Una reequilibradora presencia infantil

Santiago Alonso


Según una parte de la crítica y un sector amplio del público italianos,  Ferzan Ozpetek vendría a ser el equivalente a Pedro Almodóvar en sus latitudes. Las concomitancias saltan a la vista, pues ambos han desarrollado sus filmografías guiándose por una exploración personal del melodrama como desprejuiciado modelo expresivo, a la vez que con ellas han contribuido decisivamente a la visibilidad de la homosexualidad en los cines de las muy católicas Italia y España. Pero, asimismo, las diferencias son bastante evidentes, empezando porque uno y otro, como cineastas, parten de raíces de índole diversa: en las primeras películas de Ozpetek, filmadas a finales de los noventa, estaba presente la cultura de su Turquía natal (Haman, el baño turco, El último harem); mientras que en Almodóvar las señas de identidad manifestaban una pulsión contracultural (Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón es de 1980). Y después, claro, se trataría de discernir qué han dado de sí los respectivos recorridos artísticos, y si Ozpetek también ha construido una inquieta mirada autoral en las historias que cuenta. Es casi imposible no plantearse esta pregunta desde el momento en que cabe entenderse La diosa Fortuna como una reformulación, muchos años después, del universo de El hada ignorante (2003), la tercera y quizás más célebre cinta de su director.

Desgraciadamente, eso sí, es muy complicado que un espectador español se haga una idea cabal de su carrera durante los últimos diez años, porque de las seis películas que ha rodado durante dicho periodo, solo ha llegado a nuestra cartelera Tengo algo que deciros (2010), que era, por otra parte, una decepcionante incursión en la comedia. Echando un vistazo a la década previa, nos encontrábamos con un narrador clásico cuyas inquietudes le animaban a emprender atractivas exploraciones temáticas a la hora de conjugar lo melodramático. Por ejemplo, poniendo sobre la mesa la memoria histórica y el pasado de la comunidad judía romana en La ventana de enfrente (2003), o atreviéndose a tomar prestada la rosselliniana Europa 51 cuando concibió Cuore sacro (2005). Y no hay que desdeñar la importancia, desde una perspectiva sociológica y cultural, de El hada ignorante en un país como Italia. Fue todo un acierto aperturista gracias al reflejo natural que se efectuaba, al compás del descubrimiento de «ese otro mundo» que vivía la protagonista interpretada por Margherita Buy, del colectivo LGTB. Visto casi veinte años después, el filme mantiene todavía su frescura.

En La diosa Fortuna Ozpetek vuelve a una azotea del quartiere Ostiense de Roma, donde sus personajes, vecinos pero sobre todo amigos, van y vienen para compartir almuerzos, diversiones, confidencias, alegrías y tristezas alrededor de una mesa llena de ricas viandas o durante una velada nocturna. La vivaz y sensible captación de la convivencia constituye otra vez un elemento definitorio, y también tenemos el relato de lo cotidiano que se desgrana en tonos emotivos, así como una mixtura de efectos amables y serios que, espoleada por el drama, conduce a la catarsis. En este caso, el protagonismo recae en la consolidada pareja que forman un traductor (Stefano Accorsi), a quien atenazan los remordimientos de no haber satisfecho sus inquietudes intelectuales, y un fontanero (un más que notable Eduardo Leo); y la trama comienza cuando una queridísima amiga (Jasmine Trinca) les pide a los dos hombres el favor de que cuiden a sus hijos durante el tiempo que ella esté hospitalizada… justo coincidiendo con una seria crisis, debida a la rutina y a problemas no resueltos, entre ellos.

¿Algún cambio, entonces? A La diosa Fortuna le faltan el desenfado y el toque popular que tenía El hada ignorante, en parte porque el componente marginal de los personajes ha desaparecido, y en parte por el evidente aburguesamiento que trasmite la imagen (el apartamento y las muy poco creíbles trazas con las que se pinta al fontanero parecen sacados de un telefilme típicamente europeo de sobremesa, aunque también habría que preguntarse si la pátina digital acentúa esa sensación). Parece que, definitivamente, Ozpetek se siente cómodo instalado en una modalidad narrativa estereotipada, lo que no quita que consiga momentos de buen y sincero cine sentimental. La novedad principal que presenta su último largometraje es la curiosa inclusión reequilibradora de la presencia infantil en medio de un tormentoso conflicto entre adultos. Y este planteamiento, lo mejor que ofrece la función (sin olvidar la escena en el ferry con el tema Luna diamante que canta Mina como poderoso fondo musical), da sus frutos cuando esta historia contemporánea se trasmuta en cuento, con bruja siniestra incluida, y se deja sentir la arcana influencia de la divinidad de la suerte y los destinos humanos.



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