Para las noches invernales Santiago Alonso Podría ser una pregunta de cuestionario, de esas cuya respuesta cerrada le sirve al lector para dibujar al vuelo un perfil psicológico del entrevistado, […]
Podría ser una pregunta de cuestionario, de esas cuya respuesta cerrada le sirve al lector para dibujar al vuelo un perfil psicológico del entrevistado, un cineasta en esta ocasión: dando por hecho que no hay nada que le apasione más que el cine, ¿prefiere hacerlo o ser espectador del trabajo ajeno? No sabemos la respuesta que habría dado el recientemente fallecido Bertrand Tavernier, pero, tras ver Las películas de mi vida (2016), el último trabajo que estrenó, sí nos queda muy claro que el realizador jamás olvidó la conexión sentimental con el oficio, concretamente con los goces y los descubrimientos que había vivido dentro de una sala oscura desde la infancia hasta el año en que dirigió el primer largometraje.
Centrándose tan solo en el cine nacional —no olvidemos la deuda con la cultura norteamericana en alguien que, por ejemplo, «adecuó» a Jim Thompson a la Francia colonial (1280 almas, 1981)—, la admiración y la gratitud hacia quienes hicieron los filmes que le marcaron son los pilares de un extenso documental donde la memoria de Tavernier se va esparciendo a través de sus intervenciones ante la cámara y el análisis de una nutridísima selección de escenas. Así se va conformando no solo una visión personal del cine francés, sino también un autorretrato poliédrico de un director que se formó viendo el trabajo de numerosos cineastas. Son tantas las figuras y las cintas que, ante la cantidad de descartes efectuados, el proyecto se convirtió después en una serie de televisión de diez capítulos, con una hora de duración cada uno.
Durante tres horas y cuarto que pasan volando, lo que en otras manos resultaría un instrumento comunicativo demasiado mecánico aquí se revela como el modo más eficaz para elaborar un mapa de la constelación de la cinefilia tavernieriana. Están Jean Renoir, Robert Bresson, Jean Vigo, Jacques Becker o Marcel Carné, aunque asimismo directores considerados de segunda por los demás, como Jean Sacha o Edmond T. Greville. Encontraremos una loa a Jean Gabin, posiblemente el actor galo con mayores reconocimientos, y otra a Eddie Constantin, una estrella de serie B. Hay dos paradas obligatorias en los padrinos de Tavernier, Jean-Pierre Melville y Claude Sautet; y otra más en Jean-Luc Godard, que, aparte de la mención a François Truffaut con Los cuatrocientos golpes, es el único representante de la nouvelle vague que aparece. Y el recorrido acoge, además, a otros cuyas labores aportaron improntas de autor dentro de las películas en las que intervinieron, véase un productor como Georges de Beauregard, o los compositores Joseph Kosma y Maurice Jaubert.
Las películas de mi vida proviene de los recuerdos y, al mismo tiempo, es el resultado de una revisión crítica actual, bajo la mirada atenta y análitica de alguien que siempre vivió por y para el cine. La cinta cumple su objetivo como consistente lección que sacia ansias de conocimientos señalando nuevos acercamientos a la cinematografía de nuestros vecinos. Y también vale para rescoldar la lumbre de los entusiasmos en su condición de, según declaraciones del propio Tavernier, «pieza candente de carbón para una noche invernal».