Esquivar la verdad


Una de las claves del cine de François Ozon es el juego con las expectativas. Ya en su primer largometraje, Sitcom (1998), construía un relato que se apoyaba en los estándares para subvertirlos constantemente. Siempre parece que sus historias van a desarrollarse de una manera concreta, pero, en determinado momento, el autor rompe los esquemas y continúa por un camino inesperado. Para que esto sea posible, el director utiliza una serie de lugares comunes de la construcción de historias. Con ellos expone sus planteamientos, que avanzan dentro de lo previsible. El público reconoce las señas de identidad del relato e intuye hacia dónde evolucionará, pero esta previsión está abocada al fracaso. Mediante esta construcción del relato, Ozon manipula a su audiencia, a la que promete algo que no dará. No obstante, se trata de una manipulación que se muestra de manera explícita, pues es el medio a través del que conseguir un fin: llevar al espectador a ese punto en el que se produce la fractura del relato. A partir de ese momento, quien está viendo la película pierde sus defensas y comienza a transitar un terreno desconocido, frágil, en el que, ahora sí, el desarrollo de la historia es imprevisible. Mediante este juego constante de expectativas y sorpresas, Ozon ha visitado diferentes géneros en sus obras, y lo ha hecho desde una perspectiva novedosa, fresca, siempre inconformista. Pero esta manera de hacer cine tiene un precio; el director prefiere que su película sea atrevida a que sea redonda, de ahí que sus relatos, tan libres, contengan ideas excelentes pero estén condenados a una sana imperfección.

Nada ha cambiado en su último trabajo, Frantz (2016). En este remake de Remordimiento (Ernst Lubitsch, 1932), François Ozon aborda el melodrama desde sus claves de estilo –tono denso, sentimientos a flor de piel, puesta en escena sobria-, con las que construye un relato que aparentemente versa sobre el perdón entre dos naciones que se han enfrentado en el campo de batalla, y se interroga sobre la posibilidad de un amor en este contexto. La cinta narra la visita de un soldado francés, Adrien, a la tumba de un combatiente alemán, Frantz, íntimo amigo suyo. Ambos participaron en bandos opuestos durante la I Guerra Mundial, que acaba de terminar. Las heridas emocionales del conflicto bélico todavía supuran y la presencia de un francés en terreno alemán no es bien recibida. En un determinado momento, Adrien conoce a Anna, prometida de Frantz, y a partir de ahí se teje un enredo de amistad, amor y perdón, que implica a los padres del fallecido y al pretendiente de la joven. Ingredientes para construir un melodrama clásico, como así sucede durante el primer tercio de la película.

La mente del espectador reconoce los lugares comunes y traza predicciones sobre lo que va a ocurrir. Todo lo que se narra es evidente, demasiado sencillo para lo que es habitual en este autor. No parece que haya nada debajo de las imágenes que filma, pero, en un punto del relato, el cineasta da ese tan esperado volantazo de enfoque. Un dato se desvela en este momento, y cada una de las imágenes que se han mostrado hasta entonces cambia su significado. Ya nada es lo que parecía. A partir de esa confesión, todo cambia y comienza el verdadero juego. Quizás la metáfora visual que mejor lo representa es el uso de la fotografía, que cambia del blanco y negro al color en determinados pasajes de la narración. En este apartado, Ozon también juega a usar un lugar común de forma, por lo que, en principio, se interpreta que los fragmentos de metraje que aparecen en color corresponden a los momentos de felicidad de Anna y Adrien, los únicos instantes de su vida en los que el pesar por la pérdida no los asola. Un recurso tan lógico como evidente, que carece de la sutileza que caracteriza la filmografía del francés. Su responsable es consciente de lo que está haciendo, y, nuevamente, juega al despiste.

En esta crítica no se desvelará tal misterio, pero para el análisis resulta imprescindible señalar que se trata de una mentira, que es revelada a ciertos personajes pero permanece oculta para otros. El manejo de la información es similar al que se da en el cine de M. Night Shyamalan. Hay un dato que se oculta, que se da por hecho. Se trata de un detalle de base, de esos que soportan la construcción del relato, pero que, cuando se extraen, provocan el derrumbe de lo que se ha edificado. Ese detalle, esa mentira, es aquello de lo que realmente quiere hablar el director. La película tiene dos lecturas: por un lado, la evidente, la clásica, la que sigue los estándares del melodrama; por otro, la subversiva, la juguetona, la que propone un reto en cada escena. Esta última es la que le interesa al autor, y es la que reside debajo de la superficialidad de sus imágenes, de aquello que aparentemente se está narrando. De esta manera, se plantea un juego de mentiras y de ilusiones que reflexiona acerca de la (im)posibilidad de alcanzar la felicidad. Los fragmentos de metraje que aparecen en color se podrían interpretar como la tregua interior de sus personajes y la ilusión ante una posible redención. Sin embargo, otra lectura sería más acertada: el color es la representación de Frantz, ese personaje fantasma que domina la vida de sus compañeros. Con él llega la relación entre Adrien y Anna, y, a su vez, la expectativa de alegría e incluso de un nuevo romance.

Sin embargo, como ya se ha dicho, todo esto se construye sobre una mentira. Estas escenas, junto con la trama relacionada con Adrien y los padres de Frantz, hablan de felicidad y redención, pero lo hacen a base de esconder información. Se genera una situación placentera que es falsa, pues sólo a partir de la mentira es posible encontrar el acuerdo. Con este enfoque de la situación, Ozon le dice a su público que la única manera de alcanzar la felicidad es a partir de la mentira, pues la verdad es demasiado compleja como para que la paz interior sobreviva. Toda esta parte central del film es la más lograda, y en ella hay suficientes elementos como para darle un cierre notable. Pero esto sería demasiado sencillo para el cineasta. Es cierto que adapta una historia ya escrita, por lo que alargar el relato no es decisión suya, pero sí lo es el hecho de continuar este juego y complicarlo. Ozon no se lo piensa y se lanza a por un nuevo reto.

En el tercio final, la película transita por un desarrollo narrativo menos logrado, desconcertante por momentos. En este tramo, la pareja de protagonistas sufre una serie de insatisfacciones que, como no podía ser de otra manera, se deben al descubrimiento de nuevas verdades. Tras este encuentro agridulce para los personajes y para las aspiraciones del film, el color vuelve a inundar el fotograma en la última escena, que tiene lugar en el museo del Louvre, y en ella Ozon esconde su última provocación. El color invoca la presencia de Frantz, como también lo hace el cuadro que Anna observa. El óleo presenta un simbolismo crucial en la trama, pero, al relacionarse con aquella mentira antes citada, no se desvelará en estas líneas. En este último plano, los tres personajes se reúnen en un mismo espacio, aunque sea de manera ilusoria. Todo es una mentira, pero por fin Anna encuentra la paz, que también llega a partir del (auto)engaño. A la vez, como ya sucedía en el final de Viridiana (Luis Buñuel, 1962), Ozon construye la escena de tal manera que se sugiere la idea del trío amoroso. Un trío imposible, a través del cual alcanzar una falsa felicidad que nace del engaño a una misma. Un broche de oro, perverso y provocador, por parte de un cineasta travieso e inconformista.


Frantz critica


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FRANTZ

Dirección: François Ozon.

Reparto: Pierre Niney, Paula Beer, Cyrielle Clair, Johann von Bülow, Marie Gruber, Ernst Stötzner, Anton von Lucke.

Género: Melodrama. Francia, 2016.

Duración: 113 minutos.

 


 

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