El interés de la zona
Miguel Martorell Linares A veces la mente establece conexiones peregrinas. Mientras veía La zona de interés (Jonathan Glazer, 2023), en varios omentos sobrevolaron sobre mi cabeza imágenes de El tiempo […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
Miguel Martorell Linares A veces la mente establece conexiones peregrinas. Mientras veía La zona de interés (Jonathan Glazer, 2023), en varios omentos sobrevolaron sobre mi cabeza imágenes de El tiempo […]
A veces la mente establece conexiones peregrinas. Mientras veía La zona de interés (Jonathan Glazer, 2023), en varios omentos sobrevolaron sobre mi cabeza imágenes de El tiempo en sus manos (George Pal, 1960), versión cinematográfica libérrima de La máquina del tiempo, la novela de H. G. Wells. Libérrima porque Wells escribió en 1895 una distopía política para reflexionar sobre su época, mientras que la película es una fantasía dirigida a un público ávido de entretenimiento. Ambas, sin embargo, conservan el eje básico de la trama. El protagonista, viajero en el tiempo, llega a un futuro remoto donde la humanidad se divide en dos grupos: una comunidad de civiles indefensos y otra de cazadores armados. Los cazadores capturan y se alimentan de los primeros; no los ven como humanos, sino como ganado, una especie animal destinada a servir de sustento.
La zona de interés es también la versión libérrima de una novela, en este caso de la que publicó en 2014 Martin Amis, con igual título. Tan libérrima que resulta difícil reconocer el libro en la película. Glazer solo toma de Amis una premisa: contar Auschwitz desde la zona residencial de los oficiales, aneja a los barracones. Más allá, novela y película se bifurcan. Amis recrea un triángulo amoroso entre un oficial, el comandante del campo, que recibe el nombre ficticio de Paul Doll, y la mujer de este. Además, incluye el punto de vista de un prisionero judío que trabaja en las cámaras de gas y los crematorios.
Jonathan Glazer prescinde de toda trama novelesca. Yuxtapone escenas inspiradas en la vida cotidiana del comandante real de Auschwitz, Rudolph Hoss, su mujer Hedwig Hensel y sus hijos, y sumando estos momentos muestra qué pasaba por la mente de los verdugos. La zona que le interesa es el sector de los oficiales, retratado como un enclave paradisíaco. No cuenta la perspectiva de las víctimas. No introduce la cámara en el interior del campo de concentración. Mas aunque solo veamos sus vallas y torretas, la cima de los edificios y el humo que sale del crematorio, el campo es omnipresente. Está en la ceniza que sobrevuela el aire. En el zumbido que genera la combustión en los hornos. En las voces de guardas y kapos. En el ladrido de los perros. En los gritos de los presos. En el fuego que corona la chimenea del crematorio como si fuese un faro que tiñe las noches de naranja… A través de la fotografía y el sonido, Glazer transforma Auschwitz en una presencia incorpórea, espectral, ominosa. Sobrecogedora.
La zona de interés no solo es el espacio donde viven los oficiales. También es su mente. Glazer ha hecho los deberes. Domina la literatura académica sobre el Holocausto. Maneja el lenguaje de los verdugos, sabe cuáles son sus aspiraciones. Cada escena podría alentar un jugoso comentario. No obstante, lo que cuenta sobre la cosmovisión de los Hoss, erigidos en modelo de referencia, se puede agrupar en tres grandes temas interrelacionados: la deshumanización del otro, la expansión del Tercer Reich por Europa del Este como sublimación de la experiencia colonial y la banalidad del mal. Vayamos por partes.
El tema central, sin el que no cabe entender la película, es la deshumanización del contrario. Al hilo de esto se me vino a la cabeza la obra de H. G. Wells. Lo que cuenta Glazer a través de imágenes, sonidos y palabras solo puede entenderse bajo una premisa: en el Tercer Reich un grupo de humanos asumió como algo natural que otros humanos no eran tales, sino especies degeneradas, animalizadas. Parásitos que debían ser exterminados para no contagiar la esencia de la raza aria; alimañas a las que neutralizar para preservar el proyecto nacional alemán; bestias de carga que tocaba someter para servir a dicho proyecto.

Mujeres, niños y hombres fueron reducidos a la condición de animales u objetos, algo consustancial a otros procesos colectivos de persecución, sometimiento o aniquilación de grandes colectivos, pues siempre es más fácil matar o sojuzgar a quien no se considera humano. Glazer reproduce con precisión los eufemismos del lenguaje nacionalsocialista sobre el exterminio masivo. En una escena, un ingeniero explica a Hoss cómo un nuevo modelo de horno acelera la «producción», factura en un tiempo récord un mayor número de «piezas» y así aligera la «carga»: la producción es la quema de cadáveres, que son las piezas; la carga, los cuerpos aún pendientes de incinerar.
Las víctimas de Auschwitz son objetos que se procesan en una fábrica de la muerte y, a la vez, animales de los que aprovecha todo. Las cenizas procedentes del crematorio sirven de abono para el jardín. Hedwig Hoss viste con la mejor ropa obtenida de Kanada, la sección del campo de concentración donde los prisioneros dejaban sus últimas pertenencias. De allí obtiene, por ejemplo, un abrigo de pieles. Pero también otros objetos cotidianos. En un bote de dentífrico encuentra un diamante escondido por un preso judío; Hedwig bromea y ordena que le sirvan «más pedidos», a ver si hay suerte. Kanada es un supermercado para los oficiales.
No menos importante es el vínculo que Glazer establece entre la expansión nazi hacia el Este y el colonialismo, tema ausente en la novela de Amis. Para los Hoss, Auschwitz es un vergel. La película empieza con una escena idílica de la familia bañándose en el río un día soleado, arrullados por el canto de los pájaros. Su residencia, que limita con los barracones donde se hacinan los presos, es una finca de recreo con un jardín inmenso, piscina, invernadero y pabellón de invitados. «Todo esto era campo cuando llegamos aquí, lo hemos construido con nuestras manos», dice Hedwig en una escena. Y a lo largo de la película pelearán por conservar la tierra que conquistaron, donde han echado raíces.
El matrimonio ha erigido un paraíso en territorio hostil y esto les hermana con los pioneros coloniales de otros tiempos en otros continentes. No es inocente que un jerarca nazi defina a Rudolph Hoss como «un buen colono». Los Hoss no carecen de ideales, aunque llevarlos a cabo requiera exterminar al otro. Se perciben a sí mismos como una avanzadilla de la aventura colonial alemana en el Este, los adelantados que desbrozan el camino para la nueva civilización, que limpian el terreno de bestias salvajes y seres dañinos, que someten a la mano de obra díscola. «Este es nuestro hogar. Vivimos como buenos alemanes. Lejos de la ciudad. El Este es nuestro espacio vital», proclama Hedwig; «cuando nos jubilemos, cultivaremos aquí la tierra». Glazer vincula así el nacionalsocialismo con otras experiencias coloniales previas, como ya hizo Aime Cesaire en los años cincuenta.

Queda, por último, la cuestión de la banalidad del mal. La tesis de Hannah Arendt al respecto es bien conocida. Si creemos que los nazis encarnaban la perversidad en estado puro, que eran seres anormalmente malignos, deberíamos concluir que el Tercer Reich fue algo excepcional, fruto de una conjunción anómala y, por tanto, ajeno a la naturaleza humana. Frente a esta simplificación, Arendt sostuvo que las personas normales y corrientes también ejercen el mal a partir de decisiones banales, amparadas en la obediencia ciega a la autoridad y la falta de reflexión ética, o bajo la convicción de que determinadas acciones son correctas porque sirven a ideales mayores. Una tesis que ayuda a entender la implicación masiva de la población alemana en la implantación, desarrollo y defensa del Tercer Reich.
El Rudolph Hoss que recrea Glazer responde a este patrón. Es el eficaz director general de un establecimiento fabril. Un experto en procesar la muerte cuyo talento será reconocido con la ratificación como comandante de Auschwitz cuando el Tercer Reich afronte un reto extraordinario: liquidar en un tiempo récord a 70.000 judíos procedentes de Hungría. No hay nada personal en su trato con los judíos u otras víctimas. Tampoco se plantea su sufrimiento: cumple con un trabajo. Aun así, su cuerpo a veces chirría ante la tarea encomendada y le veremos vomitar en una escena que remite a Las benévolas, la novela de Jonathan Littell, cuyo protagonista tampoco puede asumir racionalmente que participa en un crimen repugnante, pero su cuerpo manifiesta la incomodidad frente a este hecho mediante cólicos y diarreas.
A su lado, Hedwig Hoss, interpretada por una soberbia Sandra Huller, es una sociópata carente de conciencia, incapaz de sentir la más mínima empatía y dispuesta a hacer daño si le apetece. Bromea con el destino de las víctimas y en una escena vemos cómo amenaza a una presa que sirve en su casa con convertirla en cenizas por no haber recogido la mesa a tiempo. Glazer acepta la tesis de la banalidad del mal. Pero también recuerda que la violencia masiva desplegada en guerras, genocidios o las políticas represivas de regímenes totalitarios o dictatoriales constituye un entorno ideal para la promoción profesional de los sociópatas: cuando se trata de perseguir, reprimir o exterminar al otro, carecer de empatía hacia los demás constituye un mérito, una virtud.
Casi al final de la película, Glazer inserta una escena del museo de Auschwitz en tiempo presente, en la que vemos cómo los equipos de limpieza pasan el aspirador por las vitrinas donde se apilan montañas de zapatos, de maletas, de gafas, de prótesis que entregaron allí los presos. Están preparando el museo para la visita masiva del día. Es posible que Glazer quiera sugerir que nosotros también deshumanizamos lo que allí ocurrió, que Auschwitz se ha convertido hoy en un destino estrella de los turoperadores, que hemos dejado de ver a las víctimas, que las ninguneamos convirtiendo su sufrimiento en selfies y fotos de unas vacaciones, en imanes de nevera y tazas de recuerdo compradas en los tenderetes que hay a la salida del campo. Digo que quizás Glazer quiera contarnos eso porque también podría significar otra cosa. Y este es para mí el principal problema de una película que por momentos roza lo genial.
Glazer es brillante. Y lo sabe. Está feliz exhibiendo su originalidad, su capacidad creativa, su genio. A lo largo de la película experimenta con varios cambios de estilo y de tono. Las escenas en la mansión de los Hoss se alternan con otras bellísimas, oníricas, primorosamente filmadas con cámara nocturna mediante un complejo e innovador proceso que el propio Glazer y su director de fotografía, Lukasz Zal, se han encargado de contar con todo detalle. Son imágenes enigmáticas que muestran a una niña de noche dejando manzanas por donde van a pasar al día siguiente los presos para que las encuentren. O a la madre de Hedwig, de visita en el campo, filmada también en algunas ocasiones con cámara nocturna.

Tras ver la película y comentarla con familia, amigos y colegas he tenido largas discusiones acerca de si la chica de las manzanas es real o es un sueño de la hija sonámbula de los Hoss. También sobre si una niña que aparece en otra escena tocando el piano es la misma que deja las manzanas, o no. O si la madre de Hedwig aparece durante parte del metraje filmada con cámara nocturna porque el personaje ha adquirido conciencia de la barbarie y le repugna lo que ve. O si es porque, sin disentir de los asesinatos masivos, no soporta la cercanía del matadero. O si se debe a cualquier otra razón que a Glazer se le haya pasado por la cabeza. O si la presencia de las limpiadoras del Museo de Auschwitz significa lo que yo creo que significa o la escena encubre un propósito oculto que no consigo discernir…
He encontrado respuesta a muchas de estas preguntas (no a todas) en las entrevistas que Glazer ha desgranado en las últimas semanas. Pero me quedo con la sensación de que tanta parafernalia preciosista es un artificio bonito pero inútil, que distrae del tema central. Algo no termina de funcionar si al salir del cine tras ver una película tan dura y brutal, en lugar de hablar del Holocausto, sus verdugos y sus víctimas, pasas media hora discutiendo sobre por qué unos personajes salen en blanco y negro, otros en color y otros mitad y mitad. Y tengo la sensación de que, cegado por sus ganas de innovar, experimentar y exhibir arranques de originalidad, Glazer, por momentos, también ha dejado de ver a las víctimas del Holocausto.