La nave Insertos necesita que escribas sobre El gran marciano. ¿Has visto Fuerza mayor, de Ruben Östlund? El arco evolutivo de la relación entre Jorge y María José es SUPERIOR, y nadie dice nada porque, ay, es «Gran Hermano» y es telebasura. ¿CÓMO TE PUTO QUEDAS?

 

Jaime Lorite, contracultura y cinefilia enrevesada a lomos de un gatito.

 

Y así ha sido. Jaime Lorite, excelso crítico de este medio, al que recordarás por su irreverente defensa de Una segunda oportunidad (2014) o por la cobertura-maratón del Nocturna, festival de cine fantástico de Madrid, ha dinamitado el somier sobre el que reposa la autocomplaciente crítica elitista mundial. Mi compañero de escritos defiende –¿o acaso fui yo el único que no fue capaz de ver lo evidente? – que Fuerza mayor (2014) es una crítica a la propia defensa que la sociedad hace de los roles del heteropatriarcado. En ella, una familia sufre un cataclismo existencial durante unas vacaciones en la nieve. En un momento del film, un conato de avalancha amenaza las vidas de estos seres, y es el padre el que sale corriendo y deja atrás a sus familiares. Nada grave ocurre, pero ya nada vuelve a ser igual. El paterfamilias no ha ejercido el rol protector de macho alfa, y es la propia mujer la que reclama que esto sea así. Una situación paralela, pero inversa, tiene lugar en El gran marciano (Antonio Hernández, 2001).

Jorge Berrocal y María José Galera son exconcursantes de la primera edición de Gran Hermano, programa de telerrealidad en el que comenzó la relación amorosa entre los dos. En el momento en el que se sitúa la película de Antonio Hernández, esta pareja sufre otra conmoción existencial, esta vez ante un descubrimiento insólito: no están solos en el universo. Una nave tripulada por un malherido piloto ruso y que transporta un espécimen de Marte aparece en la Cáceres silvestre, lugar en el que ellos se encuentran. El gran marciano del título ha llegado, y hay que desconfiar de sus intenciones. Es por ello que Jorge apela a su valentía y a sus cinco años en el ejército para autoproclamarse líder de la expedición hacia lo desconocido. El rol de macho alfa se manifiesta; la familia no debe temer.

Pero María José, insumisa hembra de la manada, tiene otros planes y desoye los consejos de su cónyuge. Tras una serie de contactos con una nave posiblemente radiactiva y con el propio marciano, de viscosa superficie pero cálido corazón, la sarta de improperios del sufridor Jorge encuentran el máximo exponente de la desolación en el encuentro final. Tras una intensa labor de liderazgo heteropatriarcal, es el varón el que en última instancia se niega a aproximarse a unos seres desconocidos que los están esperando, de los que no se fía. No es el caso de María José, quien prosigue en su despreocupada pasión por lo extraterrestre y se lanza en brazos –alusión puramente metafórica– de los visitantes, con los que quiere viajar al espacio aunque para ello tenga que dejar atrás a su amor –y a sus dos hijas–. La fractura se materializa, y, a diferencia de lo que ocurre en Fuerza mayor, no hay farsa que lo disimule.

Este hiperbólico argumento sobre la defensa de los valores tradicionales y los problemas asociados a una excesiva libertad de la mujer (¡!) debe ser matizado. En efecto, no están solos: los acompañan el resto de integrantes de la primera edición de Gran Hermano, junto a un grupo de cámaras ocultas que graban la broma de la que están siendo víctimas. El gran marciano no es otra cosa que un falso documental, un vídeo alargado de “Inocente, inocente”, pero también es muchas otras que lo convierten en una joya irrepetible. Situado en plena resaca del Efecto 2000, el tremebundo guion del propio Hernández y Antonio Prieto combina el terror ante los efectos de la tecnología con las claves que originaron la evolución de la televisión del siglo XXI hacia el morbo desmedido y la telerrealidad entendida como única realidad posible. En una época de paranoia colectiva ante el devenir del planeta, una broma de marcianos era más creíble que nunca. Sin embargo, más apasionante que la broma en sí es que un plan con tantos agujeros, y cutre como pocos, haya colado con tanta convicción.

El público sabe de antemano que se trata de una broma. Sin embargo, el director recurre a escenas de ficción para poner en antecedentes a la audiencia. Su intento de alcanzar el gag se estrella en el fango de la vergüenza ajena; resulta imposible explicar por qué en algún momento se creyó oportuno rodar estas escenas, y hacerlo de una manera tan ridícula. Sin duda lo peor de la película, en ellas los actores actúan demasiado en serio como para escudarse en que estuvieran riéndose de sí mismos. Las cloacas del lenguaje audiovisual invaden la cinta y el metraje se extiende innecesariamente; nadie necesita estos estorbos cuando viene a ver a los participantes de Gran Hermano. Por suerte para el devenir de esta rareza, ellos son los protagonistas del film y rara vez abandonan el foco.

La narración se construye en dos líneas paralelas en el montaje pero no en el tiempo. Por un lado, el grupo de concursantes del reality show viajan a Cáceres con el supuesto motivo de ir a promocionar un hotel. Por otro lado y un día más tarde, se cuenta el viaje de Íñigo, uno de los participantes de este concurso, que no podía estar presente en el momento en el que sus compañeros se desplazaron en autobús hacia tierras extremeñas. En este caso, la broma se reduce a su persona y las cámaras se sitúan, escondidas, en diferentes partes del coche que han puesto a su disposición para que llegue al hotel.

Esta trama estaba irremediablemente condenada a ser secundaria en el conjunto de la película, pues en ella sólo hay una víctima de la broma -Íñigo-, pero a su pobre contenido se suma la desconcertante personalidad de un individuo que no parece estar enterándose de una décima parte de todo lo que está ocurriendo a su alrededor. Entre risas, estupor y algún que otro moco pescado en nariz propia, Íñigo viaja más bien sosegado, como si le invadiera el síndrome Dory -personaje amnésico de Buscando a Nemo (2003)- y al poco rato olvidara lo que ha ocurrido. Todo cambia al final, cuando se le entrega un artefacto desconocido, ante el que reacciona de manera diametralmente opuesta a nuestro héroe particular, Jorge. Si aquel optaba por la valentía desmedida, este, más práctico quizás, prefiere lanzar a la carretera el jugoso armatoste metálico y huir sin mirar atrás. Personaje esquivo donde los haya, la broma sobre Íñigo fracasa en todo su esplendor y convierte su trama en un coitus interruptus épico en su naturaleza anticlimática.

Entre realidad y ficción, víctimas y «ganchos», cutrez y excentricidad chabacana, esta obra encierra un hallazgo necesariamente reivindicable. Y es que todo este famoseo que había inundado las pantallas de la totalidad de España había construido su identidad desde la fachada pura, en una mezcla de verdadera personalidad y actuación impulsora de audiencia. Todo el mundo conocía a estas personas, pero en realidad lo que habían visto era una actuación. Sin que haya kilómetros de distancia entre persona y personaje, lo cierto es que el hecho de que crean que no hay cámaras grabando permite que se quiten la máscara y muestren su verdadera esencia. En una situación extrema como esta, lo esperable es un desglose de egoísmos, alucinación y desquiciamiento. Esto ocurre, pero sorprende lo unido que se mantiene un grupo en el que hay más tensión de la que el postureo hasta entonces disimulaba. La piña prevalece sobre la discordia, y, entre torpeza y vergüenza ajena, este conjunto avanza hacia la meta y permanece unida. ¿O no? ¿Quién es la verdadera víctima de la broma, los concursantes de Gran Hermano o un público sediento de derrames de sangre y bilis que se encuentra con un final feliz? Bueno, feliz excepto para Jorge y María José, auténticos protagonistas de la cinta, verdaderas víctimas de esta obra de esencia tan marciana como la de su propio título.



Fotografía: YouTube/Canal Zeppelin TV


 

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