Yojimbo (Yôjinbô)
Paisajes después de la batalla El tema del antihéroe solitario y aparentemente amoral, que por caprichos del destino acaba convertido en héroe a su pesar, ha sido un motivo cinematográfico […]
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Paisajes después de la batalla El tema del antihéroe solitario y aparentemente amoral, que por caprichos del destino acaba convertido en héroe a su pesar, ha sido un motivo cinematográfico […]
El tema del antihéroe solitario y aparentemente amoral, que por caprichos del destino acaba convertido en héroe a su pesar, ha sido un motivo cinematográfico recurrente del que géneros de lo más variados se han servido para poner en marcha una historia; lo mismo si está ambientada en el Japón decimonónico, si se trata de un western, o de una historia de gánsters. ¿Qué puede tener de particular, pues, esta historia de Akira Kurosawa sobre el samurai (Toshirō Nifune) que vaga sin rumbo y que, llegado a un cruce de caminos, lanza un palo al aire para que sea el azar el que decida sobre la dirección en la que encaminar unos pasos que lo llevarán al poblado donde dos bandos rivales se disputan a muerte el poder? ¿Qué tiene Yojimbo que la diferencie de otras historias similares como Por un puñado de dólares (S. Leone) o Muerte entre las flores (J. y E. Coen), en las que el protagonista, sin ser alguien especialmente honesto ni amante de la justicia, tras verse en la tesitura de tener que optar por uno de los dos bandos beligerantes -ambos igualmente repugnantes para él- acaba engañando a las dos partes y precipita así su aniquilación recíproca?
Lo primero es la preeminencia cronológica, claro: Yojimbo fue realizada en 1961, mientras que el mencionado largometraje de Leone es de 1964 y el de los hermanos Coen de 1990. Pero aparte de algún elemento más o menos anecdótico al respecto como el pleito por plagio que interpuso Kurosawa (y que acabó ganando) contra el cineasta italiano, más interesante resulta el que esa anterioridad temporal explique muchas huellas de esta película que se perciben no sólo en el spaghetti western (aunque principalmente), sino en el western en su sentido más amplio, con ramificaciones claramente visibles que, andando el tiempo, habrían de llegar hasta el presente en series como Breaking Bad (que en cierto modo es, entre otras muchas cosas, un western contemporáneo).
Entre esas huellas todo espectador reconocerá, por ejemplo, las secuencias de la calle principal del poblado desierta, con esas ráfagas de viento que levantan arenisca como único sonido; los habitantes atemorizados en sus casas y que subrayan la inminencia de un conflicto que la solitaria aparición del protagonista, o de alguno de sus antagonistas, anuncia. También se reconocerán en el cine posterior los distintos ritmos en los que transcurre esta narración: episodios de una silenciosa lentitud -que sin embargo no es calmosa- eclosionan en otros de gran violencia y cuya resolución se produce a velocidad de vértigo. Y también ese antihéroe-héroe crepuscular, tan de vuelta de todo en la vida que ya no es ni cínico porque todo le importa un ardite; y que sin embargo, casi más por razones estéticas (el triste espectáculo de la estupidez humana) que éticas, es incapaz de contener el desprecio que siente por la mezquindad de los dos bandos en pugna y resuelve acabar con todos utilizando su propio ingenio, a pesar de pagar por ello un precio -el de las varias veces que le parten la cara- que sin embargo él estima en poco.
En Yojimbo, lejos del aliento épico de otras películas de Kurosawa, se percibe en todo el largometraje una cierta atmósfera de autoparodia o de caricatura; tanto de situaciones como de personajes. Frente a episodios de gran violencia corren otros de evidente hilaridad, y más que comicidad revelan un cierto sentido del humor por parte del cineasta, que por momentos parece estar burlándose de sus creaciones. Es verdad que ello también está presente en la mayoría de los westerns de Sergio Leone, pero ya no lo está tanto fuera de él. Y los personajes: es difícil encontrar en la historia del cine unas caras tan raras como las de la mayoría de los actores de Yojimbo, realmente feos, cuyo carácter grotesco (y en alguno de cierto afeminamiento) contrasta con la belleza y la virilidad del samurai, sin embargo.
Con una puesta en escena (ritmo narrativo, actores, música) que unas veces recuerda el lenguaje de la ópera, y otras en cambio la ópera bufa, Kurosawa parece decirnos con Yojimbo que miseria y grandeza conviven todos los días sin importar demasiado; que la estupidez y la maldad humanas son fuerzas tan poderosas que la única manera de destruirlas en ponerlas a enfrentarse entre sí; y que a veces sólo el azar marca la línea divisoria entre el no actuar y permitir el caos, o intervenir y establecer así una cierta justicia cósmica.
Después de la hecatombe y el fuego destructor, la nada y la posibilidad de un nuevo comienzo. Y el samurai, quizá sabedor de ser el mero instrumento del que se vale el destino para restablecer el orden preexistente, recoge silenciosamente su catana, se rasca la cabeza y emprende de nuevo el camino, como en aquellos versos de Cervantes: “Y luego, incontinente/ caló el chapeo, requirió la espada/ miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.
YOJIMBO
Dirección: Akira Kurosawa
Intérpretes: Toshirō Nifune, Eijirô Tôno, Tatsuya Nakadai
Género: drama, comedia. Japón, 1961
Duración: 110 minutos