Santiago Alonso / Yago Paris En Revista Insertos afrontamos la tercera y última semana de cobertura del Festival Márgenes, un certamen que tiene lugar en formato físico en diferentes ciudades […]
En Revista Insertos afrontamos la tercera y última semana de cobertura del Festival Márgenes, un certamen que tiene lugar en formato físico en diferentes ciudades de diferentes países iberoamericanos, así como en su modalidad online,del 25 de noviembre al 13 de diciembre, y que recoge una muestra de un tipo de cine producido en los límites de la producción y la distribución. Este año hemos optado por la cobertura íntegra de la sección oficial, que en esta décima edición reúne un total de dieciséis películas que pertenecen a ocho nacionalidades diferentes. esta última tanda incluye las críticas de Transoceánicas (España), Panquiaco (Panamá), 1982 (Argentina), Las poetas visitan a Juana Bignozzi (Argentina) y Las cuatro esquinas y Madrid (España).
Lo mínimo que uno espera de un festival de cine experimental como Márgenes, y que ocurre menos veces de las deseables, es que brinde películas que, ante todo, ofrezcan una propuesta cinematográfica arriesgada. Es decir, que seleccione filmes que se salgan de los convencionalismos y donde sus autores se enfrenten al abismo del acto de crear desde la nada, sin líneas preestablecidas sobre cómo debe ser un filme, en una exploración constante por senderos de punto final incierto pero recorrido fructífero. En ese sentido, más allá de las virtudes artísticas o de que se alcance el objetivo marcado, parece evidente que Transoceánicas es una cinta, ante todo, problemática, en el mejor de los sentidos, tanto para quien la crea como para quien la observa.
La obra se compone de un conjunto de cartas audiovisuales que se intercambian las cineastas Meritxell Colell y Lucía Vassallo a lo largo de varios años, donde se ponen al día de los acontecimientos más relevantes de sus vidas y comparten reflexiones existenciales. El proyecto parte de la premisa de que las autoras no pretenden alcanzar un objetivo concreto, pues el filme se construye sobre la marcha, condicionado por lo espontáneo y lo incontrolable de la vida. Esta voluntad de no atar los cabos de la narración, de dejar que fluya según el momento y el estado de ánimo de cada directora, es el punto más fuerte de un relato que, por otro lado, desborda emocionalidad, siendo muy cargante por momentos, y que confunde el hecho de que exista una emoción con que sea valioso compartirla. Sin embargo, la apuesta es radical incluso en sus aspectos más negativos, dando lugar a una cinta que, para bien o para mal, es consecuente con lo que propone y no se queda en tierra de nadie.
Parece difícil que se desgaste la idea del océano Atlántico como símbolo perfecto de las descomunales distancias y añoranzas de los «hogares originales», porque proviene de la realidad de mucha gente que cruzó, ha cruzado y cruzará el charco en ambas direcciones. Esta asociación vuelve a aparecer en la primera parte de Panquiaco —un largometraje entre la ficción y el documental que tiene precisamente por protagonista a una persona real—, aunque lo interesante es que su directora, Ana Elena Tejera, no muestra extensiones oceánicas que se pierden en un horizonte sin fin ni recurre a discursos verbalizados sobre la nostalgia, sino que le basta con filmar repetidas veces el rostro de Cebaldo, un solitario indígena guna que vive en la costa norte de Portugal y a quien a diario le reconcome el recuerdo de su aldea en la comarca indígena de Guna Yala, en Panamá. La angustia vital y el reflejo de los recuerdos se manifiestan poderosamente en la mirada, siempre perdida, y el rictus, siempre serio, del hombre. A esto se le une la plasmación cinematográfica de dichos recuerdos con un cambio de la imagen, cuando se pasa del formato digital a los 16 mm o al super-8 en varias filmaciones de la selva americana, además de recurrentes insertos de la superficie del agua en ríos o estanques. Porque el agua dulce sí tiene una presencia fundamental en la cinta, sobre todo en su culminación, con el ritual chamánico al que se somete Cebaldo una vez que, después de tantos años, vuelve a su tierra natal, un viaje plasmado durante la segunda parte. Por desgracia, esta ceremonia viene a certificar lo que Tejera ha expresado con los cambios de formato, que funcionan como territorios estancos: sus fronteras son infranqueables una vez que, dejando atrás el país de la infancia, ya se atravesó el tiempo y el espacio: pese a los intentos, Cebaldo no consigue encontrar el camino de vuelta.
La guerra de las Malvinas tuvo lugar en 1982 y duró 74 días. El ejército argentino invadió los archipiélagos de las islas Malvinas, las Georgias del Sur y las Sandwich del Sur, que pertenecían a Reino Unido, y reclamó su soberanía. Desde el comienzo, el gobierno del país latinoamericano, bajo la dictadura de Leopoldo Fortunato Galtieri, orquestó una campaña mediática a través de los medios de comunicación, especialmente desde la televisión. El objetivo, al modo de las actuales noticias falsas, fue el de vender un discurso, una realidad tergiversada, que apelaba al sentimiento nacionalista para justificar una guerra que se utilizó para ganar estabilidad política en un momento de gran convulsión social.
1982 es un documental que retrata la situación valiéndose de las herramientas que sirvieron para organizar la manipulación: las retransmisiones televisivas de los programas 60 Minutos y 24 Horas. Lucas Gallo, el director del filme, organiza el material como si se tratase de una cinta de metraje encontrado, y mediante su selección de la ingente cantidad de material televisivo muestra una mirada crítica sobre el conflicto. A pesar de que sirve como valioso testimonio del perverso poder mediático de los medios de comunicación para enaltecer los sentimientos de la población y desnortarla, en última instancia el documental se conforma con ser un mero retrato de una época, demasiado impersonal como para dejar huella.
Si hay algo que no se les puede negar a Laura Citarella y Mercedes Halfon, las directoras de Las poetas visitan a Juana Bignozzi, es su firme voluntad de pulverizar el concepto de película biográfica, un categoría sometida a una serie de dinámicas fijas que no suelen dar pie a la experimentación. Para empezar, porque sería mejor denominarla «película necrológica», pues lo filmado es un comentario inmediatamente posterior a la muerte de Juana Bignozzi, poetisa y traductora argentina que vivió durante treinta años en España, donde llegó el mismo año que empezó la última dictadura de su país. Para continuar, porque el repaso a la vida de quien perteneció al grupo poético Pan Duro se construye partiendo de una premisa tan alucinante como, en ocasiones, bastante incómoda: Halfon, joven periodista y también poetisa, es la albacea de Bignozzi y se dedica media película a vaciar junto con sus amigos, como si fueran chamarileros, la caótica casa de la difunta en Buenos Aires y a hurgar en sus pertenencias personales (fotos, libros, discos, documentos y papelejos varios) con el objetivo de ordenarlas. Y para terminar, porque el largometraje se convierte, a su vez, en una reflexión acerca de cómo está hecho, por lo que Halfon aparece mucho más en pantalla que la biografiada, mientras que Citarella y el equipo de rodaje también salen con frecuencia.
¿Cuántas películas hay, entonces, en Las poetas visitan a Juana Bignozzi? Seguramente dos o tres, y ese es el principal problema. Por separado, todas resultan muy interesantes, pero al mezclarlas cunde la desagradable sensación de que al proyecto lo anima, apenas sin disimulo, un impulso parasitario donde prima el egocentrismo de sus creadoras sobre el retrato hecho a la homenajeada. Y, en ese sentido, no es muy creíble cuando, a mitad de metraje, Halfon corone una serie de interrogantes sobre los misterios que abundan en la biografía de Bignozzi preguntándose: «Y esta película, ¿le habría gustado?».
Kikol Grau es un documentalista que ha consagrado buena parte de su obra al estudio de la música punk en España. Tras haber participado en 2015 en la sección oficial del festival Márgenes con su mediometraje Inadaptados, que hablaba sobre la obra del grupo Cicatriz, en Las cuatro esquinas y Madrid , sexta y última parte de una serie de documentales donde el cineasta se ha propuesto cubrir de manera exhaustiva dicho movimiento en el territorio nacional, pasa de lo concreto a lo general, al hacer un repaso a infinidad de grupos de punk de diferentes partes del país, desde las Islas Canarias hasta Galicia, pasando por el levante y Madrid. El autor establece una comparación entre el desarrollo de la Guerra Civil y el de la música punk, dando lugar a una lógica causa-efecto donde el resultado de la contienda militar y las posteriores dictadura y transición habrían dado lugar a la aparición y expansión de dicho género musical como respuesta antisistema y ultrapolitizada.
Todos los valores de disección, entendimiento del contexto histórico y de las claves musicales del punk que Grau ofrecía en Inadaptados nunca llegan a materializarse en Las cuatro esquinas y Madrid. El documental se construye desde el repaso meramente testimonial de un sinfín de bandas, que apenas cuentan con un par de segundos en pantalla, sin ofrecer nada más que una lista de nombres. Se puede entender la decisión de Grau de querer dejar constancia de unas bandas que los interesados en el género musical tendrían serias dificultades para localizar de otra manera, pero es una lástima que el documental ofrezca tan poco cuando es tan evidente que Kikol Grau tiene tanto que decir sobre el punk español.
Crítico cinematográfico en pleno máster en Teoría del Cine. Escribo en los medios digitales Revista Insertos y Cine Divergente. También reflexiono sobre cine en el podcast Críticas Sobre La Marcha.