De originales y copias


El franco-canadiense Denis Villeneuve llegó a la dirección de Blade Runner 2049 avalado por una trayectoria fílmica casi tan diversa y tan resonante como la que ha llevado hasta el momento Ridley Scott, director de la mítica Blade Runner de 1982. Al abordar su secuela, casi era obligado que Villeneuve partiera del homenaje visual y narrativo al clásico de Scott. En consecuencia, aquí están de nuevo los humanos en pugna con sus espejos, los androides creados por el novelista Philip K. Dick; las texturas húmedas y siniestras de un Los Ángeles invivible; la importancia del recuerdo como formador de la identidad o la voracidad empresarial promotora de una humanidad apocalíptica. Aquí están también la decadencia urbana extrema, la lluvia constante, la importancia de las fotos en papel (aunque sea anacrónico que los treintañeros de 2049 tengan tanta foto «física»), los mecanismos de ampliación de imágenes y unos androides —los replicantes— que no saben si realmente lo son.

En un mundo todavía más hostil que el del Blade Runner original, K, (Ryan Gosling, con una desconcertante inexpresividad), es el policía que sigue dando caza a una nueva generación de replicantes Nexus, más evolucionados, y que, como el Deckard (Harrison Ford) de la película de 1982, como cualquier héroe que se precie de serlo, tiene que ir inevitablemente, contra viento y marea, en pos de sí mismo, en busca de su propia identidad.

Sin embargo, como es lógico, Villeneuve ha querido también ir más allá del original, ha querido crear una obra autónoma, y sin duda este nuevo Blade Runner, a pesar de las referencias a su antecedente, se sostiene muy dignamente por sí solo. De la mano de los guionistas Hampton Fancher, presente en el primer Blade Runner, y de Michael Green, se vuelve a depositar el peso de la trama en un personaje que, desempeñando mecánicamente la tarea que le han encomendado, acaba hurgando en su pasado, aunque sea a regañadientes. Así era en La llegada (2016), anterior película de ciencia-ficción de Villeneuve, o en la devastadora Incendios (2010). Por otra parte, la figura del androide, que no es más que un doble, hecho a imagen y semejanza del ser humano, remite igualmente a Enemy (2013), basada en una novela de Saramago.

Conceptualmente, Blade Runner 2049 acierta al plantear cuestiones tan candentes como la confusión entre lo real y lo virtual, la robotización de los seres humanos o la pérdida de empatía en la sociedad, pero a veces la reflexión se disuelve en la fusión de géneros de la que Blade Runner 2049 alardea sin complejos. Buen ejemplo de ello es el último tramo de la película, donde, gracias a un montaje prodigioso y un indudable despliegue de imaginación visual, se pasa de manera un tanto atolondrada del filme de mamporros a Tarkovski, del wuxia al kitsch más tarantinesco (con impagables apariciones estelares de insignes difuntos de la cultura popular estadounidense), para llegar a un final decepcionante y un tanto sensiblero.

Pese a todas sus innovaciones temáticas, que son muchas, a quien esto escribe le ha parecido que la apuesta principal de Villeneuve y su equipo radica en maximizar el impacto visual y sonoro de la obra, algo que sin duda se logra, y con nota. Al igual que en el reciente Dunkerque de Nolan, desde el inicio de la película sabemos que estamos asistiendo a la plasmación de un deseo no siempre loable: el de abrumar visual y sonoramente al espectador. Con el ritmo a veces demasiado pausado de Villeneuve se suceden planos sorprendentes y ágiles movimientos de cámara que, orquestados por el veterano director de fotografía Roger Deakins, nos llevan desde desiertos postindustriales a enormes y desvencijados almacenes repletos de niños esclavos, desde pisos tan despersonalizados e impolutos como habitaciones de un hotel funcional a barridos sobre inacabables extensiones de invernaderos. Todo ello acompañado por una saturada producción de sonido y por una música atronadora y omnipresente de Hans Zimmer (también responsable de la de Dunkerque), que no duda en hacer guiños al Vangelis del primer Blade Runner.

Mediante una estudiada e imaginativa maniobra de mercadotecnia, los tres cortos que han servido de aperitivo a Blade Runner 2049 y de puente explicativo entre el original de Ridley Scott y la secuela de Villeneuve —dos de ellos dirigidos por Luke Scott, hijo de Ridley, y el tercero, el mejor, un anime de Shinichiro Watanabe— ya nos permitían atisbar la diversidad de estilos y de propuestas que había en este esperado Blade Runner 2049 y presentaban a algunos de sus nuevos personajes, explicando además de dónde emanaba su nuevo contexto. Sin embargo, después de ver la película y esos esbozos de prólogo, y de consultar casi con la almohada, queda una sensación agridulce: sus logros estéticos, su capacidad para impresionar al espectador son indudables, pero, como en muchos capítulos de Juego de tronos, el espectáculo puramente visual se impone aquí, no digamos a la profundidad, sino a la más pura y simple sutileza. Y uno se pregunta cuál es el poso que deja todo ese alarde técnico e imaginativo. ¿Hay personajes —de carne y hueso o androides— de calado? ¿Hay un discurso que con alguna coherencia pretenda hallar un nexo de unión entre los hallazgos estéticos de la película y sus demás elementos?

Villeneuve ha intentado dar nueva vida, otra vida, al Blade Runner de Ridley Scott y, con unos medios de los que nunca dispuso éste, hay que agradecerle que haya corrido el riesgo de ampliar sus presupuestos en todos los sentidos. Sin embargo, se añora aquí en cierta medida la contención, la sugerente sencillez del primer Blade Runner: el encaje, nada ampuloso, que lograba entre sus propuestas visual y temática. Después de tanto tiempo, ¿quién no recuerda su lluvia sucia, a ese Deckard desconcertado, a la replicante Rachael —emocionalmente condicionada, pero dispuesta a desafiar a sus programadores—, o al superdotado androide Batty, intentando inútilmente prolongarse la vida? ¿Quedarán tan grabadas en nuestra memoria algunas de las impactantes imágenes de Blade Runner 2049, los dilemas del impávido K encarnado por Ryan Gosling, la emotiva «virtualidad» de la Joi de Ana de Armas o los recuerdos, prefabricados o no, de la Dra. Ana Stelline (Carla Juri)?

(Nota: Ahora que Kazuo Ishiguro acaba de ganar el Nobel de literatura, no estaría de más leer o releer Nunca me abandones (Anagrama, trad. de Jesús Zulaika), que indaga con inteligencia y profundidad en las relaciones entre clones y seres humanos. La traslación cinematográfica de esta novela (Mark Romanek, 2010) no alcanza la misma altura que el original literario, pero su trío de protagonistas (Carey Mulligan, Andrew Garfield y Keira Knightley), sí podrían darles algunas lecciones de sutileza y expresividad, sobre todo, a Ryan Gosling).



 

BLADE RUNNER 2049

Dirección: Denis Villeneuve.

Intérpretes: Ryan Gosling, Harrison Ford, Ana de Armas, Sylvia Hoeks.

Género: ciencia-ficción, thriller. EE UU, 2017.

Duración: 163 minutos.

 


 

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