Muestras de inconformismo fílmico I X Festival Márgenes (I)
Santiago Alonso / Yago Paris Un año más, en Revista Insertos nos reunimos para cubrir el Festival Márgenes, un certamen que tiene lugar en formato físico en diferentes ciudades de […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
Santiago Alonso / Yago Paris Un año más, en Revista Insertos nos reunimos para cubrir el Festival Márgenes, un certamen que tiene lugar en formato físico en diferentes ciudades de […]
Un año más, en Revista Insertos nos reunimos para cubrir el Festival Márgenes, un certamen que tiene lugar en formato físico en diferentes ciudades de diferentes países iberoamericanos, así como en su modalidad online, del 25 de noviembre al 13 de diciembre, y que recoge una muestra de un tipo de cine producido en los límites de la producción y la distribución. Este año hemos optado por la cobertura íntegra de la sección oficial, que en esta décima edición reúne un total de dieciséis películas que pertenecen a ocho nacionalidades diferentes. Durante las próximas semanas publicaremos una serie de textos conjuntos, donde daremos una visión general de la sección. La primera tanda incluye las críticas de Shanghái brillaba entre líneas (España), El viaje espacial (Chile), Bicentenario (Colombia), Los páramos (España) y El espacio interior (Argentina).
Artista caótico, monstruoso y autodestructivo, Didac Alcaraz es un portento del humor grotesco. Sin embargo, alcanzada la mediana edad, algo parece haber cambiado en él. ¿Puede ser que la crisis de los cuarenta haya afectado a un personaje tan aparentemente desligado de los pequeños dramas de la gente corriente? En Shanghái brillaba entre líneas, en colaboración con Patricia Tamayo, Jeffrey Frígula y Albert Badia, el artista ofrece una mirada sobre su trabajo y la reformulación de su carrera que plantea en esta nueva etapa, basada en el cuestionamiento de lo hecho hasta ahora y la búsqueda de un arte más sosegado e introspectivo, así como menos festivo y provocador.
Esta línea argumental, tan propia del documental indie comercial —la reciente La pintora y el ladrón puede servirnos de referencia—, es en realidad una estructura ficticia. Desde el principio se producen rupturas en la representación del modo observacional —ese en el que la cámara influye de manera mínima en lo que se filma—, poniéndose de manifiesto que lo que se muestra es de todo menos espontáneo, y por tanto, que la labor de los creadores es de todo menos inocente. Las conversaciones se filman como si estuvieran sucediendo de manera natural, para acto seguido mostrar que se trata de diálogos escritos de antemano. Al mismo tiempo se insertan reflexiones de los creadores sobre el propio documental, concretamente sobre lo que vendría bien mostrar o comentar en según qué parte del metraje. Ejemplos como estos ponen de manifiesto no solo la falsedad del grueso de la producción que se sustenta en el modo observacional, sino que también proponen un juego con el espectador, que debe desconfiar de absolutamente todo lo que sucede en la pantalla.
De esta manera, la supuesta crisis existencial y creativa de Didac se torna una recreación poshumorística —el fracaso de la propia obra, del propio humor—. O, dicho de otra manera, el interés reside en cómo representar un fracaso que en realidad, parece ser, nunca existió. Nada queda demasiado claro en este largometraje, y mejor que así sea. Aunque sometida a la narración ficticia autoconsciente que ha propuesto, la obra se muestra libre de ataduras. No sabemos si tras la finalización de la película hemos profundizado lo más mínimo en el universo Didac Alcaraz, pero como ejercicio metarreflexivo Shanghái brillaba entre líneas ofrece material de sobra para plantearse múltiples cuestiones sobre ficción, realidad y representación.
Las paradas de autobuses son perfectos miniescenarios teatrales, preferiblemente si tienen marquesina y banco donde sentarse, porque las que están solo señalizadas con un poste plantado en la orilla de las calzadas quizás no lo sean tanto. Y los papeles principales de la representación se los llevan los viajeros que esperan, puede que en silencio (mirando el horizonte o concentrados en alguna actividad), puede que pegando la hebra (con su acompañante o, en caso de ir solos, con algún desconocido). En definitiva, unos requisitos básicos para montajes teatrales espontáneos que harían las delicias de cualquier dramaturgo existencialista. Esta es la gran idea que ha tenido el chileno Carlos Araya en El viaje espacial: fijar la cámara delante de unas cuantas paradas, con el propósito de mostrarnos con un solo plano unos espacios donde surgen sencillas representaciones ciudadanas. Y ha añadido dos conceptos más. El primero es abrir el encuadre lo suficiente como para plasmar también el paisaje de fondo que tienen detrás los escenarios. Y el segundo, la composición de un mosaico de situaciones que le han hecho recorrerse la geografía chilena para filmar dos o tres decenas de localizaciones.
Como era lógico pensar tratándose de una colección de secuencias de este tipo, la espera, el silencio, el tránsito que se contrapone a lo inmutable y el absurdo que surge de lo cotidiano son las cuestiones que refleja el documental. A eso hay que añadirle una variedad de paisajes que muestra principalmente la desigualdad social en el país americano, pues el viaje pasa por la ciudad, el suburbio y el campo. Si Araya ofrece así un extenso muestrario de Chile, es algo que no se explica. Tampoco se entiende muy bien la inserción, cada cierto tiempo, de una serie de planos detalle que no parecen muy relacionados con la premisa (por ejemplo, ¿por qué una ventanilla donde la gente lleva formularios?). Entre otras cuestiones, al cineasta le falta concretar sus temas, porque en El viaje espacial no funciona del todo la organización de sus imágenes. De hecho, el asunto de la inmigración es el único que aparece con claridad, resultando concretamente muy revelador para los espectadores españoles la de los haitianos, una crisis social y humanitaria que vive Chile, sobre todo después de las oleadas que siguieron al terremoto de 2010. El resto queda demasiado sujeto a la libre interpretación de los no chilenos.
Como se ha visto en ediciones previas del festival Márgenes Online, los conflictos armados en Colombia y las flaquezas del gobierno a la hora de gestionarlos parecen ser un tema recurrente en las cintas provenientes de la cinematografía de dicho país —Parábola del retorno, Pirotecnia, Doble yo—. En esta ocasión, el mediometraje documental Bicentenario expone, mediante imágenes de archivo, la toma del Palacio de Justicia de Bogotá en 1985 por parte de los guerrilleros del Movimiento 19 de Abril y la posterior y cruenta respuesta del gobierno, que entró con un tanque en el edificio y provocó una masacre que se saldó con un total de 98 muertos.
Más allá de una brillante, por lo alocada que resulta, sesión de espiritismo donde se trata de invocar al espíritu de Bolívar, que sucede en fuera de campo y de la que solo podemos escuchar la voz de la médium, el documental se pierde en lugares comunes sobre la construcción oficialista del relato, la pérdida de un impulso común o el maltrato a un pueblo perdido entre los discursos espurios sobre lo que significa ser colombiano y el sometimiento a intereses políticos que poco tienen que ver con salvaguardar los intereses comunitarios. Sin embargo, en última instancia cabe rescatar la idea general de la cinta, que consiste en preguntarse dónde se perdió —¿acaso alguna vez llegó a existir?— ese sentimiento de unión nacional que se proclama en las celebraciones y en las construcciones identitarias, habida cuenta del historial de desencuentro y violencia que ha marcado el pasado de Colombia.
En los últimos años hay cada vez más trabajos de fin de curso realizados por estudiantes de escuelas de cine españolas que salen de las aulas y llegan al público, porque participan en festivales o, directamente, entran en el circuito de la exhibición. Se trata sin duda de un fenómeno que habla muy bien tanto de la labor docente como de las nuevas generaciones que empiezan a reclamar su espacio. Los páramos, película con la que el granadino Jaime Puertas se ha graduado en la ESCAC, es un ejemplo que, asimismo, resalta la variedad de obras que están realizando los debutantes, pues en este caso destaca su abierta adscripción al experimentalismo.
Mezclando elementos etnográficos y mágicos, el director se aproxima a la comunidad gitana de Puebla de Don Fadrique, su pueblo natal, y sigue al personaje de una mujer que parece atrapada en un día a día que se desarrolla en un árido paisaje natural, aunque el humano lo es más aún. Por lo que se llega a entender vive en un letargo de índole casi primitiva, mientras que alrededor parece que se van a desatar acontecimientos que cambiarán la situación. El filme, rodado en celuloide y con una fotografía muy tristona, funciona así como oscuro catálogo poético que demuestra, por un lado la valía de Puertas como creador de imágenes y, por otro, el gran apego que tiene por David Lynch, Apichatpong Weerasethakul y Pedro Costa. Y poco más. En ese sentido, cabría decir que Los páramos merece un diez como examen de práctica cinematográfica (por ejemplo, sorprende gratamente que cada plano esté concebido de manera distinta al anterior), amén de resultar inmejorable como presentación en sociedad de un realizador muy prometedor, pero al final no desaparece la sensación de que, en puridad, las secuencias reunidas durante 50 minutos no terminan de formar lo que es una película en su simple sentido conceptual. En otras palabras, parece más el porfolio profesional de Puertas que su auténtica ópera prima.
El observatorio astronómico de la provincia de San Juan, en Argentina, es el escenario donde se ha filmado el documental El espacio interior. La cinta narra el día a día de tres hombres que llevan toda la vida trabajando en dichas instalaciones, y que prosiguen su actividad a pesar de que en realidad apenas queda nada que el ser humano tenga que hacer, ya que hoy en día el grueso de la observación astronómica ha ganado en rapidez y precisión gracias a la sistematización informática.
El espacio interior es otro ejemplo de documental observacional. El intervencionismo de Agustina Grillo y Pío Filgueira, los directores del filme, tiene más que ver con el público, a quien se dirige de manera explícita mediante una serie de títulos explicativos que aparecen en pantalla en determinados momentos del filme para dar contexto sobre aparatos, procedimientos técnicos o labores humanas. Separado en diferentes capítulos, que exponen la rutina de los trabajadores o reflexionan sobre lo relativo del tiempo, el documental llega a su fin sin apenas haber arrojado luz sobre ninguno de los temas abordados, que se tratan de manera dolorosamente superficial, como si se hubiera malinterpretado el modo observacional como una práctica que se limita a enseñar lo que sucede, sin separar el grano de la paja.
Aquí puedes ver hasta el 13 de diciembre las películas de Sección Oficial de Márgenes 2020