Día 1 | La cuadratura del círculo
Sin la más mínima duda de que cuatro ojos no ven más que dos y, de nuevo, este año volveremos a no cubrir la ganadora de la Concha de Oro, […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
Sin la más mínima duda de que cuatro ojos no ven más que dos y, de nuevo, este año volveremos a no cubrir la ganadora de la Concha de Oro, […]
Sin la más mínima duda de que cuatro ojos no ven más que dos y, de nuevo, este año volveremos a no cubrir la ganadora de la Concha de Oro, REVISTA INSERTOS despliega por primera vez en su historia dos efectivos sobre el territorio del Festival de San Sebastián. El territorio del glamour. El territorio del cine más prestigioso. El territorio de Carlos Boyero fumando entre película turca y rumana.
Flanqueando a la curtida en mil batallas Mireia Mullor, el narrador de esta crónica se estrena en Zinemaldia soñando con adquirir algunas de las habilidades de su compañera, tales como poder trascender lo humano eliminando necesidades que hasta ahora todos creíamos básicas, como la de dormir algún minuto de algún día. A la espera de que eso suceda, y todavía con la barra verde de energía que tienen los personajes en la primera pantalla de los videojuegos, acometemos el desafío con la mayor de las disposiciones y sin la menor de las vacilaciones. Exactamente el equipamiento necesario para afrontar lo que Wim Wenders nos ha preparado para primera hora de la mañana.
Todo cinéfilo con algún sentido del humor reconocerá que siempre es divertido ver a un director legendario ya muy mayor, ya muy al final de su carrera y ya demasiado de vuelta de todo demostrando que le importa muy poco lo que a estas alturas digan de él (salvo, como ha matizado en la rueda de prensa, que quien lo diga sea su mujer). Sin pretender jubilar a Wim Wenders antes de tiempo –alguien que, no lo olvidemos, hace solo tres años firmó la magnífica La sal de la tierra–, su aventura 3D con James Franco Todo saldrá bien y la película inaugural de esta 65ª edición de Donostia Zinemaldia, Inmersión, no son títulos que denoten una gran salud creativa, si bien, en ambos casos, aún retienen un componente estrafalario y unas ganas de divertirse que impiden despacharlos tan solo como trabajos anodinos o alimenticios.
Si en Todo saldrá bien el cineasta alemán intentaba, un tanto artificiosamente, expandir hasta lo sensorial la experiencia del drama clásico de Hollywood por el que tanta predilección sintió siempre, ese ánimo de desbordar continúa siendo la base del programa que propone Inmersión. Una novela de J.M. Ledgard es el material de partida de un raro melodrama romántico al borde de lo metafísico, donde, entre otras cosas, se plantea un paralelismo entre los líquenes como simbiosis de hongos entre cianobacterias y la yihad como intersección entre la vida y la muerte, así como una perorata sobre capas oceánicas deviene en poco probable arma de seducción.
Alicia Vikander interpreta a una biomatemática que busca el origen de la vida en el fondo del océano, la llamada zona hadopelágica, mientras James McAvoy hace las veces de espía británico secuestrado en Somalia. La película tiene evidentes problemas, derivados de decisiones como la de no proveer de argumento alguno a la película: tras el primer acto, la exposición de un romance no especialmente verosímil y el nudo, Wenders no hace avanzar la trama en ninguna dirección, prefiriendo explorar el tema de la inmersión de manera abstracta (Vikander escuchando música ambiental, el viaje a lo profundo en busca de la catarsis…) y bastante alejada de las emociones que, hace no tanto tiempo, el autor de Paris, Texas (1984) podía transmitir tan extraordinariamente. En Interstellar (2014), Christopher Nolan confinaba la idea de amor en un algoritmo matemático. En Inmersión, Wim Wenders ha filmado un clímax donde un personaje en una situación extrema lamenta no estar con la persona amada para explicarle que todos vamos a convertirnos y fundirnos en agua (“Agua somos, y en agua nos convertiremos”), acabando todos juntos en alguna solución química. A cada cual con sus preferencias sexuales, pero cuesta creer que una película con semejante tesis aspire a derramar alguna lágrima humana.
Algo mejor fue el arranque de la Sección Oficial. Alanis era la primera película a concurso que veíamos y, si bien solo en una edición insólitamente discreta podríamos considerarla contendiente firme al premio gordo, es justo reconocer la valentía de la organización del festival al incluirla en la terna. El nuevo y poco complaciente trabajo de la directora Anahí Bernerí, vieja conocida del festival –estuvo con Encarnación (2007) y Aire libre (2014)–, es una película a la que se pueden poner unos cuantos peros, si bien la mayoría de sus decisiones demuestran una firme voluntad de no quedarse a medias de nada: desde la elección de su polémica actriz principal (un personaje habitual de prensa rosa y televisión en Argentina) hasta su largo clímax con una escena de sexo por dinero y una persecución callejera en tiempo real.
Esquinados encuadres, marginando a su protagonista como una figura pequeña a la que el mundo devora –con algún puntual acierto: la escena donde trata de obstruir con su cuerpo la puerta para impedir su desalojo–, dominan una película de estética feísta, en busca del impacto, a la que no obstante el efectismo acaba jugando algunas malas pasadas. Mientras Sofía Gala Castiglione se convierte con su entregada interpretación en el corazón de la película, a Bernerí parece perderle la inercia tan propia del cine de denuncia social de enumerar desgracias (la precariedad de los lúmpenes, el enfrentamiento fraticida entre las clases populares o las dificultades de ser madre soltera), olvidando que los personajes deberían importarnos un poco más para que el drama pueda tener efecto. No obstante, su mirada no sancionadora sobre el mundo de la prostitución, que habrá quien malentienda como provocativa, y su discurso sobre la conciliación ponen sobre la mesa temas necesarios desde voces, desde luego, más autorizadas que las de otros con copas y puros que estamos acostumbrados a oír en televisión.
Aunque en un principio se anunció su aparición, Luca Guadagnino se ha ausentado del Festival de San Sebastián aparentemente por una buena causa: está dando los ultimísimos detalles a su Suspiria (Dario Argento, 1977), un remake que en otras circunstancias nos tendría preocupados, pero al que, en este caso particular, deseamos hincar el diente por la sencilla certeza de que Guadagnino lo hace todo bien. Ya sea jugar a ser Visconti en Yo soy el amor (2009), abrazar a Dioniso en su politoxicómana Cegados por el sol (2015) o, en el extremo formal inverso a este último título, desaparecer en la mirada de un adolescente en pleno proceso de autodescubrimiento en Call me by your name, sensacional apertura de la sección Perlas 2017.
Formando equipo en el guion con nada más y menos que James Ivory, quien inicialmente iba a dirigir la película, Call me by your name rehúye los mimbres del clásico relato del primer amor para, en realidad, hablar de algo más complejo: la juventud como una encrucijada, el momento en que una persona está más conectada que nunca con sus emociones y decidirá cómo va a lidiar con ellas durante el resto de su vida. Un epílogo absolutamente devastador corona la película repitiéndonos a las claras, verbalmente, que lo que hemos presenciado no ha sido un romance con el que identificarnos, sino al que admirar: “Vosotros dos habéis tenido algo muy especial”, dirá un personaje.
Que Guadagnino tiene un gusto exquisito no es ninguna noticia, pero, por si alguien había llegado a olvidarlo, el cineasta siciliano se encarga de recordarlo no solo rodando de manera irresistible los parajes del norte de Italia (que, por otra parte, ¡así cualquiera!), sino por la manera extraordinariamente sensorial con la que trenza su historia. Cada aspecto de la película, desde su despreocupadísimo, blanquísimo sentido del humor, hasta la música de The Psychedelic Furs, pasando por esa belleza ilustrada hecha de escultura y hallazgos antiguos, todo, se presenta ante nuestros ojos como una celebración y una invitación a la vida. Decidir si el pobre papel de las mujeres aquí obedece a que estamos ante una narración parcial masculina o si, como da la impresión, son una comparsa en los escarceos de los hombres, es un debate que habrá, no obstante, que plantear cuando llegue su estreno a principios en 2018.
Curioso que es uno, el escribiente ha decidido hacer un alto en el camino descolgándose durante un rato de las categorías grandes para recuperar, gracias a Made In Spain, un estreno de 2017 que duró inmerecidamente poco en cartelera: Análisis de sangre azul. La dupla formada por Blanca Torres y Gabriel Velázquez adopta la falsa identidad de un neurólogo español de los años treinta en un chiflado found footage que, bajo la forma de una película médica, parte de la aparición de un misterioso hombre angloparlante y posible miembro de la aristocracia perdido en un valle del Pirineo aragonés, sin ningún recuerdo.
Pese a un abuso de la información mediante intertítulos, que acaban construyendo la historia más que sus imágenes mudas, se trata de un muy divertido experimento que nos retrotrae a los frenopáticos de principios de siglo XX, donde las ideas de bombero fluían felizmente y las aspiraciones eugenistas estaban a la orden del día. La sospecha de encontrarnos ante un narrador maligno con una agenda siniestra y no un simple documentalista envuelve en aún más misterio la trama de este personaje mesiánico, capturado en una tónica similar a la de las viejas fotografías de Charcot sobre la histeria.
Finalizamos el día no con un broche de oro, sino con una Palma: The Square, nueva película de Ruben Östlund, a quien teníamos ganas de reencontrarnos desde el día siguiente al estreno de Fuerza mayor (2014). Mientras aquella película podía pasar por la versión escandinava de un capítulo de Seinfeld sin actores de Seinfeld –concretamente, el episodio de George huyendo de un incendio y arrollando por el camino a varios niños y a su suegra–, The Square bien podría verse como un Museo Coconut después de una depresión de caballo. Aunque su triunfo en Cannes pueda llamar a engaño, Östlund ha sido una vez más fiel a sí mismo y ha entregado su película más explícitamente cómica, que a la vez retoma los niveles de misantropía y desencanto político de su controvertida Play (2011).
Durante casi dos horas y media, The Square sigue los pasos del sufrido director de un museo de arte moderno que, sin comerlo ni beberlo, será en un mismo lapso de tiempo víctima de un extrañísimo y espectacular robo coordinado, de unos publicistas en busca del vídeo viral definitivo o de un niño que le amenaza con convertir su vida en “un caos” después de haber sido castigado injustamente por culpa del hombre. La presentación de una nueva instalación, basada en un cuadrado donde dentro del cual todo el mundo «tiene los mismos derechos», sirve de hilo conductor, a la vez que motivo principal de una historia que esencialmente se ocupa de la ausencia de sentido, recordando por momentos al nihilismo de los Coen en Un tipo serio (2009).
Desde una conversación sobre el Ice Bucket Challenge donde por poco no se obvia su trasfondo solidario contra el ELA, Östlund reflexiona sobre el deterioro del lenguaje y el fin de los significados, enfrentando a una burguesía artística de forma directa con sus propios discursos y presupuestos morales. En una Suecia tomada por los mendigos, el protagonista descubre poco a poco la hipocresía en la que viven él y los suyos, pero difícilmente podrá hacer nada para cambiarlo: más allá de frivolidades, no muchos parecen dispuestos a mancharse las manos de verdad (como, en su memorable clímax, veremos que las performances gustan más cuando se ven en YouTube que cuando se viven). Un dominio pleno del tempo humorístico –la tensa conversación en la ruidosa sala de las sillas, el enfermo de Tourette, el condón…– y un gusto por el mal rollo fuera de lo común vuelven a acreditar a Östlund como hermano nórdico de los Gervais, Larry David o Louis C.K., si bien una cierta dispersión argumental y temática coloca a The Square algún peldaño por debajo de los mejores trabajos del sueco.