Nunca digas su nombre (The Bye Bye Man)

Las ideas vistas, y los motivos ciegos

Probablemente sean los aficionados al cine de terror a quienes más se les haya (mal)acostumbrado a establecer filiaciones, de manera cuasi mecánica, ya desde los primeros minutos de cualquier película nueva que estén viendo. Que Nunca digas su nombre comience con un prólogo cuyo gancho visual recuerda a los mejores títulos recientes (It Follows, Expediente Warren) para, a renglón seguido, devolvernos a las maneras de las producciones norteamericanas hechas a finales de los noventa, quizás el periodo más rutinario y poco interesante que ha vivido el género, confirma lo que presagiaba el cartel: sin orden ni concierto, la función amontonará ideas, lugares comunes y estilos con la única premisa de que deben ser reconocibles a la fuerza. Como si lo contrario supusiera un problemón. Descartada la posibilidad de que la confección consciente de este catálogo pudiera entrañar un propósito a posteriori, tampoco aparece hallazgo alguno de alquimia involuntaria en la historia que presenta a Bye Bye Man, un fichaje para el filial del equipo formado por los hombres del saco cinematográficos. Y el único aspecto, ver para creer, al que sus responsables parecen haberse dedicado con ahínco ha sido el de desperdigar el mayor número de motivos ciegos posibles. ¿Qué significado se les da a las monedas misteriosas que caen de la mesilla? ¿El can incandescente se come la cabeza de los muertos? ¿Cuál es el origen de este maléfico ser que viste, por lo que parece, un albornoz? ¿Porque aparecen las visiones de un tren, un equipaje tirado por las vías y los tres protagonistas desnudos? ¿Nadie se dio cuenta mientras se rodaba que la escena del vivero contiene una información cero? Poner estos motivos en una lista duplicaría la extensión de las presentes líneas.