El artista en su estudio


Allá por los tiempos de Terciopelo azul (1986), José Luis Guarner dejó dicho sobre David Lynch que habría que esperar nuevas obras para comprender si el norteamericano era “el poeta surreal y mórbido” que quería hacernos creer o simplemente “un Buñuel de supermercado, un mero gestor de monstruitos de barraca de feria”. Para muchas personas todavía no habrá una opción clara. Y para otras existirá, en el fondo, una única certeza, sobre todo a partir de Carretera perdida (1997): a Lynch o lo tomas o lo dejas. Si han optado por lo primero posiblemente haya sido porque como espectadores se han sentido clavados en la butaca mientras los lanzaban a un viaje abisal por las aguas de un cine (y de una mente) que de primeras apenas da pie al empleo de las herramientas del intelecto.

Hay una perspectiva que igual permitiría un acceso hacia la percepción y posterior intento de asimilación de su obra, que es aquella de considerar a Lynch, antes que otra cosa, un artista plástico cuyas inquietantes ansias expresivas hallaron en lo cinematográfico un camino más, y especialmente fértil viendo los resultados. Sobre él se ha escrito y también filmado mucho, por lo que su naturaleza esencial de pintor ya se habrá apuntado antes, pero presumiblemente no con tanto hincapié como hace el estupendo documental David Lynch – The Art Life, que termina su relato cronológico a las puertas del rodaje de Cabeza borradora y se articula en torno a una idea tan sencilla como abierta a posibilidades clarificadoras: retratar a un artista en su estudio.

Lo han hecho a seis manos Jon Nguyen, Nick Barnes y Olivia Neergaard-Holm. Durante el retrato vemos, o solo oímos, a un Lynch que desgrana recuerdos de infancia y juventud, unos elementos imprescindibles dentro de su proceso de formación justo hasta el momento preciso a partir del cual emprendió la senda del cine. Igualmente se filma a Lynch creando su obra pictórica actual, con pinturas y con otros materiales – disponiéndolos, esparciéndolos, recortándolos, estrujándolos y aplicándolos sobre lienzos y tablones – o abandonándose a sus reflexiones mientras fuma. No faltan numerosas tomas generales y detalles de sus piezas pasadas y presentes. Y como complemento final, las fotos y filmaciones de archivo aportan un pegamento íntimo que permite la solida amalgama del conjunto.

El resultado de la combinación obtiene un acercamiento bastante acertado al binomio hombre-artista. El conjunto de hitos biográficos no se percibe como simple anecdotario, sino que de manera implícita nos invita a agarrar algún hilo que nos sirva para establecer pautas interpretativas, o algo parecido, en el conjunto de la filmografía lyncheana. Para muestra, tres botones: cuando la madre le dijo que si le permitía usar blocs convencionales de dibujo eso afectaría negativamente a su creatividad; el día que una misteriosa mujer desnuda y herida rompió la armonía en las aceras de la modélica estampa de clase media en la que vivía el pequeño David; y la preocupación que vio reflejada en el rostro de su padre, y fue capaz de comprender, cuando este bajó al sótano donde el aprendiz de buceador por lo malsano y lo alucinatorio observaba distintos grados de descomposición en animales y vegetales.

Al final, el documental tal vez nos lleve a quedarnos, como otras veces, en el mismo callejón sin salida del onirismo que pinta y filma un artista inaprensible. O quizás con Lynch simplemente siempre se haya tratado de entrar en su universo y perderse dentro sin hacer demasiadas preguntas. En cualquier caso, se nos brinda la oportunidad única de asomarnos al estudio de un artista con las manos en la masa de la creación. Y como en sus mejores piezas cinematográficas, amarrados a los asientos, cautivos en la oscuridad de la sala.



poster_davidlynchtheartlife_lowDAVID LYNCH – THE ART LIFE

Dirección: Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm.

Género: documental.

Duración: 90 minutos.


 

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