Felices sueños (Fai bei sogni)
El desconsuelo de una ausencia constante Felices sueños es la historia de una putada, una de esas que depara la vida cuando somos más vulnerables y poseemos pocos recursos para la […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
El desconsuelo de una ausencia constante Felices sueños es la historia de una putada, una de esas que depara la vida cuando somos más vulnerables y poseemos pocos recursos para la […]
Felices sueños es la historia de una putada, una de esas que depara la vida cuando somos más vulnerables y poseemos pocos recursos para la reacción. La película retrata con sumo detenimiento a un niño (y después ya hombre) herido en lo más profundo de su ser, que no logra superar el trauma vivido, un dolor y un desconsuelo que el entorno próximo no solo no consigue apaciguar sino que, sin pretenderlo, contribuye a asentar. El pequeño Massimo debe superar la ausencia repentina de la madre y, muchos años después, el adulto Massimo (Valerio Mastandrea, perfecto en el papel de individuo atribulado a perpetuidad) todavía sigue intentándolo porque todos los intentos de cura no han funcionado. Los férreos escudos defensores impidieron entonces la adaptación a la madurez y el naufragio se ha convertido ahora en estado natural: ni las sucesivas vivencias ni las relaciones con otras mujeres acaban con el frío de este hombre.
Ante la incomprensión ya tradicional de una parte de la crítica y el público, y desarmando por enésima vez los lugares comunes unidos con frecuencia a la percepción de su figura —que si el peso de Las manos en los bolsillos (1965) sobre toda su filmografía; que si la perpetua búsqueda de una poética todavía sin completar, etc.—, Marco Bellocchio hace de nuevo lo mejor que sabe hacer y lleva haciendo desde los años sesenta: con honestidad y coherencia, aquello que le viene en gana. Con Felices sueños vuelve a varias de las constantes que han vertebrado su filmografía durante seis décadas, y eso tal vez se debe a que cierto tipo de indagaciones no acaban jamás. En esta ocasión se ha basado en la novela autobiográfica del periodista Massimo Gramellini Me deseó felices sueños (editada en español por Destino, en traducción de Teresa Clavel), que fue el libro más vendido durante 2012 en el país transalpino, y entre cuyas páginas Bellocchio encuentra aunados temas que le obsesionan: la relación con la madre y con el padre; los climas domésticos a lo largo del tiempo y las casas donde estos se fraguan; las patologías mentales y la percepción que los otros tienen de ellas; las (de)formaciones producidas en los individuos por la religión y, por supuesto, los cambios radicales en la sociedad italiana, un país que vive siempre sumido en el desconcierto.
Bellocchio adapta la novela, asimilando su sustancia, y la hace tutta sua. Al igual que con otros personajes suyos, se aproxima a la intimidad de Massimo de una manera particular, muy cercana a una sesión psicoanalítica en la que consigue que las connotaciones (políticas, reflexivas o emocionales) que le interesa tratar afloren solas, poniéndolas en el centro de las imágenes, sin que en apariencia haya tirado de ellas para sacarlas a la luz. Una herramienta especialmente brillante para conseguirlo es el uso de filmaciones televisivas y de canciones perteneciente a la cultura pop, en un modo en absoluto pasivo o meramente ambiental, pues con ellas establece unos vínculos expresivos que están al servicio de las ideas, un recurso que le vimos emplear con acierto en la fabulosa Buenos días, noche (2003) y que, por ejemplo, no abandonó en una película aparentemente más convencional como es El traidor (2019), su último trabajo hasta el momento que se escriben estas líneas. En Felices sueños, aún más si cabe, dicho procedimiento cobra una importancia clave. Directamente de cierto imaginario colectivo italiano, moldeado sobre todo a través de la televisión, el director se trae por ejemplo a una Raffaella Carrà todavía en blanco y negro, o al personaje de Belfagor, con quien compone, en particular, un primoroso juego fílmico intercalando cortos fragmentos de la mítica serie francesa Belfagor, el fantasma del Louvre (1965). E igualmente conviene destacar el certero repaso que da, siguiendo la carrera profesional de Gramellini, al periodismo italiano de finales del siglo XX en relación con acontecimientos como los célebres procesos judiciales de los años noventa o la guerra de Bosnia.
El resultado es uno de los trabajos más conmovedores de la carrera de Bellocchio, todo un ejemplo superlativo de pericia narrativa con un mecanismo que ensambla el conjunto de hechos y asociaciones hasta formar una pieza bien anudada. Además, el cineasta nos regala una última secuencia, la del juego del escondite, y un último plano que terminan de explicar definitivamente tanto la psique del protagonista como, quizás, la propia, y que asimismo bien podría explicar gran parte de su obra fílmica, consistente en películas que parecen cajas cerradas que se van abriendo poco a poco según las volvemos a ver sucesivas veces. Lo que viene a decir el maestro italiano con Felices sueños es que dentro de muchas personas existen determinados lugares profundos que funcionan precisamente como cajas, de las cuales quieren huir y a las cuales quieren volver para encerrarse en ellas. Huyen y vuelven. Seguirán huyendo y volviendo. Porque al final, sean beneficiosos o hagan daño, esos rincones íntimos están fundados en unos vínculos indestructibles.
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FELICES SUEÑOS
Dirección: Marco Bellocchio.
Intérpretes: Valerio Mastandrea, Bérénice Bejo, Fabrizio Gifuni, Guido Caprino.
Género: drama, biografía. Italia, 2016.
Duración: 134 minutos.