Sobrevivir un segundo más en el infierno

Santiago Alonso 


Aunque la historia de la humanidad no ha sido precisamente parca en horrores, el trauma que la Primera Guerra Mundial causó en el subconsciente colectivo de casi toda la sociedad europea nunca ha terminado de disiparse. Hace pocos años, la mayoría de los estudios conmemorativos del centenario volvieron a certificar que la catástrofe desencadenada entre 1914 y 1918 fue de tal magnitud que las consecuencias —morales, políticas y económicas— que acarreó  explican gran parte de lo sucedido después, empezando, claro está, por el segundo y aún más devastador conflicto planetario que estalló más tarde. Solamente por eso, cualquier obra artística sin ánimo belicista que trate aquella desolación descomunal tiene el valor de ser un recordatorio y una advertencia siempre pertinentes. Siempre.

No han sido escasas las grandes películas que han tratado el tema. En una de las mejores (y de las más olvidadas), Hombres contra la guerra, de Francesco Rosi (1970), un personaje sostenía lo siguiente: «Cuando le ves la cara a guerra, no tienes ganas de hablar sobre ella». Ahora, Sam Mendes vuelve a esta con la rotunda 1917, una nueva inmersión en la muerte y la desolación de las trincheras, partiendo precisamente de las historias que le contaba su abuelo, un excombatiente que, según ha declarado el propio Mendes, nunca rememoró ante sus hijos las experiencias vividas en el frente, pero sí después ante sus nietos. Como si formara parte de una cadena de trasmisión necesaria, el director británico ha tenido ganas de contar, y para ello se ha decantado por la opción, que no es novedosa, de representar la experiencia directa mediante una inmersión audiovisual en la batalla. Pero ¿cabe en este caso hablar de combate, es decir, de experiencia directa del combate? He aquí la primera particularidad que define categóricamente la narración de Mendes: refleja, antes que otras circunstancias, unas vicisitudes de supervivencia pura y dura dentro del infierno bélico vividas por dos soldados británicos que tienen que salvar vidas de otros. La cinta transcurre en el Frente Occidental, al norte de Francia, y a los protagonistas (George Mackay y Dean-Charles Chapman) se les ha encomendado la desesperada misión de atravesar a contrarreloj la tierra de nadie, cruzar el frente enemigo, ya que los alemanes supuestamente han desalojado la zona, y trasmitir la orden de suspensión de una ofensiva prevista con el fin de evitar que miles de compatriotas caigan en una trampa con visos de acabar en una carnicería total.

La promoción previa al estreno ya nos había avisado a los espectadores de la proeza técnica desplegada en 1917. En efecto, Mendes ha rodado el conjunto —mano a mano con el director de fotografía Roger Deakins— a la manera de un único plano secuencia, fusionando con disimulo distintos fragmentos para dar sensación tanto de una ausencia de cortes como de un relato contado en estricto tiempo real. Ahora bien, lejos de resultar un alarde parejo al visto en Birdman (2014), la hiperactiva y a la postre vacua exhibición mostrada por Alejandro Iñárritu, la del realizador británico pretende dar una función real al recurso, buscarle un sentido. Y lo consigue con creces, desde el momento en que el peligro funesto al que se enfrenta la pareja protagonista tiene presencia sin interrupción. Al no existir corte alguno de un plano a otro la muerte no encuentra un rincón fílmico donde agazaparse para saltar por sorpresa sobre sus protagonistas, y la amenaza que entraña cobra un estado perpetuo que no abandona la pantalla ni un solo segundo. Su llegada siempre está ahí.

Además, el cineasta evita que puedan acusarlo de haberse abandonado al automatismo. Durante una secuencia concreta, interrumpe un momento su falso plano secuencia e impulsa el relato hacia un último tercio adrenalínico y alucinatorio, la parte en que la percepción temporal incluso se distorsiona, intensificándose aún más si cabe el pulso febril. Asimismo es fundamental recalcar cómo la decisión técnica, pese al continuo movimiento de cámara, invita particularmente a una observación detallada de la escena y su hórrido atrezo: alambradas, calaveras semienterradas en el fango, cuerpos putrefactos, objetos abandonados por los muertos, ratas que pululan, muros reducidos a cascotes, ruinas que apenas se tienen en pie…

No se ven banderas en la cinta ni hay discursos sobre la patria o la maldad de los enemigos. Tampoco una proyección torticera hacia el presente, como escondía Dunkerque (2017) con sus emociones pro-Brexit a flor de piel. Lo mejor de 1917 es la evidencia de que no hay glorificación posible de la guerra, de ninguna guerra, un mensaje cuya máxima expresión se alcanza con la escena de la heroica y desesperada carrera de un personaje que discurre en paralelo a la línea de trincheras, mientras se cruza otros los soldados justo cuando se lanzan a la muerte. Sin duda el momento es épico, aunque no porque haya ardor guerrero.



 

1917

Dirección: Sam Mendes.

Intérpretes: George MacKay, Dean-Charles Chapman, Richard Madden.

Género: bélico. Reino Unido, 2019.

Duración: 119 minutos.

 


 

2 Comentarios »

  1. Salimos de ver la película y le comento a Ana que me ha defraudado un tanto, que la trama es inverosímil (¿cómo va a haber un río con rápidos y cascadas en un país llano como la palma de la mano?, ¿cómo les va a caer justamente encima un avión derribado con lo grande que es el campo francés?, etc) y mi mujer asiente no muy convencida hasta que me hace la pregunta clave: «¿Sabes a qué me ha recordado?» Debe de ser transmisión telepática porque inmediatamente caigo en la respuesta: a un videojuego. La película de Mendes, como vio mi mujer desde el principio, es idéntica a un videojuego en su trama, en su estética y en el punto de vista desde el que está rodada: todo el alarde de plano-secuencia único o casi no tiene otra finalidad que filmar desde «dentro» de los protagonistas, exactamente igual que en los videojuegos de guerra en los que hay que apuntar y disparar como si estuvieras en medio de la refriega o «te matan» y la pantalla cierra a negro. Puesto que en estas grandes producciones todo está medido, especialmente el presupuesto y los beneficios esperados, tengo que concluir que se trata de captar a esa parte creciente de la clientela potencial que cada vez tiene menos interés en el cine y más en pegar tiros o huir de la policía «personalmente» al mando de su teclado. Para que el poco público tradicional que va quedando mantenga el interés, se publicita a todo volumen lo del plano-secuencia y, contando con que la película se va a vender muy bien, se les pagan a precio de oro unos cameos a unas cuantas estrellas británicas de relumbrón que apenas si intervienen un par de minutos (Firth, Strong, Cumberbatch y algún otro menos conocido).

    ¡Ah, que casi me olvido!: como en los videojuegos, el argumento es más bien flojito y la trama, inverosímil, como le decía yo a mi mujer. Si alguien quiere ver una buena película sobre el asunto, que vea «Senderos de gloria», que también había trincheras, ratas, sacos terreros, heroísmo y militares cínicos y despiadados, pero estaba dirigida a un público adulto (no se confunda con el cine X) y no al usuario enviciado en los videojuegos.

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  2. Explicada por el crítico parece una maravilla. Desde el punto de vista de un ciudadano corriente es aburrida. Sin dudar ni un momento de los logros técnicos de Mendes, ya que el plano secuencia durante toda la película es muy meritorio y deja en pura anécdota al de Orson Welles en Sed de Mal, la ambientación y los efectos especiales son abrumadores y, a veces, excesivos, pero el guión es prácticamente inexistente, la historia resulta tediosa y los 110 minutos de la película se hacen eternos.

    Considero que el primer mandamiento de todo aquel que se presenta ante el público es «NO ABURRIR» y Mendes no lo cumple. Tal vez debería charlar de eso con Tarantino que le podría orientar.

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