La cultura de la transición


Adaptación de una novela homónima, El corredor del laberinto (Wes Ball, 2014) se convirtió en una de las grandes sorpresas del pasado curso cinematográfico al ingresar más de 300 millones de dólares en todo el mundo para una ajustada inversión de apenas treinta: no muchos hubieran encontrado sensato apostar más dinero al primer episodio de una franquicia de solvencia aún dudosa, que, a primera vista, parecía más bien un tardío y anticarismático intento serie B de aprovechar el filón de Los juegos del hambre (Gary Ross, 2012; Francis Lawrence, 2013-2015). La película desmintió estas sospechas debido, esencialmente, a la buena gestión de sus posibilidades que hizo el director, destinando de manera inteligente los mismos esfuerzos a la consolidación de su misterio central que a la definición de sus diferentes personajes y, con ello, logrando que el tono de epopeya de supervivencia fuese lo que dominara un conjunto cuya intriga, en realidad, estaba más bien sostenida sobre pies de barro. Porque si la primera El corredor del laberinto presentaba un problema claro, ese era su pérdida de fuelle en un tramo final lastrado por la condición episódica de la película: no solo no era autoconclusiva, sino que el cambio de juego en su desenlace acababa por replantear lo anterior como un forzado enigma de medio pelo.

Después de una frenética producción, para que a nadie le diera tiempo a olvidarse, llega ahora a la cartelera Las pruebas, una segunda entrega que de nuevo soluciona con considerable carácter varias papeletas muy poco agradecidas y también de nuevo acaba saboteada por su propia naturaleza. Es otra extraña demostración del talento de Wes Ball para construir espectáculo en condiciones adversas: tal y como contrarrestó las  debilidades de la primera parte desplazando el foco de tensión hacia las relaciones humanas, en esta secuela trata a toda costa de paliar su condición de aparatoso acto intermedio instalando una setpiece detrás de otra, a fin de poner su narración en un perpetuo movimiento… que es ilusorio. La gran virtud y el gran defecto de El corredor del laberinto: Las pruebas son, pues, exactamente lo mismo: que no va realmente a ningún sitio. Por un lado, se trata de una famélica película de transición (en cuanto al arco de la historia). Por otro, Ball supera el desafío con nota porque sabe con creces cómo embaucar.

Con la difícil tarea de levantar un nuevo enigma interesante casi desde cero, dadas las circunstancias, Las pruebas presenta a la inversa lo que le sucedía a su antecesora: tiene un inicio muy conflictivo porque no consigue conciliar en un contexto dramático comprensible los elementos de la trama que se han cruzado (el villano que compone Aidan Gillen parece estar en una película distinta), pero a continuación va ganando en interés por el rigor de su inspiradísima puesta en escena, rozando lo extraordinario en secuencias como la de esos amenazantes Raros encadenados, con la cámara corrigiendo de uno a otro de manera alucinada, o la memorable persecución en el edificio inclinado. Es muy habitual encontrarse con blockbusters que administran sus segundos actos como si de una burocracia se tratase –pese a ser lo que más minutos abarca–, ocupándose de rellenar y hacer tiempo para que el héroe pueda darse tortas con el villano en el momento preciso y del modo más vistoso. Con sus limitaciones de base, El corredor del laberinto: Las pruebas figuraría como una estimable alternativa: toda ella es solo segundo acto, pero se toma verdaderas molestias en resultar siempre entretenida. Quizás desear que se liberara del todo fuese mucho desear. 



EL CORREDOR DEL LABERINTO: LAS PRUEBAS

Dirección: Wes Ball

Guion: T.S. Nowlin

Intérpretes: Dylan O’Brien, Rosa Salazar, Thomas Brodie-Sangster, Kaya Scodelario, Ki Hong Lee, Giancarlo Esposito, Aidan Gillen, Patricia Clarkson

Género: ciencia-ficción. 2015, Estados Unidos

Duración: 131 minutos

 


 

 

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