Noches mágicas (Notti magiche)
La aventurada historia del cine italiano Santiago Alonso Impulsado por Gian Maria Volonté y Felice Laudadio en honor a Franco Solinas (atención, un cineasta que participó decisivamente en la escritura […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
La aventurada historia del cine italiano Santiago Alonso Impulsado por Gian Maria Volonté y Felice Laudadio en honor a Franco Solinas (atención, un cineasta que participó decisivamente en la escritura […]
Impulsado por Gian Maria Volonté y Felice Laudadio en honor a Franco Solinas (atención, un cineasta que participó decisivamente en la escritura de películas como Kapò, La batalla de Argel, Yo soy la revolución o El halcón y la presa), a mitad de los años ochenta se creó en Italia un prestigioso premio para apoyar a guionistas noveles. Que Noches mágicas nos lleve en el minuto cinco a una recreación ficticia de la ceremonia de entrega del Premio Solinas, pues los tres protagonistas son los finalistas en la edición de 1990, nos indica que con esta película Paolo Virzì sobre todo le está proponiendo al espectador un jugosísimo relato de cine sobre cine. Pero cuando el trío pasa al lado del jurado, a cuyos miembros ven de espaldas, y se empieza a nombrar de carrerilla a varios de los mitos en el oficio de darle a las teclas de máquina de escribir como Ugo (Pirro), Lina (Wertmüller), Mario (Comencini), Giorgio (¿Arlorio?), Piero (De Bernardi) o Leo (Benvenuti), ya no hay duda alguna: las dos horas siguientes va a ser un fiestón cinéfilo en toda regla.
A partir de estas secuencias iniciales, donde hay incluso un cameo picante de la mismísima Ornella Muti, que sintetiza en buena parte el tono de la función, el relato empieza a dispararse a chorro y no para hasta el final, siguiendo un ritmo quizás más atropellado que endiablado. Con un esquema de relación triangular que remite tanto a Jules y Jim como a Nos habíamos amado tanto, Virzì y sus dos coguionistas, Francesca Archibugi y Francesco Piccolo, organizan un sentido homenaje a la grande stazione del cinema italiano, cuyos últimos rescoldos estaban a punto de consumirse completamente a principios de los años noventa, tras haber entrado en barrena una década antes. Deambulan entonces una infinidad de actores, guionistas y productores en su alocado día a día por salvar lo insalvable. Para bien o para mal, todos se conocen entre sí y forman la fauna que puebla «el verano de nuestras vidas», compartido por tres jóvenes radicalmente distintos que tienen el mismo sueño de traspasar las puertas de un olimpo creativo que ya no lo es.
Es en la caracterización individual de los dos chicos (Mario Lamantia, Giovanni Toscano) y la chica (Irene Vitere) donde mejor se reflejan varias dinámicas contrapuestas (aunque no siempre) del cine italiano, que pasan por el deseo de rodar películas a) buscando una impronta culturalista; b) siguiendo un impulso crítico y social, sin excluir lo picaresco; o c) asumiendo el psicologismo como modo para desentrañar los traumas. Después, los secundarios van añadiendo piezas claves: el arte y el negocio como binomio a veces imposible (y otras muy posible), los rencores y las zancadillas, las veleidades artísticas y la decencia del artesano, el machismo del mundo del cine, la televisión como puntilla final a la agonía de una industria creativa… A ciertos secundarios se les incluye respetuosamente con su nombre propio real, aunque apenas se les entrevea (¡qué hermosa la aparición de Federico Fellini!). Y el resto, la mayoría, son ficticios, si bien no hay duda de que están concebidos con una verosimilitud total, cuando no con hechos de un anecdotario fidedigno. Un caso evidente lo encontramos en el maestro de guionistas Fulvio Zappellini, interpretado por Roberto Herlitzka, que se basa a las claras en Fulvio Scarpelli, uno de los padres indiscutibles de la commedia all’taliana.
Virzì y compañía son totalmente sinceros en su amor a quienes los precedieron, pero no por ello edulcoran ni dejan de lado los aspectos más amargos, que no eran pocos, cuando construyen su reflexión sobre una caótica historia colectiva. Parece claro, en cualquier caso, que los creadores de Noches mágicas no quieren hacer sangre con su alocada sátira. El conjunto, sin embargo, es bastante irregular desde el principio, pues brillan los incisos, como cuando la acción se traslada a la fábrica de la Toscana, pero no tanto varias escenas grupales, que son muy confusas, ni los momentos que se centran en la relación forjada entre los tres protagonistas. Con todo, debe decirse que los problemas de la cinta no restan un ápice a su condición de jugoso caramelo para los apasionados de la cinematografía itálica. Y deja a modo de conclusión un lema que vale no solo para hacer cine, sino también para vivir: «Es necesario ponerse a mirar por la ventana» No es, ni mucho menos, una invitación a perder el tiempo.
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