Desarraigo y desapego


Cinco años después del enorme éxito alcanzado en su país de origen por La clase (2007) –no confundir con Entre les murs, de Laurence Cantet, estrenada al año siguiente en España con igual título–, su película inspirada en la matanza del instituto Columbine que llegaría incluso a derivar en serie para la televisión estonia, Ilmar Raag se decidió a firmar su segundo trabajo, Una dama en París, que nos llega ahora con bastante retraso y teniendo ya Raag otras dos películas completadas. Si La clase, más allá de la bondad de su denuncia (el enraizamiento del acoso escolar en las dinámicas del pensamiento de grupo), era un ejercicio que podía atragantársele a más de uno por su desaforado sensacionalismo, emparentado antes con el realismo tremendista de los programas de coaching tipo Hermano mayor (2009–, Cuatro) que con la empatía de, por ejemplo, la recientemente estrenada Nosotros y yo (2012, Michel Gondry), que también se acercaba a esta problemática, sorprende encontrarse en Una dama en París con todo lo contrario: una historia que no solo no ha sido sobrecargada de artificio para intensificar el drama, sino que, de hecho, resulta anémica en el terreno de las emociones.

La película acompaña a una mujer madura en su viaje desde Estonia hasta París, tras encontrar trabajo como cuidadora de una solitaria anciana también estonia. Allí, entre otras cosas, la cuidadora intentará reformar la comunidad de inmigrantes de su país que solía concentrarse antes en una iglesia de la ciudad (exiliados durante la época de la Unión Soviética), y a la que pertenecía la señora. De esto, podría aducirse que quizá estaba entre las intenciones de Raag hacer un comentario sobre la amargura del desarraigo, pero, en realidad, es muy complicado desentrañar de qué trata exactamente Una dama en París: no es solo que no funcione, sino que su parquedad argumental y el distanciamiento respecto a la psicología de sus personajes hace pensar continuamente que estos esconden algo para sostener, sin pretenderlo, un suspense finalmente frustrado en torno a la posibilidad de que la película vaya a dar un giro repentino hacia otra cosa de un momento a otro. Esta sospecha se ve alimentada por su muy libertino sentido de la causalidad (¿por qué ocurre casi todo lo que ocurre en el tercer acto?) y su pobre manera de enlazar las escenas, pobre hasta el punto de desconcertar. Así, nos encontramos con secuencias en las que las dos protagonistas van al Louvre, pero luego no, o se nos presentan personajes episódicos que, de tan raros (el señor mayor que está siempre en la barra del bar), parecen recursos al estilo de la Mujer del Leño de Twin Peaks (1990-91, David Lynch y Mark Frost) cuando lo que ocurre es que solo están mal escritos.

Una dama en París, sin embargo, acaba y deja una cierta sensación de perplejidad al revelarnos que el drama insuficiente que hemos visto era todo lo que había que ver. Entender sus razones, en este caso, es una labor más próxima al oficio de paleontólogo: potenciales historias de amor que solo se sugieren cuando son verbalizadas a dos minutos del final, momentos pretendidamente preciosistas para mostrar el encanto de París no muy bien planificados (atención a las dos escenas en la Torre Eiffel)… Es la clase de película fallida que merece la pena verse como problema de matemáticas para alumno de cine: ¿tenía el guion errores de base, algo fue mal en el montaje y hubo que optar por soluciones salomónicas? Por eso y también, por supuesto, porque nunca está mal reencontrarse en pantalla grande con Jeanne Moreau, la protagonista de Jules y Jim (1962, François Truffaut), disfrutando con un vehículo a medida para su lucimiento.



Cartel_UNA_DAMA_EN_PARÍSUNA DAMA EN PARÍS (Une Estonienne à Paris)

Dirección: Ilmar Raag.

Guión: Ilmar Raag, Agnès Feuvre y Lise Machebouef.

Intérpretes: Laine Mägi, Jeanne Moreau, Patrick Pineau, François Beukelaers, Frédéric Epaud.

Género: drama. 2012, Francia-Estonia-Bélgica.

                                                                             Duración: 94 minutos.


 

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