Un cine para la memoria Jesús Cuéllar Al cineasta colombiano Luis Ospina, Premio Especial del último Festival Márgenes, le ha correspondido, por propia voluntad y por su condición de superviviente, […]
Al cineasta colombiano Luis Ospina, Premio Especial del último Festival Márgenes, le ha correspondido, por propia voluntad y por su condición de superviviente, dar fe de la ajetreada trayectoria del llamado Grupo de Cali, que en los años 70 y 80, y de la mano de autores como Carlos Mayolo, Andrés Caicedo y el propio Ospina, revitalizó y reinventó el cine de Colombia. De rebote, ese Caliwood meridional aportó al cine latinoamericano frescura, descaro y una honda capacidad crítica, nada ajena a los cuestionamientos intelectuales y formales propuestos desde finales de los 60.
Las drogas, las diferencias ideológicas, la anunciada pero siempre inesperada visita de la muerte y, en suma, el vertiginoso transcurso de la vida, cobraron su peaje a todos estos pioneros cuyo retrato perfila Luis Ospina con cariñoso escalpelo en su último documental, Todo comenzó por el fin (2015), y en otras obras como Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos (1986) o La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (2003).
Sin embargo, sería injusto confinar la influyente y poderosa filmografía de Ospina en el ámbito de la pura y simple crónica, porque sus documentales y sus escasas películas de ficción (los largos Pura sangre, de 1982, y Soplo de vida, de 1994) forman un corpus variado y multiforme que, empapado de memoria, ha sido reconocido no sólo por la crítica cinematográfica sino por instituciones artísticas como la Tate Gallery londinense o la Dokumenta de Kassel.
Quería empezar hablando de la experiencia cinematográfica y visual, de lo que ha sido para usted e incluso para gente de mi generación. Habla usted mucho de los cine-clubs, de los cines de Cali a los que iba de pequeño con su hermano. ¿Cree usted que el hecho de que haya cambiado tanto el acceso a la imagen y al cine va a influir o está influyendo en cómo hacen cine las nuevas generaciones?
Desde luego que sí; yo pertenezco a esa generación para la que el cine era una de las actividades más importantes, era parte de la vida. Desde muy niño yo comencé a ver cine; no solo porque nos llevaban a ver cine, sino porque en mi casa mi padre nos mostraba películas y él mismo filmaba películas familiares… y por eso he podido usar fragmentos de esas películas en Todo comenzó por el fin. Y el cine ha cambiado muchísimo, primero porque ya no es una experiencia colectiva y ya no es una parte tan importante de la vida, como lo fue cuando uno creció en los años 50s, 60s, incluso parte de los 70s. El cine antes tenía más ese carácter de ritual y de algo más sacro, por así decirlo; las salas de cine eran como unos templos, cada una tenía su arquitectura, su personalidad, incluso algunas salas se especializaban en ciertos estudios: uno veía las de Twentieth Century-Fox en una sala, las de la Warner en otra. Entonces, ahora ver cine es igual verlo en Singapur que verlo en Bogotá, o que verlo en Madrid, en un cine multiplex, que no tiene ninguna personalidad, ya no hay el ritual de la pantalla que se abre.
Entonces ¿eso influye en cómo hacen cine los jóvenes cineastas? ¿En cómo la gente joven se acerca a la imagen, al cine?
Yo creo que sí, porque es que hay una proliferación de imágenes ahora, más que nunca. Sólo hay que pensar, por ejemplo, que en la Edad Media la gente sólo veía imágenes de la Biblia y en la iglesia; no había más imágenes. Y ahora todo es imagen: teléfonos, ordenadores, selfies… Todo el mundo tiene un teléfono y puede filmar con él y tomar fotos. Lo que no les alcanza es la vida para ver esas imágenes [risas]. Y nunca se ven impresas, se las pasan así [hace el gesto de pasar fotos en el móvil] y todo el mundo se cree director de cine también. Bueno, pero yo siempre he dicho que todo el mundo es director de cine, hasta que prueba lo contrario [risas].
Respecto al selfie le voy a leer una frase que ha dicho el fotógrafo Joan Fontcuberta: «En los selfies más comunes la voluntad lúdica y autoexploratoria prevalece sobre la memoria», que es tan importante en su cine y «básicamente lo que pedimos a las fotos es que se puedan compartir». «Cree usted cree que ya se ha perdido realmente esa idea de memoria en la imagen, que es todo mucho más efímero?
Pues se pierde una cosa que es la fijación de la imagen, porque una vez que se pasó de lo análogo a lo numérico, a lo digital, ya no estamos hablando de imágenes, sino de una serie de unos y ceros… Ya no hay una imagen, no hay un fotograma, ya no hay una luz que pasa a través de un soporte, como el soporte foto-químico que había. Entonces, ese carácter digamos de memoria, de momificación —como lo entendía André Bazin— pues ya no es tan cierto y ya las imágenes no se imprimen. O sea, antes la gente tenía un álbum de fotos, ahora tiene un teléfono y las borran, las cambian, las descolorizan, las mandan por Instagram… Y pues también hay un gran narcisismo ahora con la imagen, ¿no? Se usa como un espejo.
¿Usted cree que no estaba antes ese narcisismo en la imagen?
No tanto… Máximo uno se tomaba, si uno tenía una cámara, una foto en un espejo y salía uno… Y ahora tienen estos palos y estas extensiones maclujanianas [risas].
Pero, en alguien como Jonas Mekas, que se está filmando todo el rato a sí mismo, ¿no hay algo también ahí de ese narcisismo contemporáneo, o es otro enfoque?
Bueno, digamos que Jonas Mekas fue el prototipo o de los pioneros en el cine-diario, por decirlo así. Él se adelantó a lo que se comenzó a hacer en los años 80s, a partir de las cámaras livianas digitales y de vídeo, esas cámaras tan pequeñas, ¿no? El cine se volvió muy personal.
Luis Ospina en Nueva York / Juan Cristóbal Cobo
Usted ha dicho que en su cine hay tres elementos principales: la ciudad, la memoria y la muerte. Pero también hay una tensión muy marcada entre la cultura exterior, anglosajona, el cine americano, el cine europeo, el rock and roll; y lo que es una cultura digamos colombiana. O sea, entre una alta cultura cinematográfica y una cultura popular netamente colombiana.
En mí hubo una gran influencia anglosajona, ya que yo estudié desde kínder en un colegio norteamericano en Cali; y posteriormente hice los estudios en Los Ángeles, en la Universidad del Sur de California, lo que es la USC, y en la Universidad de California Los Ángeles, la UCLA. Además, tuve una educación anglosajona en el cine, porque el cine que yo veía de niño era el cine básicamente norteamericano; yo sólo comencé a ver cine europeo ya entrado en la adolescencia. Pero mi formación cinematográfica fue ese gran cine clásico norteamericano, que además fue muy bueno hasta que llegó La Guerra de las Galaxias y Tiburón y acabaron con todo [risas]. Sí, porque yo llegué de este cine clásico, espléndido de Hollywood, Douglas Sirk, Hitchcock… Bueno, todos esos nombres de la Fox y de Warner… Hasta este momento de transición que fue cuando ya entró Scorsese, Brian De Palma y otras generaciones, que es como la generación de cineastas que son producto de la cinefilia y de las escuelas de cine. Los grandes directores de cine nunca fueron a la escuela de cine… ni lo necesitaron.
Usted habla de todos estos grandes mitos del cine americano, pero no quería hacer ese tipo de cine cuando volvió a Cali.
No, fíjate, pues yo estudié en Los Ángeles, en Hollywood, yo nunca quise quedarme en Hollywood, porque las posibilidades de llegar a algo en Hollywood eran remotas para un extranjero. Siempre tuve esa consciencia de que donde yo quería hacer cine era en Colombia, precisamente porque estaba todo por hacerse. Cuando yo estudié cine prácticamente no se hacían largometrajes en Colombia; si se hacía uno o dos al año era mucho. No había la Ley de Cine ni había fondos de cine; se comenzaba de cero y eso era emocionante. De alguna forma le tocaba a uno ser pionero. En Cali fuimos pioneros del cine mudo, porque allá se hizo la primera película muda, que fue María, un largometraje hecho precisamente por un español, Máximo Calvo. Se hizo la primera película sonora, que también la hizo Máximo Calvo, que se llamaba Flores del Valle. Se hizo la primera película en color, que fue La Gran Obsesión, de Guillermo Ribón Alba, en 1955. Pero después el cine desapareció en Cali. Entonces, mi ciudad, Cali, es una ciudad donde el cine desapareció en el año 55 más o menos, y sólo comenzó a surgir a finales de los años 60 cuando mi compañero Carlos Mayolo y otras personas comenzamos a hacer ciertos cortos. Y realmente el grupo de Cali comienza como en el año 71, porque en ese año se dio una conjunción de eventos. Primero, Andrés Caicedo fundó el Cine Club de Cali; Mayolo y yo hicimos la película Oiga vea; Mayolo y Andrés Caicedo hicieron Angelita y Miguel Ángel, que nunca se llegó a terminar; y se fundó también una especie de Centro Cultural o comuna medio hippie que se llamó Ciudad Solar. Y también hubo el evento de los Juegos Panamericanos, que cambió la ciudad. Y entonces era como iniciar de nuevo una memoria audiovisual de la ciudad y de reflejar los cambios. Y esa no sólo era una preocupación de nosotros los cineastas, sino también de artistas plásticos como Óscar Muñoz o Éver Astudillo; de fotógrafos como Fernell Franco; que todos éramos también amigos en esa época. Porque es más fácil que aparezca un grupo interdisciplinario en una ciudad de provincia, que en una gran ciudad; porque nos veíamos todos los días, íbamos al Café de los Turcos, estábamos en la rumba, en la droga [risas], en todas esas cosas que nos unían. Estábamos juntos todo el tiempo, era un espíritu de grupo y de hermandad. La película pues es digamos un elogio a la amistad y a la sensibilidad, y a la fiesta también.
Todo comenzó por el fin me ha parecido una especie de compendio de su obra documental y un homenaje a toda esa gente de la que usted está hablando. Una especie de exorcismo. En cierto modo me recuerda a El desencanto, de Jaime Chávarri, por su carácter confesional. Pero una cosa que me ha llamado la atención es que usted no se confiesa directamente, sino a través de toda la gente a la que retrata. Habla de su enfermedad al principio y al final de la película, pero parece que se parapeta detrás de toda la gente a la que rinde homenaje, de Mayolo, de Caicedo y demás. ¿Es deliberado?
Sí, ha sido una cosa deliberada porque yo siento que en la mayoría de las películas que yo he hecho hay un carácter autobiográfico muy fuerte, pero a través de personas interpuestas; cuando yo encuentro almas gemelas, ¿no? Por ejemplo, hice una película sobre Andrés Caicedo, hice una película sobre Fernando Vallejo, hice una película sobre el pintor Lorenzo Jaramillo, donde yo encontraba personas que tenían ciertas cosas en común conmigo y … que podía ver a través de los ojos de ellos, tenían una mirada parecida a la mía. Y, bueno, comencé a aparecer poco a poco muy tímidamente en mis películas. Pero ya en esta me vi en la obligación de adquirir más protagonismo por la circunstancia muy particular que me enfermé el primer día de rodaje de la película, lo que hizo que la película cambiara muchísimo. La película debía ser más expositiva, sobre este grupo de los años 70s y 80s, sobre esas dos décadas; pero ya al enfermarme de una enfermedad pues muy grave, me vi en la obligación de también mostrar mi presente y de mirar para atrás. Primero comencé a hacer una película de un sobreviviente y terminé haciendo la película de un moribundo. Eso hizo que también se ampliara y he entregado una película casi testamento, porque yo no sabía si iba a sobrevivir.
Agarrando pueblo
Quisiera que habláramos del concepto de «pornomiseria». ¿Cree usted que se sigue filmando la pobreza desde ese punto de vista paternalista que usted y Mayolo denunciaban en su famoso corto de los años 70 Agarrando pueblo?
Yo creo que sí y por eso esa película se sigue dando todavía. Cada semana en alguna parte del mundo la están exhibiendo, porque ese es un tema que sigue siendo vigente y es extendible a otras manifestaciones artísticas, las artes plásticas, también se ve en la reportería de guerra.
Parece que incluso la gente que tiene buena intención y quiere denunciar las tragedias para que se combatan sus causas acaba adoptando un tono muy paternalista, sin mostrar que esa gente es capaz de hacer otras muchas cosas, aparte de sufrir. Aparecen como seres muy pasivos.
Sí y bueno, yo viniendo de Colombia… Colombia es un país que genera muchas noticias y muchas tragedias. Es un país que desde que yo nací ha vivido una guerra civil, de una forma o de otra. Es una guerra que se ha ido transformando de una guerra bipartidista, que comenzó en el año 48, que ya venía en una larga tradición de guerras y guerras y guerras; después en los 60s se volvió una guerra de carácter marxista, o sea, las guerrillas liberales se volvieron marxistas, entonces se transformó pues en esa lucha armada. Esa lucha armada degeneró en una narco-guerrilla, mencionando lo de la droga y eso generó la ida de muchas cabezas… y toda clase de horrores, la inseguridad, robo de órganos incluso; asesinatos políticos todos los que tú quieras, incluido en un año que mataron a tres candidatos presidenciales. Entonces somos un país que genera muchas noticias y por eso siempre está en la mira de los reporteros y de la prensa; y a veces se vuelve muy superficial el tratamiento que se le da a estos grandes temas. Ya pues Pablo Escobar es una franquicia, ¿no?
Por eso le quería preguntar…
Se ha llegado a deformar tanto que ahora Pablo Escobar lo interpreta Javier Bardem hablando en inglés. O el de la serie Narcos, que yo no la he visto, pero sé que el actor es un famoso actor brasileño. Y en Colombia ha habido teleseries también.
Sí, El Patrón del Mal.
Yo a cada país que voy me preguntan por Narcos, El Patrón del mal, todas estas cosas. Antes le preguntaban a uno que si tenía perico; ahora no, ahora que si ve la otra droga, que es la televisión, las series de televisión. (risas)
En su cine, que ha sido en gran medida documental, me da la sensación de que toda esta situación de violencia, de tensión extrema que vive Colombia, sin dejarse a un lado, es más un telón de fondo. La guerrilla, el narco, el tráfico de órganos aparecen y desaparecen en sus películas, pero sin ocupar el primer plano.
No, digamos, hasta mis películas de ficción tienen una base en lo real. Pura Sangre es una película de vampiros, pero es una lectura política del género de los vampiros; así como La Noche de los Muertos Vivientes, de George Romero es una obra política, que se hizo en un momento muy importante y basada en cosas reales: el problema racial, la guerra de Vietnam, todo eso. Ese era un interés que teníamos nosotros en nuestro grupo, que además éramos apasionados de la serie B, no solo del gran cine europeo y del gran cine norteamericano. Y en Colombia casi no se había tratado de hacer cine de género; y cine de género –digamos- con un giro, una vuelta de tuerca, como de darle una lectura política, basándola en hechos reales, en metáforas del poder.
Pero es un cliché esperar que un colombiano haga un documental sobre el narcotráfico o la guerrilla…
Sí, a mí me molesta un poco que muchos jóvenes ahora tratan esos temas y ellos nunca han conocido a un narcotraficante, no han ido a la guerrilla, no han estado en la selva… Yo, por ejemplo, nunca he ido a la selva; nunca he conocido realmente un guerrillero, no he tenido amistad o cercanía a un paramilitar o a un militar incluso [risas], afortunadamente [risas]. Entonces yo parto mucho de la vivencia personal, ¿no? Es decir, existe este cliché de que el cine es una ventana al mundo exterior, pero yo pienso que también tiene que ser una ventana al interior, hacia el alma de uno. Uno tiene que tener una visión personal de las cosas.
Usted ha mencionado el trasfondo político de sus películas de ficción. En Soplo de Vida, ateniéndose a los códigos del género negro, plantea muchas subversiones: en el personaje de La Golondrina, que es muy extraño, en esa subtrama gay que aparece… ¿Cómo cayeron todas esas cosas en la Colombia del momento? Sé que la película no tuvo mucho éxito.
Mis dos películas de ficción fueron fracasos con el público [risas]. A los distribuidores además no les interesaron. Mis experiencias con el cine de ficción han sido amargas las dos veces; y por eso me retiré de hacer eso y preferí irme por la no ficción. Incluso desviarme un poco más hacia el falso documental; porque mis películas a veces son sobre el cine, reflexiones sobre el documental, sobre qué es la verdad, la mentira, las imágenes, cómo cuestionarlas, sobre la historia del cine. Y también son producto de una cinefilia, desde luego. En Soplo de Vida, digamos, hay ciertos guiños de ciertas películas, como parodias de ciertas películas… O plagios incluso de ciertas películas [risas].
En sus películas hay una mirada trasgresora, punk. ¿La sigue usted reivindicando o su visión actual es más pausada, más tranquila?
No, yo creo que se ha ido exacerbando [risas].
Eso me parecía [risas].
Mi cine, digamos, es cada vez más pesimista. Yo tengo gran admiración por Luis Buñuel y él decía que hacía cine para decir que no vivimos en el mejor de los mundos. Yo por eso he escogido personas como Fernando Vallejo que tiene una visión tan desesperanzada, no sólo desde Colombia sino desde el género humano y de todo el proyecto humano. Mis películas, sólo los títulos lo indican a veces, ¿no?: La desazón suprema, Todocomenzó por el fin, [risas] son sin esperanza.
Andres Caicedo, unos buenos pocos amigos
En esa época de eclosión de los años 70 y 80 que recorre Todo comenzó por el fin y en la que ustedes estaban «de rumba mientras el mundo se derrumbaba», ¿qué relación tenían con otros artistas y cineastas latinoamericanos y de España? Porque en España en esa época también hubo una gran eclosión cultural… ¿cuál era la relación?
Sí, con España teníamos una relación epistolar muy fuerte, porque en la revista Ojo al Cine colaboraban dos personas muy importantes de la crítica española, que son Miguel Marías y Ramón Font; también Segismundo Molist, que murió muy tempranamente. Eran personas con las cuales no nos habíamos conocido personalmente; Andrés nunca se encontró con Miguel Marías personalmente, todo fue una relación epistolar grandísima, de unas cartas extensísimas porque en esa época era la época de las cartas, no había esta cosa del Internet y el WhatsApp. La relación epistolar era muy importante, tan importante que nosotros guardábamos copia al carbón de todas las cartas que escribimos en esa época y por eso quedan esos documentos. Incluso íbamos a publicar la correspondencia completa de Andrés Caicedo y dos de las herederas, dos hermanas, frenaron el libro, lo censuraron; ya teníamos el libro listo para publicación con el Fondo de Cultura Económica y no, no se va a poder sacar.
La obra de Caicedo se ha recuperado en los últimos años…
Solo treinta años después, ¿no? Pero es que él murió prácticamente inédito, y fui yo y Santos Romero quienes nos encargamos de publicar su obra. Hasta que murió su padre y allí ya pasó a las tres herederas, que son las que deciden sobre la obra. Es que a Andrés quizá no se le dio la importancia que yo pensé, desde un principio que lo conocí, se le debía dar. Por eso nueve años después yo le pregunto a la gente: ¿sabe usted quién es Andrés Caicedo? Y nadie sabe. Y ahora ¡Que Viva la Música! es un clásico. Y él es un mito, la gente hasta se hace tatuajes con la cara de él y hasta salimos en una telenovela [risas].
Para terminar, quería preguntarle qué proyectos tiene, si está pensando…
Es la pregunta tan temida [risas]. Después de hacer una película como Todo comenzó por el Fin, es difícil pensar en un proyecto nuevo. ¿Qué viene después del fin? Yo no sé.
Pero el fin no se ha producido, afortunadamente.
Pues, por un lado, todavía estoy en un proceso de supervivencia… Pero he estado tan ocupado porque la película ha generado un interés, no sólo por la película misma sino por toda la obra que venía anteriormente. Ha habido mucha retrospectiva y esas cosas. Quizá salga algo muy diferente, pero no tengo algo concreto. Antes hablábamos de El Desencanto, y es una película que me influenció muchísimo; pero como muchas películas, me influenció porque primero leí el guión. Las películas no llegaban a Colombia, y uno leía las películas, no había VHS, nada, ni piratería ni…
¿Ustedes leían los guiones, pero no veían las películas?
Sí, sí.
¿Y cuándo las vieron? ¿Muchos años después…?
Sí, yo vine a ver El Desencanto muchos años después de haber leído el guión. Y es una película que me marcó muchísimo, sin haberla visto [risas].
¿Y Arrebato, de Zulueta?
La vine a ver muy tardíamente. La vine a ver aquí en España una vez que vine a Madrid. Pero ahí uno encuentra pues espíritus afines, ¿no?
Al ver Soplo de vida o Pura Sangre se aprecian afinidades con Zulueta. La idea del cine como algo que te vampiriza, que te esclaviza y las drogas… Cosas de las que usted habla en sus películas…
Yo me acuerdo, por ejemplo, que en esa época de los años 70s y fines de los 60s, pues había todo este movimiento de cine revolucionario latinoamericano y había todas estas teorías con el cine de Solanas y Getino… Y había la película mítica La Hora de los Hornos, que llegó tardíamente a Colombia. Yo la pude ver en Los Ángeles, pero ya había leído muchísimo sobre ella. Mayolo, que era pues comunista, también se interesó mucho por ese tipo de cine. Y como no había VHS, yo logré en Los Ángeles grabar el sonido de la película y llegué a Colombia —esto es una anécdota muy absurda— y le puse el sonido a Mayolo y yo como si fuera un narrador japonés de cine [risas], le iba diciendo: América Latina es un continente en guerra, entonces aquí salen unas antorchas así sobre un fondo negro, y le fui explicando toda la película… y aquí al final sale un plano del Che, no sé cuántos minutos, en fin. Nos llegaban muchos libros, sobre todo de España, de cine y estábamos suscritos a todas las revistas en inglés y en francés. Entonces era un cine leído.
Ahora que menciona a Mayolo… usted no acaba de explicar [En Todo comenzó por el fin] por qué se produjo este distanciamiento entre usted y Mayolo. ¿Hubo algún trasfondo ideológico o simplemente fue la vida?
Fue a raíz de Agarrando pueblo, porque filmamos la película en agosto del 77, yo me fui a vivir a París y a montar la película. Y, bueno, está publicada una correspondencia entre ambos en la que yo iba contándole cómo iba la película. Y yo mandé la película y él le hizo un cambio, entonces eso no me gustó. Le puso un cartel explicativo que era una cita de María Costi y yo no estoy de acuerdo con eso. Y entonces le escribí una carta como de 10 páginas explicando mis motivos por los cuales él debía sacar ese plano, y eventualmente lo hizo. Pero ahí fue, digamos, el rompimiento… No volvimos a codirigir juntos, aunque sí seguimos trabajando juntos. Él actuaba en mis películas, yo a veces actuaba en las de él; monté casi todas sus películas. Era una amistad que duró más de 50 años. Y, bueno, es que él sí fue militante del Partido Comunista, yo no. Hernando Guerrero, que fundó la Ciudad Solar, también fue del Partido Comunista. Andrés y yo no éramos como de partido y eso.
Al final, como ocurre con esos rockeros tan del gusto de Andrés Caicedo, a los que viene a buscar su mánager después de una entrevista, la gente de Márgenes tiene que poner fin a la nuestra y se lleva a Luis Ospina al súbito y adelantado invierno madrileño. Si, según Marianne Faithfull, Keith Richards es verdaderamente «el espíritu del rock and roll», Luis Ospina, carente por completo del divismo de cualquier aristocracia cultural, es una de las almas de un cine arriesgado, pesimista, pero también profundamente vital.