Especial Día del Libro: personales inmortales II
¿Qué hace que un personaje sea inolvidable? ¿Qué le convierte en parte de nosotros mientras devoramos las páginas de un libro? O de un eBook, no vayan a acusarnos de […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
¿Qué hace que un personaje sea inolvidable? ¿Qué le convierte en parte de nosotros mientras devoramos las páginas de un libro? O de un eBook, no vayan a acusarnos de […]
¿Qué hace que un personaje sea inolvidable? ¿Qué le convierte en parte de nosotros mientras devoramos las páginas de un libro? O de un eBook, no vayan a acusarnos de antiguos. El caso es: ¿cómo es posible que hayan personajes literarios, y en cierto momento cinematográficos, que se conviertan en un fascinante objeto de admiración? No hay una fórmula secreta. No hay unas pautas que se puedan seguir.
Este año, desde el equipo de la Revista Insertos volvemos a elegir una nueva tanda de personajes legendarios, aquellos que nos han marcado y nos fascinan. Personajes inmortales. La variedad de esta lista demuestra no sólo la grandeza de la literatura, capaz de materializarse en historias de lo más variopintas, sino también una subjetividad inherente en nuestras selecciones. Querido lector (tanto de esta publicación como de cualquier celebración de la palabra escrita), te invitamos en este día tan señalado a recorrer nuestro particular paseo de la fama literario-cinematográfico. Que para algo ha de servir el Día del Libro.
Pocas, poquísimas circunstancias dejan de resultar extraordinarias dentro del universo de ese “monstruo de la naturaleza” llamado George Simenon. Y la inmediata acogida inicial que el cine dio al Comisario Maigret, su archiconocido hijo literario, es una muestra más. El belga escribió los once títulos iniciales de la serie en 1931 y tan solo un año después ya se habían estrenado dos películas basadas en sendas novelas, encargándose Jean Renoir de dirigir la primera, una adaptación de La noche en la encrucijada. Hasta el día de hoy han sido veinticuatro los actores que han encarnado para el cine y la televisión al peculiar policía con despacho en el número 36 de Quai des Orfévres. Eso sí, no siempre la elección del protagonista ha correspondido del todo a la imagen que un lector puede hacerse del, según palabras de Simenon, “lento, pesado y paciente” comisario que se empapa del ambiente de cada caso y se pega a los implicados “hasta pensar y sentir como ellos”.
Pero los ha habido excelentes. E igualmente hay que recordar, como otro hecho excepcional, que muy internacionales. ¡Existen películas o series austriacas, holandesas, yugoslavas, checoslovacas, soviéticas y norteamericanas! Entre los franceses, siempre se recordará a Jean Gabin, aunque solo protagonizó tres largometrajes. La pequeña pantalla británica tuvo a Rupert Davies en un mítico serial de la BBC (1959-1963), a Michael Gambon treinta años más tarde, y en la actualidad, ¡sorpresa!, a Rowan Atkinson. Y ya después está el estratosférico Gino Cervi, el Maigret predilecto para quien teclea estas líneas, protagonizando el sin par sceneggiato televisivo italiano (1964-1972) bajo dirección de Mario Landi y producción de Andrea Camilleri: después de haber visto tan solo un episodio de esa joya de la Edad de Oro de la RAI, es difícil imaginarse a otro con la pipa, sujeta con fuerza en el puño o humeante en la boca, y el sombrero que dibujan la estampa inmortal del comisario.
Tras desaparecer de la escena pública diez años, una multitud espera impaciente la reaparición del chocolatero más maravilloso del mundo. De una gran puerta sale cojeando un hombrecillo vestido de terciopelo violeta y sombrero de copa. Al llegar al gentío, se para. Inesperadamente, se deja caer y en el instante justo antes de darse de bruces contra el suelo, da una magistral voltereta para terminar con una reverencia ante su público.
Así entra en escena Willy Wonka según la versión de Charlie y la fábrica de chocolate que el director Mel Stuart llevó al cine en 1971. En la adaptación de Tim Burton de 2005, una canción infantil animada por unos muñecos (coloristas marionetas versión mecánica) serán los encargados de presentar al chocolatero ante los afortunados poseedores del billete dorado. Ambas versiones apuestan por la expectación como carta de presentación de este peculiar personaje, una incertidumbre acrecentada por los comentarios y leyendas que la curiosidad de Charlie va coleccionando. El halo de asombro y admiración que rodean su llegada se mantiene con respecto a la novela de Roald Dahl, quien construye a Willy Wonka desde la fascinación con que le describe el narrador omnisciente: “¡Y qué hombrecillo tan extraordinario era!”.
Hasta aquí la similitud más fiel con la novela, porque si algo caracteriza las versiones cinematográficas del popular libro infantil es la libertad creativa con que se traslada a la pantalla. Aunque el mismo Dahl quedó decepcionado con la versión del 71, a la hora de abordar al personaje del señor Wonka, la traición al original es más deshonesta en la versión de 2005. Y es que la necesidad de explicar la singularidad del comportamiento del fabricante de dulces les lleva (decisión tomada por el mismo Burton y el guionista John August) a inventarse un pasado, con trauma infantil incluido, que sirva para justificar rarezas y sumar extravagancias a su carácter. El resultado final se ve perjudicado por la incapacidad para comprender que en la infancia aún se posee la capacidad de creer. Dahl no necesita justificaciones racionales para aquello que provoca ilusión y magia, pues al fin y al cabo, sabía bien que el de los niños es un mundo más de sueños que de lógicas.
«Tu padre está a punto de hacerme la pregunta. Éste es el momento más importante de nuestras vidas, y quiero prestar atención, captar cada detalle». Así comienza La historia de tu vida, el relato de ciencia ficción de Ted Chiang, con una escena que podría parecer cotidiana y costumbrista, salvo por la conjugación del tiempo verbal: Louise Banks sabe lo que va a decir su pareja a continuación, conoce el futuro y se prepara para recibirlo desplegando sus cinco sentidos en ese instante trascendental para ambos.
Louise es una lingüista que tenía una vida sencilla hasta que el gobierno le pide que participe en una operación militar: establecer contacto con una especie alienígena. Tras la experiencia, la joven sigue siendo la misma, nada ha cambiado salvo que, al aprender a descifrar el lenguaje extraterrestre, Louise aprende también a percibir el tiempo de otra manera. Pasado, presente y futuro se entremezclan, conviven en un mismo espacio y lugar. La perspectiva que otorga esa hiperconsciencia de lo vivido, junto con la certeza de lo que está aún por llegar, genera en ella un estado de fascinación permanente. Louise no se dedica a prever lo que ocurrirá o a tratar de cambiar las cosas a su conveniencia, sino que de repente es capaz de apreciar el valor de todo lo vivido. Ahora sabe que todo instante es sagrado. Esa nueva concepción del tiempo le ha ayudado a entender el valor de su existencia y se limita a ser merecedora de todo lo que queda por vivir aunque ya lo conocozca.
En un mundo decadente donde ya nada parece tener valor la actitud con la que se toma su nuevo poder la protagonista de La llegada (la película basada en el relato de Chiang) la convierte en lo más cercano a una heroína contemporánea. Naturalmente, lo que iba a preguntar el padre era la posibilidad de tener un hijo. Louise está hablando con la niña que aún está por llegar.
Al final del río, en lo más profundo de la selva, situó Joseph Conrad al coronel Kurtz en El corazón de las tinieblas, su imperecedera novela sobra la barbarie de la colonización, sobre los horrores de la dominación del hombre por el hombre. Casi un siglo después, Francis Ford Coppola se atrevió con una adaptación libre del clásico, trasladando el Congo a Vietnam. Y allí, al final de ese otro río con aroma a napalm, escondido entre tinieblas, Marlon Brando se erigió como un improbable Kurtz que a punto estuvo de no llegar a ser, pero que acabó convertido en uno de sus personajes más memorables.
Bien conocidos son los excesos del rodaje de Apocalypse now, que casi le cuestan a Coppola el patrimonio, la carrera y hasta la vida. Y Brando no llegó precisamente para ahorrarle quebraderos de cabeza. El coronel Kurtz debía ser casi esquelético, según la novela, y el actor apareció con cuarenta kilos de sobrepeso. Obeso, sin haber leído a Conrad y ni siquiera el guión de la película, cobrando una auténtica fortuna, Brando exigió ser filmado entre sombras para aceptar el papel. Un golpe de fortuna que nos dejó una de las secuencias de presentación de personaje más bellamente rodadas de la historia del cine. Una voz susurrando entre tinieblas, un fragmento del rostro iluminado por la luz anaranjada, un movimiento de la mano sobre la cabeza y el delgado y enfermizo coronel Kurtz de El corazón de las tinieblas había quedado reinterpretado para siempre. «Él era una voz. Era poco más que una voz».
Con un aspecto completamente opuesto, una relación más ambigua con el protagonista y un final del todo diferente, Coppola demostró que el cine puede reescribir a un personaje con sus propias reglas y seguir manteniendo su esencia. En el caso de Kurtz, la del símbolo del horror. El horror…
Mi primera toma de contacto con Oliver Twist fue el musical de Carol Reed, cuyo visionado original tengo totalmente romantizado. Y eso a pesar de haberse dado en el colegio bajo unas condiciones penosas: se trataba del VHS de una monja, grabado de la tele, con la peli empezada y, por alguna razón digna de consultarse a un teólogo, la insigne religiosa nos rebobinaba las canciones. Arrancaba con la escena del pertiguero vendiendo a Oliver por la calle, transacción comercial que, a mi edad, entendí con cierto estupor como algo que hacían los padres con los niños. Solo esa premisa ya daba suficiente miedo, pero todo iba empeorando conforme nos adentrábamos en el tenebroso universo de Fagin y sus ladrones.
Cuento esto no por capricho ególatra (o no solo por eso), sino porque únicamente puedo entender Oliver Twist desde la mirada infantil: contiene todo lo que puede fascinar a un niño, aterrorizarlo y divertirlo, y todas las lecciones que realmente importan. El cuento definitivo. En mi adolescencia, y otra vez recientemente, pude leer la novela de Dickens y descubrir, no obstante, algo que no está ni en el musical ni en ninguna otra adaptación que haya visto: es graciosísima. Nunca denostaría la película de Reed, y poca queja se puede tener de la preciosidad que hizo Polanski en 2005, pero qué bien estaría un esfuerzo por plasmar en imágenes esa mordacidad original. Porque lo fundamental es que Dickens no concentra los elementos grotescos en el personaje de Fagin, como hacen las películas, sino que los reparte para distinguir la conducta de todos los enemigos de Oliver bajo un denominador común: el individualismo más patético y dañino. Frente a ello, pocos actos revolucionarios más genuinos que el de un niño acercándose al caldero a reclamar su segunda ración. ¡Más gachas!
Los Miserables es una novela coral, pero en esencia su trama descansa sobre dos personajes. El principal es Jean Valjean, condenado a galeras por robar un pan, que logra rehacer su vida gracias a la intervención providencial de un hombre santo que predica una noción revolucionaria de la caridad.
El otro es Fantine. Mujer de extracción humilde, se enamora de un joven rico que la abandona embarazada. Trabaja como obrera en una fábrica de abalorios y oculta su pecado dejando a su hija Cosette fuera de la ciudad, al cuidado de unos desalmados que le exigen una fortuna semanal. Cuando su capataz descubre que es madre soltera, la despide en nombre de una moralidad tan estricta como cruel. Para criar a Cosette, Fantine malvive, apenas come, vende su pelo, sus dientes y, por último, su cuerpo. Su degradación es absoluta y letal. «Es la sociedad comprando una esclava a la miseria», escribe Víctor Hugo.
Los Miserables transcurre a principios del siglo XIX, mientras se asienta la sociedad liberal. Los liberales invocaron la libertad y la igualdad para liquidar los privilegios de la aristocracia y de la Iglesia, pero acabaron forjando un mundo rabiosamente desigual que marginó a los pobres y a las mujeres. Valjean, varón, consigue ascender desde la indigencia hasta la más alta posición social. Para Fantine, mujer y pobre, transgresora del estricto código moral que la sociedad impone al comportamiento femenino, no hay vía de escape. Atrapada por las garras de la miseria, morirá joven, devastada.
Aunque abundan las adaptaciones cinematográficas de Los Miserables, para mí Fantine ya será para siempre Anne Hathaway. La versión de Tom Hooper dista de ser perfecta, pero atrapó la esencia del personaje al inspirarse en el gran icono cinematográfico del sufrimiento femenino: María Falconetti, la Juana de Arco de Dreyer, culpable, también, de haber nacido mujer en un mundo de hombres.
Clarissa Dalloway es una de esas personas de espíritu libre encerrada en una época incorrecta. Una época que la condenó a querer lo que todos querían, a tener lo que todos tenían. Y a creérselo, aunque en el fondo de ella misma se encontraba el germen de una mujer moderna, incapaz de ser plenamente feliz en los convencionalismos del siglo XX. La señora Dalloway una suerte de alter ego de su creadora, Virginia Woolf, otra mente atormentada. Demasiado amplia y compleja para las costuras sociales de su tiempo.
De pronto, aquí está Meryl Streep como Clarissa, llevando las flores que dijo que compraría ella misma. Una Clarissa adaptada -modernizada- al siglo XXI: completamente libre y en una relación sentimental con su gran amiga, Sally Seaton, pero aun así con sus imperfecciones. Las que todos tenemos. No puede evitar pensarse que la de Streep hubiera sido la verdadera Clarissa de Woolf sin las barreras que imponían aquellos años, y bien lo sabía Michael Cunningham, escritor de la novela Las horas en la que se basa la película del mismo nombre dirigida por Stephen Daldry. Su estructura en tres tiempos e historias, y no siendo ninguna de ellas una adaptación fiel de la novela sino un retrato de cómo afectó a todas esas mujeres, es capaz de reflejar la profundidad real de las palabras de la autora británica. La vacuidad de las relaciones, la infelicidad, los sentimientos incapaces de ser explicados en voz alta son algunos de esos conceptos que sobrevuelan en una novela difícil de digerir, pero absolutamente deslumbrante.
En La señora Dalloway, Woolf retrató la vida de una mujer en un sólo día. Y en ese día, toda su vida.
La preadolescencia es uno de esos momentos vitales que se definen por un estado de perpetua transición; se empieza a dejar de ser una cosa a la misma velocidad que cada vez se es más otra. Así es Coraline. Esta niña no-tan-niña tiene cada pie en un mundo distinto: todavía presenta rasgos inherentes a la niñez, como lo son las ganas de jugar, la predominancia de la imaginación en la manera en que una persona se relaciona con su ambiente, y esa mirada desprejuiciada que todavía no ha sido formateada por las convenciones sociales. A su vez, es una persona perfectamente racional, madura para su edad, autónoma, perspicaz y capaz de relacionarse con total normalidad con los adultos -aunque asume que jamás los entenderá-.
Neil Gaiman, creador de Coraline y de la novela homónima en la que esta habita, utiliza la transición vital de su protagonista como motor de la historia. El relato evoluciona por los mismos caminos por los que lo hace el personaje, también en perpetua transición entre diferentes universos, en los que realidad, imaginación y sueño conviven en igualdad de condiciones. Siete años después, el director y guionista Henry Selick entendió a la perfección quién era Coraline y cuáles eran sus universos, y de ese idilio nació la formidable Los mundos de Coraline (2009), uno de esos ejemplos de adaptación que supera al original.
Entre entrañables escenarios y tétricos pasajes, Selick y Gaiman contraponen lo más superfluo con lo más solemne de la existencia, y lo hacen a través de los ojos de su heroína, quien, desde su creación, se ha convertido en una fiel representación del miedo al cambio, de la aceptación del mismo y de la madurez como asunción de que una no siempre va a ser el centro de atención, ni siquiera aunque sea la protagonista de la historia.
Parece ser que sí van a hacer una película de Los Detectives Salvajes. Es una película que yo no quisiera ver. Me pasa como sucede con aquellos libros que impactan. Esos libros suelen ser de película difícil. Si uno googlea “detectives salvajes película” aparecen unas cuantas notas de prensa, de hace un par de años, acerca de un proyecto o idea de proyecto que menciona a la productora Canana Films y al director David Pablos, quien presentó en 2015 Las Elegidas en la sección Una cierta mirada de Cannes. Una noticia más reciente de 2016 menciona a Pedro Peirano, guionista y periodista quien “revela” estar trabajando en la adaptación. Hasta ahí las noticias que se tienen. Un tanto misterioso todo. Es cierto que hay muchos futuros posibles para una película de Los detectives. Movimientos de cámara estilo falso documental para la segunda parte en la que alguien preguntando por ahí sigue el rastro de Arturo Belano y Ulises Lima. Esos capítulos son narraciones tipo entrevista de personas que los han visto o se los han encontrado o han convivido con ellos, pero ellos ya no aparecen como actores en tiempo presente, sino como una imagen muy viva en la cabeza de los que hablan de ellos, sus distintos narradores, vaya.
Cómo se mostrará esto en cine no es lo que me preocupa. Lo que yo no quiero es ver al personaje de Ulises Lima. Es el personaje más misterioso del libro. Los personajes de Bolaño lloran a menudo, pero Ulises llora de una manera particular. En una de las narraciones, cuando se está quedando en casa de una amiga en Israel, llora por las noches. Ella no sabe muy bien por qué y nosotros tampoco. Ulises Lima es la poetización que hace Bolaño de su amigo, el de la vida real, Mario Santiago Papasquiaro, poeta, quien fue, junto a él, cofundador del movimiento infrarrealista, allá por los setentas en Ciudad de México, cuando eran dos poetas que vendían mariguana. Desde que Bolaño se fue de México ya no se volvieron a ver. Las lágrimas siempre fueron un elemento dramático en la literatura, un exceso visual que se asocia a lo teatral, algo presente también en la épica desde antiguo. Yo no quiero ver llorar a Ulises Lima en la pantalla.
Con la posible excepción de Drácula, pocos personajes de la cultura popular han sido tan versionados en cine y televisión como Sherlock Holmes. Pero, a diferencia del vampiro, que ha servido de mutable contenedor de simbolismos y metáforas diversas según los autores que lo hayan plasmado en pantalla, el detective creado por Arthur Conan Doyle se antoja, en principio, una figura menos maleable, con unas características muy concretas que, en principio, toda encarnación fílmica ha de cumplir. Pueden cambiar a su alrededor el entorno, la datación o el tono, pero Holmes ha de ser Holmes. Y bajo esa tautología, el valor de una película holmesiana suele ser juzgado por su fidelidad al personaje.
La filmografía del detective ha paseado por muy distintos contextos, desde el suyo propio (la Inglaterra victoriana) hasta el futuro, pasando por las distintas épocas contemporáneas de sus adaptadores: si las películas protagonizadas por Basil Rathbone estaban producidas y ambientadas en los años cuarenta, los últimos Sherlocks televisivos transcurren en el mismo siglo XXI en el que son filmados. Ha habido Holmes rusos (el excepcional Vasily Livanov), Sherlocks con seudónimo (algunos de ellos, como el doctor House, entregados a resolver misterios médicos en vez de asesinatos, igual que el Joseph Bell que sirvió de base real a Doyle). Pero, de Rathbone a Benedict Cumberbatch, todos comparten una espina dorsal común que incluye, por supuesto, el intelecto sobrehumano, pero también otras muchas características. Ahí está el carácter misántropo, más suave en algunas encarnaciones (como el mismo Rathbone o Peter Cushing) y más acentuado en otras (la serie de la BBC, o el que compuso Jeremy Brett para Granada Television). También un humor socarrón apenas entrevisto en los relatos y habitualmente potenciado en pantalla (con Robert Downey Jr. como exponente más caricaturesco, y la mención obligada de Robert Stephens en la genial visión de Billy Wilder). Y, quizá por encima de todo (sí, tanto o más aún que sus impecables habilidades deductivas) el componente aventurero y la inyección de adrenalina que, de Nicholas Rowe a Hayao Miyazaki, han convertido a Sherlock Holmes en un icono inmortal. Un espíritu que se resume en esas tres palabras que todo aficionado holmesiano reconoce con un estremecimiento de emoción… “¡Comienza el juego!”.
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*Gracias a los miembros de Insertos, y especialmente a las dos firmas invitadas (Jonay Armas y Juanma Ruiz), por participar en este especial.
**La imagen de portada corresponde a la película La huerfanita (1931), de John Ford, protagonizada por Sally O’Neal. Fuente: chainedandperfumed.com