Halcones de la noche (Nighthawks)
El tiempo de la caspa El regreso al éxito de Stallone con su, por lo demás, bastante mala Rocky II (1979) devolvió al astro a un espacio de seguridad que […]
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El tiempo de la caspa El regreso al éxito de Stallone con su, por lo demás, bastante mala Rocky II (1979) devolvió al astro a un espacio de seguridad que […]
El regreso al éxito de Stallone con su, por lo demás, bastante mala Rocky II (1979) devolvió al astro a un espacio de seguridad que sus anteriores devaneos artísticos habían amenazado. Lejos del gran trabajo llevado a cabo por Sly en el primer Rocky (John G. Avilden, 1976) y, sobre todo, en su debut como director La cocina del infierno (1978), amén de su sobria labor al frente de la estupenda F.I.S.T. (Símbolo de fuerza) (Norman Jewison, 1978), Rocky II fue una entrega desoladora porque ponía en evidencia dos cosas: en primer lugar, que a Stallone ya no le importaban tanto las buenas películas, y en segundo, que a su público tampoco. No obstante, la realidad le daba la razón: con la crítica en contra de todo lo que había hecho tras Rocky, remar junto a sus fans era, probablemente, la única opción viable.
Solo en esa dirección se explica que el siguiente proyecto elegido por Stallone fuese Halcones de la noche, una película alejada de la sensibilidad de sus trabajos entre los dos Rocky, y más próxima al cine policíaco de barrio de toda la vida. De nuevo, siguiendo un peculiar olfato de mercado que, para ser sinceros, nunca le funcionó muy bien, la estrella volvía a estar en una nube y decidió tomarse un tiempo hasta aceptar un nuevo trabajo. Por el camino, descartó otro puñado de ofertas económicas importantes, hasta dar con una que, según sus palabras, “encajaba” con el concepto que él tenía de sí mismo. Ese concepto, al parecer, debía de ser el de héroe decadente en un mundo sin valores, puesto que se trataba nada menos que del guion de French Connection III, el que iba a ser cierre de una trilogía iniciada en Contra el imperio de la droga (William Friedkin, 1971)… de haberle gustado a su protagonista Gene Hackman, que no fue el caso. Habiendo desechado 20th Century Fox la película, Universal Pictures compró el libreto para hacer una totalmente nueva, en la línea de las intrigas policíacas que habían triunfado en los años setenta: una mezcla entre Serpico (Sidney Lumet, 1973) y Chacal (Fred Zinnemann, 1973), tal y como se anunció.
Todo, ciertamente, con una pinta fabulosa, hasta que llegó la hora de la producción. Pasada tan solo una semana de rodaje, el director Gary Nelson (un tipo con, sobre todo, carrera en Walt Disney Pictures), fue despedido por el estudio, probablemente por no cumplir con los plazos estipulados. Stallone, que, como sabemos, era bastante propenso a mandar en todos sus rodajes, decidió liarse la manta a la cabeza y ponerse a dirigir provisionalmente, con tal de no perder un solo día. Esto complicó aún más las cosas, puesto que el Sindicato de Directores de America no permitía que alguien que no estaba contratado para ese puesto lo ejerciera. Así, precipitadamente, Universal llamó a un tal Bruce Malmuth, realizador sin demasiada experiencia y que nunca había dirigido un largometraje completo. La filmografía de Malmuth, en el futuro, solo abarcaría cuatro películas más, con Difícil de matar (1990) –uno de los primeros y mejores trabajos de Steven Seagal– como aportación más memorable.
La película que finalmente se materializaría en Halcones de la noche no resultó ser nada buena, aunque no parece pertinente cargar la culpa sobre el novato Malmuth. Lo cierto es que, leyendo acerca de los avatares del rodaje y su post-producción, parece claro que nos encontramos ante uno de esos casos de manual en los que todas y cada una de las personas involucradas, delante y detrás de la cámara, han hecho denodados esfuerzos para que la película sea un desastre. Por un lado, tenemos a un estudio que, llegado el día de editar la película, se encuentra con un mamotreto de dos horas y media cuya calidad, en cualquier caso, no parece justificar tal extensión. Por otro, tenemos a un Stallone endiosado, que se muestra abiertamente celoso de su compañero de rodaje Rutger Hauer por, en su opinión, quitarle protagonismo, manteniendo una competición bastante absurda y seguramente no correspondida (téngase en cuenta, para añadir más capas de complejidad a la historia, que Hauer ni siquiera había rodado todavía Blade Runner, por lo que no era mucho más que un pobre holandés desconocido). Estas dos problemáticas colisionan en un montaje final polémico: confirmando la teoría conspiranoica de Stallone, al estudio le acaba atrayendo más la historia del villano Hauer que la del poli, sacando adelante una versión editada de la película con más énfasis en su personaje. Y no parece que fuera un destrozo: según la biografía Stallone: A Rocky Life (1998) escrita por Frank Stanello, el público que acudió a las proyecciones test de Universal reaccionó francamente bien.
Pero, después de éxitos de taquilla como los dos Rocky, Stallone no estaba ahí para que le mangoneasen ni para ser el segundón de nadie, así que, por sus santas narices, acabó forzando al estudio a editar otro corte con él como claro protagonista. Universal cedió, aunque no pasó por el aro en todo: Sly pedía extravagancias tales como un epílogo que mostrara un fracaso amoroso de su personaje, sin aparentemente mayor sentido narrativo que el de demostrar lo buen actor que era y lo bien que podía llorar. Para terminar de arreglar el cirio, la MPAA consideró que era una película demasiado violenta y le puso una calificación X, lo que obligó a eliminar buena parte de los momentos más explícitos. En una de las declaraciones más alucinantes jamás dadas por Stallone, y eso es mucho decir, el actor aseguraría que el clímax era más sangriento que el de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) aunque, a diferencia de esta otra, “tenía sentido” (dato: en el mundo de Sylvester Stallone, todas las personas que no son Sylvester Stallone son rivales, y esto le llevaría a tener otro pique extraño con Scorsese, alcanzando cotas de intensidad homicida en 1980 con la que él consideraba que era un plagio de Rocky, Toro salvaje).
Con semejante panorama, el resultado fue, obviamente, un despropósito al que cuesta tomar en serio. El montaje final de la película acaba desdibujando, en realidad, a protagonista y antagonista, de forma que carece de emoción alguna por lo raquítico de su estudio de personajes. En muchas ocasiones, Halcones de la noche bordea la comedia sin quedar claro cuánto hay de intencionado: los momentos de travestismo de Stallone son sin duda una cumbre icónica, pero sus diálogos delirantes (el jefe de la brigada antiterrorista diciendo a Sly, literalmente, que su forma de pensar basada en no matar civiles durante las operaciones es la razón por la que le dejó su mujer) y algún giro de guion bastante demencial son difíciles de verse como algo calculado, ¡básicamente, por la sofisticación cómica que entrañaría! Ejemplo: un terrorista, tras haber estado mostrándose a plena luz del día sin ningún rubor, acude a un cirujano plástico para que le cambie la cara. El terrorista tiene barba y gafas, y todo el cambio que vemos tras su cirugía es que ya no tiene barba y gafas. Para colmo, en lugar de hacer estos asombrosos afeitado y puesta de lentillas en secreto –como sería lógico si quieres pasar desapercibido, deseo habitual entre la gente que se cambia de cara–, el terrorista mata al cirujano usando sus procedimientos característicos, lo que permite rápidamente rastrear que ha estado allí. Pero eso no es todo. El personaje de Stallone maneja un retrato robot del individuo, aunque sabe que ese ya no es su retrato actual, por lo que, abierto a modificaciones, lleva siempre encima un borrador y un lápiz. En una escena que solo se puede calificar de antológica, nuestro héroe ve en una discoteca a un hombre que podría ser cualquier persona (pero que, gracias a la magia del cine, sí que será realmente el terrorista), de modo que, sin pensárselo dos veces, coge el borrador y le quita a su retrato la barba y las gafas. ¡No hay duda! ¡Es él! ¡La trama avanza!
Es cierto que no sabemos cuántos dislates pertenecen realmente a la película, y cuántos fueron en realidad consecuencia de tirar por la calle de en medio eliminando escenas en montaje. Y también es justo reconocer que la película tiene sus virtudes: el motivo del disfraz, tanto a través del estilismo y la transexualidad de Stallone como del cambio de cara de Hauer, se subraya demasiado para ser casual, pudiendo entreverse un interés en la película por tratar el tema de la construcción de la identidad y los roles bueno/malo, aunque quedara muy diluido. De la misma forma, aunque la realización de Malmuth resulta televisiva y ya presenta los peores rasgos de la estética ochentera, en la película existe algún que otro hallazgo formal llamativo, como la rocambolesca escena final, que recuerda al giallo por su crudeza.
Pero, en líneas generales, y pese al aliciente de ver a Stallone en guisas muy variadas (entre otras, lord inglés), Halcones de la noche es un título sumamente prescindible y muy inferior a todos los referentes en los que se mira. Otro descenso de calidad notable en los estándares de la marca Sly –aun viniendo de un descenso gordo en Rocky II–, que funcionó moderadamente en taquilla, pero siguió alejando al astro de sus anhelos de convertirse en actor de prestigio. También, un aviso muy claro de hacia dónde podía conducirle su ego desmedido: a la luz de los datos, está claro que la película no fue mejor porque Stallone no quiso, preocupándose por imponer un montaje que hiciera sombra a Rutger Hauer antes que por entregar un buen trabajo. Y más le valía solucionar cuanto antes sus problemas de ego, porque en su siguiente película, Evasión o victoria (John Huston, 1981), le iba a tocar trabajar en equipo…
HALCONES DE LA NOCHE (Nighthawks)
Dirección: Bruce Malmuth
Guion: David Shaber
Intérpretes: Sylvester Stallone, Rutger Hauer, Billy Dee Williams, Lindsay Wagner, Nigel Davenport, Joe Spinell
Género: thriller policíaco. Estados Unidos, 1981
Duración: 95 minutos