Día 2 | Las historias probables
En la playa de Quiberville, al norte de Francia, se encuentra un búnker de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, que cayó de un acantilado y quedó anclado en […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
En la playa de Quiberville, al norte de Francia, se encuentra un búnker de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, que cayó de un acantilado y quedó anclado en […]
En la playa de Quiberville, al norte de Francia, se encuentra un búnker de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, que cayó de un acantilado y quedó anclado en la arena de una forma peculiar. Casi como una obra de arte contemporáneo. En ese paisaje inconfundible, los enamorados de Inmersión (Wim Wenders, 2017), la película inaugural de este festival, consolidan una tensión sexual creciente entre ellos y, al mismo tiempo, su conexión con la naturaleza: tocar la piedra, sentir el agua.
Al finalizar la segunda jornada en San Sebastián, nos topamos con una sorpresa: el búnker de Quiberville vuelve a aparecer en pantalla. Esta vez, bajo la mirada de una Agnès Varda crepuscular en el documental Visages Villages, cuya proyección sirve de preludio para su Premio Donostia a toda una carrera. Pero este segundo encuentro con la sombra del nazismo no sirve para conectar al ser humano con la naturaleza, ni a un ser humano con otro, sino para reunir a la cineasta con su propio pasado. Para enfrentarla con sus recuerdos y poder decirles adiós. Varda coloca en la roca la foto de un buen amigo suyo, Guy Bourdin, que acabará desapareciendo horas después por la subida de la marea.
Este curioso encuentro es fruto de la más pura casualidad. Wenders y Varda conversan en la distancia: el primero habla de la vida, la segunda habla de la muerte. Uno busca la grandilocuencia del espacio, la otra busca conquistarlo. Con estos diálogos inexistentes, pero igualmente fértiles, se cerró el día que ahora recuperamos en una suerte de flashbacks yuxtapuestos, donde los relatos también juegan a las dicotomías abiertas: la verdad y la mentira, la realidad y la ficción, la alegría y el dolor. Son carreras sin ganador. Son historias probables. Y es que las certezas son para los cobardes.
Una de las imágenes más impactantes de la nueva película de Emmanuel Finkiel aparece a mitad de metraje, cuando el final de la Segunda Guerra Mundial es inminente y la derrota alemana también. París está a punto de ser recuperada, y la protagonista (Melanie Thierry) pasea en bicicleta por las calles y plazas vacías. Su melancólica voz en off – una constante en todo el film – acompaña un momento solemne que apela al mismo tiempo a la soledad individual y colectiva.
Sin embargo, La douleur debería haber terminado en ese mismo instante. El resultado habría sido una historia de 80 minutos sobre una mujer que sufre esperando el retorno de su marido, preso político de la Alemania nazi, con la contundencia y el intimismo necesarios para convertirla en una pequeña victoria audiovisual. Su juego de espejos, de poca profundidad de campo y de desdoblamiento de la realidad en la psique de la protagonista son recursos que no podemos más que aplaudir en la primera mitad del film. Pero Finkiel opta por alargar el relato hasta el hastío. Nos cuenta lo que quizás no necesitábamos saber en busca de, quizás, una empatía emocional con la desesperación, y reitera con monotonía lo ya dicho en voz alta y clara.
La película está basada en una novela de Marguerite Duras, escrita en 1985, sobre sus propias memorias de la guerra, y eso es lo que escuchamos sin parar: las magníficas palabras de la autora francesa -sus pensamientos y emociones reales tras la deportación de su marido- insertadas en una narrativa poco arriesgada, aunque bastante efectiva. Y eso es algo que Finkiel ya mostró en su anterior film, Un hombre decente (2015), donde lo formal estaba al austero servicio de la trama. Aunque nada une temáticamente estas dos historias, su comparación confirma algo: que el director aún no ha encontrado su propia voz. Aunque maneras no le faltan.
Que te digan que el japonés Hirokazu Koreeda – mundialmente reconocido por sus dramas familiares costumbristas – ha hecho una típica película de juicios, es cuando menos sorprendente. Y aunque hablemos de un cineasta con más de veinte años de experiencia y una marca de autor inconfundible, The third murder destila un cierto tufillo de telefilme. No me entiendan mal: Koreeda es un maestro y su narrativa es impecable, pero curiosamente ha perdido el aspecto que quizás más le ha caracterizado siempre: su capacidad de radiografiar de forma íntima y certera el universo emocional de sus personajes.
Cuando utilizó las paredes de un hogar huérfano para retratar el aislamiento y el abandono en Nadie sabe (2004), Koreeda estaba en su etapa más implacable. Cuando representaba el alma de los que ya no están con una mariposa en Caminando (Still Walking) (2008), viró a la melancolía más amable. Cuando se convirtió en padre en la vida real, entró en su etapa más positivista y naíf con Milagro (Kiseki) (2011) y Nuestra hermana pequeña (2015). Ahora, como fruto de una necesidad de cambio, de un alejamiento de sus pequeñas historias familiares, relata un proceso judicial por asesinato y donde las reflexiones sobre lo que realmente significa la verdad serán una constante en la trama. Koreeda se aleja de sus alabados aires de Ozu para embarcarse en un nuevo registro en el que coquetea con la crítica social -la denuncia de la falsedad de la justicia y su burocracia, principalmente- mientras intenta trasladar su ritmo pausado a los bufetes de abogados y los incesantes giros de guion. El resultado es inquietante por sus diversas lecturas y realidades posibles, pero inevitablemente agridulce: este año tenemos un Koreeda más cerebral, y menos humanista.
Parecía que de conexiones mágicas andábamos servidos con la magnífica Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017), película inaugurual de la sección Perlas, pero la irrupción en el festival donostiarra de la flamante ganadora del Oso de Oro de Berlín de este año se ha hecho notar. Ildikó Enyedi lleva el concepto de la rom-com a otro nivel. Concretamente, al nivel de los sueños.
En On body and soul, Endre (Géza Morcsányi) y María (Alexandra Borbély) comparten el mismo sueño: son ciervos en un bosque nevado. Pasean, buscan comida, chocan los hocicos mientras beben agua. Cuando se dan cuenta que no sólo comparten esa realidad alternativa, sino también el lugar de trabajo, nacerá entre ellos una relación muy especial. Lejos de los convencionalismos del género, Enyedi utiliza los mecanismos de la comedia romántica para indagar en la ansiedad social, la timidez y, quizás, el amor. Ya sea practicando conversaciones con muñecos Playmobil o comprándose peluches de animales para tener compañía en casa, la protagonista femenina busca maneras de vencer un ostracismo autoimpuesto que nace de la inseguridad y la falta de cariño. En ese contexto, el espacio de los sueños se presenta como un lugar donde desarrollar esas habilidades sociales de las que carece, para acabar descubriendo que todo lo que necesita es amor. O al menos eso le dirían los Beatles.
Aunque partiendo de una premisa que puede parecer absurda, On body and soul consigue construir un relato romántico deslumbrante, que suena como What he wrote de Laura Marling: triste, melancólica, auténtica. Y aun así, la mejor arma de Enyedi es un humor negro, tan ácido como enternecedor, que da el toque de gracia a una obra que vive más en los silencios que en las grandes declaraciones de amor.
Hay momentos que recordaremos cuando acabe esta 65ª edición del Festival de San Sebastián, y uno de ellos es cuando Javier Gutiérrez se marca un Hemingway en la escena más delirante de El autor. Guardaremos el misterio sobre la acción por el bien de nuestros lectores. El español Manuel Martín Cuenca pasa de la austeridad narrativa de la inquietante Caníbal (2013) a una comedia que intenta desentrañar la esencia de las historias y, sobre todo, de quien las escribe. Y no está hablando sólo de literatura: el cineasta abre interesantes líneas de debate sobre el arte en general, sobre la alta y la baja cultura, sobre la personalidad narrativa y la escritura de masas, sobre la realidad como materia artística y los sueños como autoengaño profesional.
La película narra la historia de Álvaro (Gutiérrez), un hombre que sueña con escribir una gran novela. Pero una de las buenas, de aquellas de Tólstoi, Cela o Roth, y no esos best-sellers de pacotilla – como el que le ha dado la fama a su mujer (María León) – que tanto desprecia. No, Álvaro no está para esas tonterías. Tras mudarse a un nuevo edificio, comenzará a tomar prestadas las vidas de sus vecinos para escribir su primera gran historia. Martín Cuenca elabora un retorcido ensayo sobre el oficio de crear, lleno de momentos pesadillescos frente a la página en blanco. Este ejercicio de metarelato, de reflexión del arte desde el arte, es una adaptación de la primera novela de Javier Cercas, El móvil (1987), con la que el cineasta regala momentos cinematográficos memorables, desde la escena de Adelfa Calvo cantando con la intensidad de Isabel Pantoja en un karaoke vacío hasta el arranque de ira de un Antonio de la Torre en estado de gracia.
Una película en la que se dice en voz alta sin ningún pudor que Jean-Luc Godard es «una rata» merece un mínimo de atención. Pero si además quien lo dice es Agnès Varda, la cosa se pone interesante. Libérrima y encantadora, la cineasta francesa -una de las más importantes e infravaloradas de la Nouvelle Vague– consigue en Visages Villages que la sencillez sea compleja: aunque el punto de partida sea buscar rostros y lugares a través de diversas poblaciones francesas, el resultado acaba siendo un ensayo autorreferencial de una obra, de una época, de una mujer que vale oro.
En su viaje, Varda encuentra conexiones constantes con sus películas (la patata con forma de corazón que recogío en el documental Los espigadores y la espigadora aparece para compararse con la forma de sus pies), y vuelve a desarrollar una práctica que adora: imitar imágenes para establecer paralelismos. Habla de la gente normal, de la camarera de la esquina y el agricultor, del jubilado hippie y la última mujer en un barrio de mineros fantasma. Varda y su impagable compañero, el fotógrafo JR, recorren diversos pueblos franceses aparentemente buscando fotografías y lugares idóneos donde colocarlas a gran escala, pero en realidad encuentran otra cosa: a una cineasta de 88 años que no le tiene miedo a la muerte, que recuerda a sus amigos que ya no están y derrama lágrimas cuando uno de los que sí están le gasta una broma de mal gusto. Puede mencionar a un tal Jacques sin necesidad de explicar quién es – se refiere a Demy – e insertar planos de Cleo de 5 a 7 (1962) simplemente porque le apetece. En este documental encontramos a una Varda en el ocaso de una carrera memorable, donde demuestra que no ha perdido lo que siempre la ha caracterizado: el sentido del humor. Y qué quieren ustedes, es imposible no reír con ella.