Triste camino hacia el fanatismo

Santiago Alonso 


La muy reconocible manera de filmar de los hermanos Dardenne parece que ha pasado a ser un cliché estilístico desde el momento en que, a menudo sin especial alcance, no pocos realizadores la han intentado reproducir con la finalidad de dotar a sus películas de un particular aire agitado y un realismo tirando a crudo. La cámara que se echa encima de la espalda de los protagonistas o que, con inquietud, se mueve de un punto a otro del campo visual son ya algunos de los recursos que forman parte del repertorio general empleado por el cine social europeo actual (y no solo). La grandeza de estos cineastas belgas reside en que, sin embargo, todos estos mismos rasgos siguen funcionando a la perfección en sus obras, denotando que se trata de una práctica viva e intransferible, debido sobre todo a una razón tan fundamental como simple: no son tics ni simples tácticas veristas de manual, sino que cobran un sentido dentro de una idea general para contar una historia y, sobre todo, dentro de un propósito ético. Es más, a veces el valor de lo dardenniano reside en decisiones imperceptibles a primera vista, fuera de la fuerza evidente que transmite una inquieta imagen en movimiento, un plano secuencia angustioso o el juego con el fuera de campo. Véanse, si no, las composiciones de muchos planos, partiendo el espacio ocupado por los personajes, separados a causa de la realidad laboral, que hay en Dos días, una noche (2014).

El joven Ahmed, el largometraje de ficción número once estrenado por JeanPierre y Luc, supone el felicísimo recordatorio de su sinigual maestría como cineastas que crean sus películas en dos tiempos; primero, estableciendo el concepto con firmeza antes de ponerse a rodar; y segundo, escribiéndolo contundentemente con la cámara. Para abordar la historia del chaval musulmán de Valonia (Idir Ben Addi) que cae bajo la fatal influencia de un imán extremista, los Dardenne tienden lazos con trabajos como El hijo (2002) o El chico de la bicicleta (2011), incluso reelaborando situaciones y escenas ya vistas en estos. Es algo que, a diferencia de lo que expusieron algunos críticos durante el paso de la cinta por el festival de Cannes 2019, señalando que los directores se habían ceñido a un simple reciclaje de logros previos, implica un intento de elaborar un marco para el acercamiento a un personaje cuya percepción es susceptible de los mayores rechazos, sobre todo, cuando se comprueba que, según transcurren los minutos, su proceso de radicalización va cerrando cualquier resquicio para que el espectador sienta empatía por él.

Una muestra de que el concepto cinematográfico perfeccionado a partir de La promesa (1996) todavía sigue vivo y es operante, sin que se apliquen grandes novedades a un estilo bien formado, está en pequeños detalles, como la secuencia de la tensa reunión escolar con padres a cuenta de la enseñanza del árabe en el centro educativo donde estudia Ahmed. A los Dardenne les ha bastado explicar antes quiénes van a asistir, amén del papel que juegan en el conflicto ¿puede una profesora enseñar dicho idioma y leer el Corán a sus alumnos cuando los adultos más religiosos e intransigentes los consideran unos actos impuros?, fijar la cámara a mitad del aula y filmar el momento solo con barridos que vienen y van, deteniéndose con cada interviniente. Muy difícil que el público no entre, por recursos como este, en la película y los problemas que cuenta.

Asimismo, los cineastas vuelven a emplear las elipsis abruptas, pero aquí como el motor de un relato estructurado en función de un proceso (la cada vez más persistente y enfermiza radicalización religiosa), con la dilatación temporal de varios meses que este implica, algo nuevo en un trabajo de los hermanos. Sin dar cabida a ningún elemento superfluo, en El joven Ahmed se ha eliminado toda la paja narrativa y se ha ido al grano imagen tras imagen, escena tras escena. La urgencia narrativa no afecta a su claro discurso sobre la religión, el fanatismo y las relaciones entre el islam y las sociedades europeas, mientras que sus dolorosos componentes emotivos, curiosamente, tampoco sufren merma alguna. Gracias a su final, que, sin resultar especialmente sorpresivo, sí conturba y conmueve al mismo tiempo, el filme se erige en un nuevo capítulo más de la rigurosa filmografía humanista de los Dardenne, devenida en uno de los pocos termómetros artísticos que, desde hace dos décadas y observando la provincia de Lieja, toma con precisión la temperatura moral a nuestra maltrecha Europa.



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