artista que se expresa con el cuerpo: el único que dice una contundente palabra, «No», es ni más ni menos que un mimo francés (Marcel Marceau en el cameo más sorprendente). Y no faltan los intertítulos, y a veces también a través de ellos se provoca la risa. No hay más que ver los apellidos de los protagonistas, Funny o Eggs.

La película tampoco elude características de las comedias de Mel Brooks: la presencia de momentos políticamente incorrectos, las alusiones sexuales o lo escatológico. Un ejemplo de este último punto es el divertido gag en el que se recrea la felicidad de Mel y Vilma. Los dos aparecen montados en un tiovivo y ella está encima de un caballito de madera que, de pronto, comienza a hacer caca como haría un caballo normal… pero esta  sale en forma de piedras de mentira que suenan fuertemente en el suelo. La cara de extrañeza de los dos actores aumenta el impacto del gag.

 Cómicos

Para reunir el elenco de La última locura, Mel Brooks se rodeó de un grupo de cómicos que estaban haciendo historia del humor durante aquellos años y que se forjaron en el mundo del teatro, de la televisión y del cine. Muchos de ellos fueron fundamentales durante la carrera de Brooks bien porque se formó con ellos o porque repetían su presencia en el universo cinematográfico del autor, uniéndole con algunos una relación de amistad. Mismamente, los compañeros de andanzas en esta nueva aventura, Marty Feldman y Dom DeLuise, eran dos cómicos con su propia trayectoria, pero presentes en varias aventuras cinematográficas de Brooks.

Feldman era un famoso cómico de la televisión de Gran Bretaña que trabajó con varios integrantes de los Monty Python antes de que fundaran este mítico grupo. Después saltó a la televisión norteamericana, y de ahí fue directo al universo cinematográfico de Brooks como Igor en El jovencito Frankenstein. Y Dom DeLuise fue un cómico que, habiendo empezado primero en los escenarios, pisó los platós televisivos y se hizo una carrera en el cine. Sus papeles más populares fueron tanto en las películas de Brooks (Sillas de montar calientes o La loca historia del mundo) como en aquellas que protagonizó junto con Burt Reynolds (De miedo también se muere o Los locos del Cannonball), que tiene su cameo en esta película.

Mel llegó a su futura y exitosa carrera de la mano de Sid Caesar, que lo contrató durante los años cincuenta como guionista de gags en Your Show of Shows (este programa también fue escuela de Carl Reiner, Neil Simon o Woody Allen). Aquí, en La última locura, Caesar tiene el papel del sufrido e histriónico productor de cine. Por otra parte, Bernadette Peters estaba construyendo su carrera en los escenarios del musical de Broadway, pero también al lado de la cómica y televisiva Carol Burnett. Y Harold Gould hizo carrera tanto en los escenarios como en la televisión y en el cine. Incluso tuvo un papel de villano en uno de los capítulos de la serie Superagente 86.

Todos estos actores muestran en la película sus respectivas idiosincrasias particulares, pero se entregan a los gestos y formas del cine mudo en las actuaciones, ofreciendo momentos claves como cuando Sid Caesar recibe desencantado la idea de una película muda como solución de sus problemas y dice que ese tipo de cine ya no existe, y de pronto tiene una serie de caídas en cadena en su despacho que pone de manifiesto la risa que provocan los porrazos y los golpes, ingredientes básicos del slapstick.

Para papeles más pequeños, Brooks contrató a cómicos habituales de sus películas como Carol Arthur (esposa también de Dom DeLuise) o Charlie Callas. Ambos intérpretes protagonizan gags divertidos: el que abre la película, con una mujer embarazada que desequilibra con su peso el coche de los protagonistas; o el de un ciego que pide a Marty que cuide de su perro guía para entrar al baño, y este ya tiene otro perro similar que le ha dejado otro hombre: cuando salen cada uno se lleva al perro equivocado con consecuencias desastrosas.

Cameos con glamour

Igual que Mel Funny, Mel Brooks sabía que esta película muda podía funcionar mejor si filmaba cameos antológicos con grandes estrellas de los setenta.   Durante esta década, los actores también tuvieron un momento de gloria, que algunos (muy pocos) aún mantienen, porque poseían un poder y una independencia que jamás soñaron durante el sistema de estudios, y todavía su presencia en pantalla garantizaba la venta de entradas. Es una gozada ver cómo disfrutan en la película varios actores de la época con  los gags visuales en los que participan. Además, varios de ellos se ríen de ellos mismos. Está presente un Burt Reynolds especialmente divertido que explota su imagen de sex symbol que no deja de mirarse en todos los espejos, y a quien  acosan en una ducha un montón de manos. O Paul Newman, que se lo pasa de miedo en una veloz carrera en silla de ruedas, emulando una de sus pasiones, que se quedó para siempre en su vida tras protagonizar 500 millas en 1969: las carreras de coche.

James Caan protagoniza un gag en su caravana de estrella, donde está  genial  junto al trío protagonista. Los cuatro tienen que evitar el desequilibrio de la caravana, pero es una misión muy complicada, tal y como les  ocurría a los habitantes de la cabaña de La quimera de oro. Recordemos que Caan vivía su momento de gloria en los años setenta, todo el mundo sabía quién era Sonny, su personaje en El Padrino. Otra estrella que aparece es Liza Minnelli, la musa del musical de los setenta, que se parte de risa vestida de princesa con unos caballeros con armadura de lo más patoso. Y, por supuesto, tiene su baile estelar, con ojos a lo Marujita Díaz, la flamante Mrs. Robinson, Anne Bancroft, que fue la eterna esposa de Mel (ambos se casaron en segundas nupcias y solo les separó la muerte de Bancroft).

El último cómico de la época dorada

Se puede conectar con el humor de Mel Brooks o no, pero no hay duda de que anida en él ese amor al cine que cultivó durante su infancia, y que le hizo también ser un productor cinematográfico muy especial. De hecho, además de sus comedias, produjo películas que suponían un riesgo artístico  como El hombre elefante de David Lynch, Frances de Graemme Clifford, La mosca de David Gronenberg o un precioso y delicado regalo a su esposa  Anne Bancroft: La carta final. Ese amor al cine lo rescata también con especial cuidado en La última locura,  que refleja cómo  este arte crea «espacios» que pueden convertirse en lugares más acogedores que la dura realidad.

Mel Brooks tiene una trayectoria artística y una personalidad lo suficientemente compleja (llena de luces y de sombras)  como para que a sus 93 años sea considerado una leyenda de la comedia norteamericana. Así lo deja ver el biógrafo Patrick McGilligan en un exhaustivo libro que se publicó el año pasado, pero que todavía no se ha editado en  español, Funny man. Y su hijo Max Brooks, guionista y escritor de éxito, ha colgado estos días en su cuenta de Twitter un vídeo de recomendaciones para combatir la pandemia jugando con la baza de su padre como leyenda del cine. En la grabación sale el hijo en el patio y, separado por un cristal, dentro de casa, su padre. Entonces, Max dice: «Hola, soy Max Brooks, tengo 47 años. Este es mi padre, Mel Brooks, y tiene 93 años. Si yo cojo el coronavirus probablemente esté bien, pero si se lo pego a él, podría pegárselo también a Carl Reiner y a Dick Van Dyke y, sin darme cuenta, podría haberme cargado a toda una generación de leyendas de la comedia». Y, a continuación, aconseja quedarse en casa y otras medidas para evitar la expansión del virus. Y Mel, ahí está, tras el cristal, como un actor de cine mudo con esa sonrisa de niño cinéfilo que sigue disfrutando de la comedia de la vida…



 

4 Comentarios »

  1. Hola Irene:
    Recuerdo la «carita» que se nos quedaba a todos cuando caíamos del caballo y nos dábamos cuenta que «Silent Movie» era lo que siempre habíamos llamado «cine mudo». Bien jugado eso de llamarla «la última locura». Eso sí, cuando llegaba el famoso NOOOOOO de Marcel todos pensabamos: «Se me había olvidado que es muda».
    Un saludo.

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  2. Sí, Manuel, señalas algo que es verdad. Es una película que se basa en la diversión con una cadena continua de gags visuales, tal es así, que efectivamente se te olvida que es muda, y por eso impacta tanto el Noooo de Marcel. ¡Nunca mejor dicho, es una auténtica locura!

    A mí es una de las películas de Brooks que más me gusta, aunque he de decir que sus producciones a partir de los ochenta no las he visto.

    También me interesa mucho y me divierte Los productores. Hay un momento brillante de cine dentro del cine y mezcla de géneros inolvidable en SIllas de montar calientes. Y una secuencia musical en El jovencito Frankenstein que uno no se cansa de ver.

    Con mucho cariño
    Irene Bullock

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  3. Esta sí la he visto y ¡ay! Quería que me gustara pero no conecté con ella… en líneas generales me gusta Mel Brooks. Su parodia de Robin Hood me partía de risa cuando era niña, Los Productores me ha gustado también (sobre todo la primera parte, me pareció que decaía al final), de El joven Frakenstein he visto partes y me tienta mucho, como así también creo que es La historia del mundo. Y cómo no sentir un amor inmenso por High Anxiety. Pero La última locura… no me cuajó (excepto el cameo de Marcel Marceau, que me pareció una genialidad). Tal vez debería volver a verla con más bagaje de cine mudo en mi haber. Lo que es seguro es que el amor al cine desborda de las películas de Brooks y eso siempre se celebra.-
    Sigamos brindando, entonces. Un beso enorme, cuidate mucho, Bet.-

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  4. Bet, amiga mía, pero lo importante es lo que dices al final, «el amor al cine desborda de las películas de Brooks». Yo tampoco conecto con todas sus películas (de hecho, me quedan películas por ver de su filmografía) y me río más con algunas peculiaridades de su humor que con otras. Pero me resulta un hombre interesante y me llama la atención su historia y su trayectoria cinematográfica, me encantaría que editaran en español la biografía de Patrick McGilligan. Y sobre todo en las películas que he visto de él, en algún momento me hace reír a carcajadas, y eso me gusta.
    La última locura para mí tiene momentos con mucho encanto y me parece una obra de amor al cine en los años setenta atreverse con una película muda, ¿verdad? ¡Me chiflan los cameos!
    Beso
    Irene Bullock

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