¡Qué corta es la vida! 


En 1952, Akira Kurosawa ya ha emprendido el vuelo. Pese al rechazo de sus contemporáneos nipones a Rashomon (1950), probablemente por su mensaje amargo y el chocante cambio estilístico y argumental que representaba frente a los tiempos de la censura imperial, el cineasta se encuentra en un estado de gracia, fama internacional e inspiración que lo mantendrá en lo más alto hasta el fracaso de su desembarco en Hollywood, a finales de los sesenta. Un año antes de Vivir, Kurosawa escribe una carta de amor a su admirado Dostoievski con una ambiciosa adaptación de El idiota (1951) de casi tres horas de duración (cuatro y media en su corte original); y volverá a ser una fuente rusa la que llame su atención para su siguiente proyecto, la novela corta La muerte de Ivan Ilich, publicada en 1886 dentro de una colección de cuentos de León Tolstói.

«Se le ocurrió ahora que lo que antes le parecía de todo punto imposible, a saber, que no había vivido su vida como la debía haber vivido, podía a fin de cuentas ser verdad. Se le ocurrió que sus tentativas casi imperceptibles de bregar contra lo que la gente de alta posición social consideraba bueno –tentativas casi imperceptibles que había rechazado inmediatamente– hubieran podido ser genuinas y las otras falsas. Y que su carrera oficial, junto con su estilo de vida, su familia, sus intereses sociales y oficiales… todo eso podía haber sido fraudulento». La muerte de Ivan Ilich relata la historia de un burócrata sorprendido por una enfermedad terminal, que le lleva a echar la vista atrás sobre una vida que, en su conjunto, parece carecer completamente de sentido, al haberla dedicado enteramente al trabajo. Con voz introspectiva, el desolador relato de Tolstói (perteneciente ya a la última y más espiritual etapa del autor) no dejaba mucho espacio a la esperanza, centrándose esencialmente en la angustia sufrida por el protagonista y su impotencia para alterar ya ninguna de las decisiones que marcaron su existencia. Considerado el más occidental de los grandes cineastas japoneses, Kurosawa exhibió en Vivir más que nunca una notable influencia del citado por él como uno de sus tres directores favoritos, Frank Capra, dando a la historia un giro que permitiera al personaje gozar de una última oportunidad.

En la película, el rol que desarrolla el enfermo –interpretado extraordinariamente por un sentido Takeshi Shimura– se encuentra dentro de una gran administración local donde nadie parece hacer nada, más allá de meter en cajones toda iniciativa pública que se presente. Se trata de un empleado modélico, no se ha ausentado un solo día y vive para su función. En este primer tramo, Kurosawa introduce de fondo algunos de los elementos que explotarán más adelante, como la estructura de cadena de montaje que preside la vida de los personajes (crítica del cineasta a la burocratización de Japón) o la escasa relación del protagonista con su entorno, incluyendo su propio hijo.

Centrarse en si el devenir de los acontecimientos es previsible, o si el amasijo de tópicos es mayor o menor, significaría en buena medida perder de vista las razones por las que Vivir sigue considerada a día de hoy una de las gemas del corpus de su autor. Vivir sigue pautas sobradamente conocidas del relato arquetípico de toma de conciencia (que pueden ser fáciles de acatar automáticamente, sí; pero la cadencia para reproducirlo de manera emocionante, como si fuera la primera vez, no está en manos de cualquiera), pero aquí lo estimulante narrativamente es la manera en que Kurosawa utiliza los puntos de vista. Así, cuando el arco del protagonista apunta a un recorrido mayor, el director opta por una radical elipsis que parte la película en dos: el tipo al que seguíamos ha muerto, y no tenemos demasiado claro qué ha pasado con él. Es aquí donde Kurosawa retoma más fielmente La muerte de Ivan Ilich, que comenzaba con el velatorio del protagonista para mostrar la falta absoluta de cariño de sus semejantes hacia el difunto, en este caso funcionando prácticamente como agregado malicioso a ese aparato inhumano de funcionarios: la muerte como tarea que gestionar. Los personajes pasan el tiempo tratando de interpretar los días finales de la vida del velado, decidiendo si imputarle unas acciones positivas que les resultan impropias de su conducta. Solo un momento final nos desvelará del todo el residuo de felicidad en el que el muerto vivió sus últimos minutos: su balanceo, canturreando, en un columpio del parque infantil que pudo construirse en la localidad gracias a su implicación activa. Un momento secreto, pequeño, sencillo, culminación de una vida que no ha sido la mejor, pero desde la que ha conseguido plantar algo hermoso. Que Kurosawa, nuevamente, cambie el punto de vista para invitarnos a ese instante es su dedicatoria final: si, haciendo caso al académico Francisco Rico, “el cadáver es el excremento de la vida y las flores son las obras”, sorprender a la muerte con la corona de flores ya en la mano puede ser un buen desenlace. 


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CUENTOS DOS DISCOS_caratula

 

VIVIR

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Akiru Kurosawa, Shinobu Hashimoto e Hideo Oguni

Intérpretes: Takeshi Shimura, Nobuo Kaneko, Kyôko Seki, Makoto Kobori, Komeko Urabe

Género: drama. Japón, 1952

Duración: 143 minutos

 


 

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