Espacio escénico para la tristeza

Santiago Alonso 


En Dunkerque, una película cuyo interés resultaba al final bastante moderado debido a que su aparatoso despliegue técnico se quedaba precisamente solo en eso, había, por el contrario, un valioso concepto de puesta en escena. Christopher Nolan procuraba establecer y dejar muy claras las referencias espaciales del «teatro de la batalla», que eran descomunales al tratarse de una fragmento kilométrico de costa, su correspondiente primera línea de playa y la inmensidad oceánica con la invisible promesa de salvación, las islas británicas, que se intuía al fondo. La organización de los espacios se guiaba por la idea del escape hacia delante, el punto de fuga de la pantalla, como representación de la única posibilidad de sobrevivir que les quedaba a las tropas aliadas —aunque en realidad Nolan parecía hablar sobre el presente, y el concepto de dejar atrás Europa hasta llegar a la segura Albión ofrecía una lectura pro-Brexit más que evidente, sobre todo como construcción visual servida en bandeja a un espectador del Reino Unido—.

Está claro que una cinta como Regreso a Hope Gap no tiene nada que ver, ni por tema ni por intención, con Dunkerque, pero los continuos planos de la costa del sur de Inglaterra que hay en ella, con sus imponentes acantilados y sus extensas playas, nos ayudan a pensar qué habría sido del largometraje de Nolan si no hubiera optado por la pirotecnia, sino por el teatro cinematográfico tamaño XXXL. Eso es justo lo que practica en una parte del metraje William Nicholson, guionista, dramaturgo y novelista que adapta una pieza escénica suya (The Retreat from Moscow) y plantea un trabajo guiado, desde el principio hasta el final, por el deseo de explorar el sugerente territorio expresivo de un cine impuro, es decir, aplicando en este caso las posibilidades que ofrece el cine para organizar un «montaje teatral» fuera de las tablas.

Al presentar este drama de triángulo doloroso (basado, además, en la historia real de sus padres), que forman una pareja que se divorcia después de muchísimos años juntos y su perplejo hijo veinteañero, el autor de Tierras de penumbra innova poco en su reflexión sobre las dificultades que tienen muchas personas de sacar adelante un matrimonio, mientras que es en su dirección mestiza entre el cine y el teatro donde ofrece los puntos más atractivos de la función. Por un lado, mueve a sus actores y juega con los vacíos dejados por el marido que se ha marchado (Bill Nighy) en dos o tres interiores, como son el salón-despacho o la cocina de la casa. Y, por otro lado, sale al exterior para llevar a los espectadores a lugares de dimensiones amplísimas, como el borde del acantilado que atrae a la turbada esposa (Annette Bening), o a que sobrevuelen la costa mediante planos generales aéreos. De esta manera, Nicholson ajusta los que el teórico Richard Schechner denomina «espacios teatrales encontrados al aire libre» a una suerte de «espacios encontrados cerrados» que, en realidad, fija conscientemente el director con los movimientos de cámara y los encuadres. Lo importante es que ciertas imágenes que parecen lienzos marítimos, o los trávelin desde el cielo a modo de transiciones entre secuencias, se trasforman en escenografía. Y dicha escenografía, a su vez, se empapa de las tristes emociones que destapa el relato: es fácil comprender (o quizás reconocer) el desasosiego que puede sentir una persona dolida a causa de una ruptura, propia o de seres queridos, si pasea por esos rincones y los contempla. El paisaje de la alegría y la serenidad pasadas, puede ser también el paisaje de una guerra emocional presente.



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