Sobre la ambulancia como arma homicida
Miguel Martorell Linares Un grupo de militares penetra en una estación alemana, aún en ruinas, recién acabada la guerra. Llega un tren de carga. La oficial al mando ordena abrir […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
Miguel Martorell Linares Un grupo de militares penetra en una estación alemana, aún en ruinas, recién acabada la guerra. Llega un tren de carga. La oficial al mando ordena abrir […]
Un grupo de militares penetra en una estación alemana, aún en ruinas, recién acabada la guerra. Llega un tren de carga. La oficial al mando ordena abrir la puerta de un vagón y alumbra su interior con una linterna. El suelo está atestado de niños, dormidos, arracimados unos sobre otros; niños que, sobresaltados por el haz de luz, despiertan y tiemblan asustados. A la orden de un soldado comienzan a bajar del vagón. Visten harapos. Algunos están heridos; todos, cansados. Sus miradas oscilan desde el miedo y la alerta hasta el más absoluto vacío. Mientras descienden, una voz en off cuenta que fueron arrojados de sus hogares por la guerra y anduvieron vagando lejos de sus familias. Al tiempo, la cámara se aproxima a uno de ellos y muestra el uniforme a rayas, azules o grises, propio de los campos de concentración. Y en ese momento uno piensa que quizás el mismo tren de ganado que los ha traído a Berlín sea el que los llevó a Auschwitz, o a Mauthausen, o a Buchenwald.
Así es como empieza Los ángeles perdidos (The Search), la película que Fred Zinnemann rodó en 1948 sobre las cenizas de Alemania, y que aborda el problema de los niños desarraigados durante la Segunda Mundial; niños sin familia, ni hogar, que vagaban por la ruinas de Europa. En aquel año Zinnemann llevaba casi dos décadas en América, pero había nacido en 1907 en el seno de una familia judía de la ciudad de Rzeszów, entonces ubicada en el confín oriental del Imperio austrohúngaro y hoy en Polonia. Comenzó su carrera cinematográfica como ayudante de cámara en Alemania, en 1927, y en 1930 fue uno de los creadores, junto con Billy Wilder, Edgar G. Ulmer y los hermanos Curt y Robert Siodmak, de Los hombres del domingo, película de realización coral que mezclaba el documental y la ficción y que constituiría el canto del cisne del cine mudo alemán. Quizás porque, precisamente, la industria cinematográfica norteamericana supo afrontar mejor que la alemana el salto del mudo al sonoro, Zinnemann partió aquel mismo año hacia Estados Unidos, donde aprendería el oficio como ayudante de dirección de Berthold Viertel, director centroeuropeo de teatro y cine, afincado allí desde finales de los años veinte.
Como otros realizadores europeos emigrados o refugiados en América durante los años treinta, Zinnemann contendió con el nazismo a golpe de celuloide. Su primera película militante fue Ojos en la noche, de 1942, un thriller de serie B protagonizado por Edward Arnold, en el que un detective, al investigar un crimen, desmantela un complot nacionalsocialista. Más comprometida fue La séptima cruz, de 1943, canto a la resistencia y lúcido retrato del auge y consolidación del nacionalsocialismo en la sociedad alemana, singularmente entre las clases populares. Basada en la novela del mismo título de Anna Seghers, publicada el año anterior, cuenta cómo siete prisioneros escapan de un campo de concentración, cuyo comandante ordena elevar siete cruces para ejecutarlos cuando sean detenidos, un martirio que equipara a los resistentes contra el nazismo con los primitivos cristianos. La película sigue la fuga de cada uno de ellos y la posterior captura de seis. El séptimo, encarnado por Spencer Tracy, logra huir y su cruz, vacía, se transforma en un símbolo antifascista.
Zinnemann no solo denunció el nazismo: también reflexionó sobre las secuelas que dejó en la sociedad de posguerra. En 1949 rodó Act of Violence, una historia acerca de la venganza, la culpa y la impostura, que constituye una dura reflexión sobre los distintos efectos de la violencia en el comportamiento humano. Un norteamericano liberado de un campo de concentración alemán —Robert Ryan — regresa a su país dispuesto a matar al traidor —Van Heflin — que a cambio de una mayor ración de comida los delató a él y a otros compañeros cuando iban a escapar: todos fueron asesinados como represalia y solo él sobrevivió, pero lisiado. El traidor, convertido en feliz hombre de familia, se ha labrado en su ciudad una reputación de héroe de guerra; el vengador, que lo ha perdido todo, desmantelará la patraña. Es una película dura y amarga, sin concesiones, muy oportuna porque se estrenó mientras un número creciente de nazis y colaboracionistas se estaban travistiendo en honrados ciudadanos de pro y porque alertó sobre los efectos demoledores de la delación cuando el Comité de Actividades Antiamericanas comenzaba su caza de brujas. Zinnemann siempre consideró que esta era una de sus mejores creaciones, injustamente postergada.
Antes de embarcarse en Act of Violence, había filmado Los ángeles perdidos. Es una película valiente, que trata sobre la barbarie nazi cuando comenzaba a ser un tema tabú en el cine norteamericano. A comenzar la Guerra Fría, Alemania pasó a ser un aliado frente al nuevo enemigo -la Unión Soviética- y no convenía remover un pasado incómodo. Además, los nuevos tiempos alentaron una reacción nacionalista y ultraconservadora en Estados Unidos. El mito de la conspiración judía para dominar el país, bien arraigado en la derecha radical, apareció ahora vinculado al peligro comunista como pudo comprobarse en las primeras sesiones del Comité de Actividades Antiamericanas tras la guerra. Al ver lo que se les venía encima, los estudios se asustaron y —como venían haciendo casi desde el inicio de la industria- aplicaron la autocensura. Prácticamente desapareció de la pantalla cualquier referencia a los judíos. Incluido el Holocausto.
Los ángeles perdidos pudo escabullirse de la malla censora porque en realidad no es una película de estudio. De hecho, ni siquiera es realmente una película norteamericana. La Metro-Goldwyn-Mayer la distribuyó, pero la producción corrió a cargo de la compañía suiza Praesens-Film. Su presidente, Lazar Wechsler, era un cineasta singular, un polaco nacionalizado suizo que contribuyó a construir la industria cinematográfica nacional helvética, y al tiempo promovía películas con un claro compromiso político y social. Es el productor, por ejemplo, de obras tan especiales como Kuhle Wampe oder: Wem gehört die Welt? (Slatan Dudow, 1932), film marxista sobre las consecuencias de la Gran Depresión en Alemania, y uno de los pocos proyectos en los que Bertold Brecht se implicó personalmente como guionista. O de la singular El Cebo (Ladislao Vajda, 1958), con guion de Friedrich Dürrenmatt, basado en uno de sus propios relatos.
Zinnemann llevaba un tiempo dando vueltas con el guionista Peter Viertel —hijo de Bertold Viertel — a la posibilidad de rodar una película sobre el drama de los niños en la Europa de posguerra. Por su parte, Wechsler quería un film sobre los refugiados en Europa, un tema sobre el que había producido otras dos películas: Marie Louise (1944), la primera cinta de producción extranjera que ganó un óscar (al mejor guion original), y Die letzte Chance (1945). Tras ver La séptima cruz, Wechsler pensó en Zinnemann, ambos proyectos convergieron y el director cruzó el Atlántico. Los interiores de Los ángeles perdidos se rodaron en Zúrich y los exteriores en la zona norteamericana de la Alemania ocupada: en Múnich, Núremberg y Frankfurt. Wechsler proporcionó el equipo artístico y técnico: el director de fotografía Emil Berna, el músico Robert Blum o el guionista Richard Schweizer, que ya habían trabajado en sus dos producciones previas sobre refugiados.
La película contó también con la financiación y el respaldo inestimable de la Organización Internacional para los Refugiados (IRO, predecesora de la actual ACNUR), de las Naciones Unidas, que abrió al equipo sus instalaciones en Alemania y permitió entrevistar a los expatriados internados en sus instalaciones: «Gran parte del argumento del film procede de lo que nos contó la gente que vivía este problema», explicaría Zinnemann años después en una entrevista. La implicación de la IRO confiere a buena parte del film un verismo semidocumental; al fin y al cabo, la institución deseaba divulgar el trabajo que estaba realizando en Europa. Muchos de los niños que participaron en la película eran internos reales, acogidos en sus albergues. Y las historias que cada uno cuenta en su idioma ante la pantalla son sus propias historias o las de otros niños que vivieron experiencias similares. El caso del checo Iván Jandl, el chico protagonista, es paradigmático. Al margen de su fotogenia, de su lánguida mirada y de su experiencia cinematográfica —había rodado antes dos películas — fue elegido porque conocía el alemán. Pero cuando empezó el rodaje no pudo hablar ni comprender un idioma que asociaba a la ocupación, y fue preciso recurrir a un intérprete. Sufrió un bloqueo psicológico, al igual que el niño al que interpreta, incapaz de articular una sola palabra.
El aire que impregna Los ángeles perdidos no solo es europeo porque se rodara en Europa y el equipo procediera de este lado del Atlántico. Estilísticamente es una película que entronca no solo con la estética neorrealista, sino también con su ética, al utilizar en parte de su metraje a actores no profesionales que estaban viviendo o reviviendo sus propias experiencias. Por otra parte, participa de los problemas que obsesionaban a los cineastas europeos de la época. Baste recordar, por ejemplo, que en el mismo año de 1948 se estrenan otras dos grandes cintas sobre niños errantes. En Hungría, Géza von Radványi filmó en tono poético Valahol Európában, historia de un grupo de huérfanos que vagan por el país sin rumbo en busca de comida y refugio, y lo encuentran en las ruinas de un castillo ocupado por un vagabundo —antiguo pianista de élite, otro desecho de la contienda — que los acoge y arropa. También es el año en que Rossellini rodó Alemania año cero, cruda y magnífica obra maestra protagonizada por un niño hundido en las ruinas de Berlín.
Los ángeles perdidos no es tan amarga como Alemania año cero, que no deja abierto ningún resquicio abierto a la esperanza. La película de Zinnemann cuenta dos historias: la general de los niños traumatizados por la guerra y la particular de uno de ellos que encuentra la protección de un soldado americano —Montgomery Clift, en su primera aparición en la pantalla — y logrará reunirse con su madre, que también ha sobrevivido a un campo de concentración. Pero que su final permita un respiro no significa que sea una película blanda ni complaciente, como han afirmado algunos críticos. Zinnemann impregna al espectador del miedo que sienten los niños: miedo a moverse, miedo a comer, miedo a reír o a jugar, miedo a hablar, miedo a la autoridad. Un miedo tan básico y primario que algunos renunciarán a su identidad para salvar la vida, como el chico judío que adopta el nombre de un niño cristiano muerto y luego es incapaz de recordar el suyo verdadero. Un miedo tan visceral que otros prefieren morir a caer en manos de un soldado; de cualquier soldado, vista el uniforme que vista. Y a través de su miedo, Zinnemann consigue que logremos atisbar parte del infierno que han debido atravesar.
La escena más brutal tiene lugar cuando los oficiales de la IRO deciden trasladar a los niños desde un centro inicial de acogida a una residencia permanente. El transporte se hace en una ambulancia. Nada más ver la cruz roja, algunos intentan escapar: «A gas truck!», grita uno. Pero los soldados consiguen convencerles de que entren y empieza el viaje a través de los escombros de una ciudad —de una Europa — en ruinas. En el interior, los chiquillos viajan asustados: una sucesión de primeros planos revela su miedo, su inquietud; algunos lloran resignados, en silencio. El vehículo es una tartana: el motor renquea y va dejando a su paso una espesa estela negra. Zinnemann, en un alarde de montaje, intercala sus rostros con el tubo de escape. Uno de los chicos advierte el humo. Comienza a chillar y estalla el pánico. En mil idiomas. La desesperación se extiende. Golpean la puerta. Intentan salir como pueden. Rompen un cristal. Consiguen abrir y escapan. Uno morirá en la huida porque la guerra no ha terminado aún para estos chicos. Quizás el espectador que vea la película hoy en día no sepa que los nazis gaseaban a niños, enfermos y ancianos en ambulancias, conectando el tubo de escape a la parte posterior. Zinnemann sí lo sabía. Aquellos niños, también.
Gracias Miguel por tan interesante y exhaustivo recorrido por la temática cinematográfica de los niños errantes en el período de la Segunda Guerra Mundial. Que los nazis utilizaran las ambulancias como espacios de muerte me parece de una crueldad mefistofélica y oximoroneica (me acabo de inventar creo un adjetivo). Mil gracias por compartir estas películas con los demás. ¿Te has dado cuenta que en tu críticas casi siempre aparece el imperio austro húngaro? Ay, Berlanga, Berlanga.
Un abrazo
Pepa
Me gustaMe gusta