Las meninas infinitas

Santiago Alonso 


En dos secuencias de El síndrome de Stendhal (1994) que transcurrían en la Galería Uffizi, Dario Argento introducía a la protagonista, aquejada de la turbulenta dolencia psicosomática del título, en pinturas de Brueghel el Viejo y Rembrant mediante técnicas digitales. Puede decirse que el español Andrés Sanz, siguiendo una estrategia intencionada y cinematográficamente bien distinta, hace lo mismo con el amplio plantel de invitados que intervienen en el documental El cuadro y, ya de paso, con los espectadores. El objeto de obsesión es una rotunda pieza maestra, Las meninas (1656), susceptible no solo de despertar los goces contemplativos más extremos, sino de generar la circunstancia que convierte el mítico lienzo de Velázquez en una de las pinturas más revolucionarias, bajo el punto de vista conceptual, de la historia del arte: la llamada de un misterio que nunca se acaba. Por eso, aparte del abrazo del arrebato estético que los envuelve —sin llegar a los vértigos, las alucinaciones o los desmayos propios de la enfermedad mencionada—, los participantes que aparecen en pantalla se ven atrapados asimismo por el laberinto de múltiples incógnitas sin resolver que ofrece esta tela. Ahí están mirándonos, desde el siglo XVII, la infanta Margarita y otras muchas personas más, entre ellos el propio retratista y los reyes, en un inaudito juego de reflejos, perspectivas y puntos de fuga.

Sanz juega con la idea de la caja que se conforma desde nuestra posición como escrutadores de la habitación del cuadro, que además estamos dentro de un cine, y con la particular sala de interrogatorios (recordemos que se intenta descifrar enigmas) donde se desarrollan las entrevistas. Emplea, además, otras tácticas como el uso de maquetas y miniaturas, o una pequeña representación de un sueño personal que protagoniza el actor Eusebio Poncela. Pese a que se nos antojen repetitivos en varios momentos, estos recursos arman bien el torrente de análisis y discusión que se sirve durante más de hora y media, canalizándolo de tal manera que la atención no falle por desbordamiento. Porque no conviene olvidar que Las Meninas ha hecho correr ríos de tinta, desde los primeros comentarios de Ángel Palomino hasta las modernas interpretaciones estructuralistas de Michel Foucault. Resultaba imposible que El cuadro lo recogiera todo —por ejemplo, es una pena que no se mencione al pensador francés o la misteriosísima copia de Kingston Lacy, atribuida por algunos especialistas también a la mano del genial sevillano—, pero presenta una síntesis más que sustanciosa, de veras apasionante, que despierta tanto la intriga como la sed de conocimiento.

Desde la historiadora y crítica Svetlana Alpers hasta la videocreadora Eve Sussman, representando los extremos respectivamente menos y más dados al vuelo indagador, las voces que desfilan abarcan un amplio arco interpretativo donde cabe todo: los análisis de lo que se ve y de lo que no; las teorías bajo una interpretación histórica; los simbolismos… El mayor acierto de Sanz pasa por no haberse dejado engolfar demasiado en los aspectos, llamémosles así, esotéricos del asunto, prefiriendo aproximarse al final a dos cuestiones muy originales y llamativas que, al mismo tiempo, cumplen el cometido de ser acicate para avivar la fascinación. La primera resalta el protagonismo de Felipe IV en todo lo concerniente a Las meninas. La segunda, cuestionando la fecha de ejecución del cuadro, que se situaría mucho más próxima a la muerte de Velázquez, redimensiona de nuevo el mensaje de una obra plástica que parece infinita.



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