El coliseo digital

Daniel Pérez Pamies


No es ninguna sorpresa que, tras reventar las taquillas con Avatar (2009) y habiéndose volcado en la producción de sus cuatro secuelas, James Cameron siga felizmente la senda de la espectacularización tecnológica que ha caracterizado toda su filmografía. Bien visto, resulta incluso lógico que el creador del legendario Terminator, fuera a rebuscar directamente entre los cíborg del imaginario animado nipón, y se interesara por la obra gráfica de Yukito Kishiro, GUNNM, heredera inmediata del Ghost in the shell de Masamune Shirow.

Con un guion coescrito junto a Laeta Kalogridis (Terminator: Génesis, 2015) y Robert Rodríguez (El mariachi, 1992; Abierto hasta el amanecer, 1996; o Machete, 2010), Cameron decidió ceder a este último la dirección de Alita: Ángel de combate. Rodríguez, entre otras muchas cosas, ya había experimentado con la tecnología 3D —e incluso 4D, con el “aromascope” basado en el uso de perfumes— en su saga Spy Kids (2001-2011) pero, sobre todo, había destacado en la adaptación de las viñetas al cine con su díptico Sin City (2005 y 2014). Si a esto le sumamos su coqueteo con las amputaciones en Planet Terror (2007), y su peculiar sentido del humor (prácticamente vertebrador de toda su carrera), nos encontramos con el realizador idóneo para lidiar con la mezcla entre acción descarnada y entretenimiento familiar. Sin embargo, con lo que no había lidiado nunca Rodríguez era con un presupuesto tan desorbitado: unos 200 millones de dólares; una cantidad tan elevada como para soterrar cualquier creatividad cinematográfica. Para sorpresa de muy pocos, si de algo se resiente Alita es precisamente de una voz auténtica, relegada a un par de momentos que oscilan entre la comedia y el sublime ridículo. Como una cebolla, la complejidad narrativa del manga de Kishiro va perdiendo capas a favor de una historia sintética, doblegada por completo al espectáculo.

Según informaban los responsables de Fox justo antes de la proyección, había sido petición expresa de los productores de Alita: Ángel de combate, James Cameron y Jon Landau, que los pases de prensa tuvieran lugar en salas con un sistema de sonido Dolby Atmos y, preferiblemente, en 3D. Un órdago visual a favor de la experiencia en multisalas.

Entre toda la pirotecnia audiovisual de Alita hay un elemento que destaca sobre todos y merece una especial atención: los ojos de la protagonista. El retoque digital en la imagen de la actriz Rosa Salazar da forma a unos ojos desproporcionados y, por extensión, ofrece la posibilidad de repensar la película a partir de la cuestión de la mirada. Escribía Christian Checa en No Trespassing a propósito de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) que «toda insistencia del ojo señala, de hecho, una decadencia», y que «el cine no es solo un arte de la mirada sino también, sobre todo desde mediados del siglo XX, de la decadencia de la mirada, de la mirada imperfecta, dividida, confusa, inquisitiva». ¿Qué decir entonces de la inmensa mirada digital de Alita? ¿Qué pensar sobre esos ojos desproporcionados?

Alita es una película hipertrófica. La hipertrofia de los ojos de Alita pone en evidencia el exacerbado desarrollo de lo visual. Sus ojos aparecen desbordantes, inmensos, como cuando uno abre los párpados al máximo, tratando inútilmente de asumir el máximo de realidad que le rodea. Y la señal del deterioro absoluto de la mirada no es otra que su definitiva sustitución por una prótesis digital. Quizá no deja de resultar sorprendente el hecho de que, como apunta Checa, «cuanta más capacidad de visión, menos se mira. Cuanta más tecnología para ver, menos atención se presta al mirar mismo». Y ahí, en ese estado catatónico, el espectador queda deslumbrado. Por eso Alita no puede pensarse fuera de una sala de cine o, más bien, desligada de la experiencia cinematográfica, porque todo se vive en un presente inmediato. En el fondo, se trata de la historia de siempre: lo que en Avatar se señaló hasta la saciedad como una versión espacial de Pocahontas se convierte en Alita en una revisión cyberpunk del cuento de Blancanieves. Un esqueleto aparentemente raquítico que sostiene un armazón digital de lujo. Tal vez esa es una de las razones por las que Avatar es la película más taquillera de la historia, pero su comunidad fan nunca llegó a asentarse. De nuevo, la montaña rusa. El simulacro del coliseo romano en tiempos del digital. El tren que se nos viene encima. La sublimación del cine de barracas. Los ojos bien abiertos, porque hay mucho que ver pero muy poco que mirar.



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