Morir de genialidad

Yago Paris


Peter Strickland es uno de los autores más apreciados del panorama europeo contemporáneo. Como si se tratase, en una lectura muy simplista pero clarificadora, de la réplica británica del director posmoderno por excelencia, Quentin Tarantino, el responsable de películas como Berberian Sound Studio (2012) o The Duke of Burgundy (2014) basa sus propuestas en la mirada al cine de género más popular y de menor prestigio cinéfilo —principalmente, el cine de Dario Argento y el del Jesús Franco, dos autores denostados hasta hace no demasiado tiempo—, que imita, reformula y entremezcla para dar lugar a creaciones hiperformalistas, fetichistas y de arrebatadora sensualidad audiovisual. In Fabric (2018) es su último largometraje hasta la fecha, que se estrena en España más de dos años después de su producción, y sin pasar por las salas, directamente en la plataforma de vídeo bajo demanda Movistar+. De 2018 también es Lo que esconde Silver Lake, una película en la que su creador, David Robert Mitchell, se preguntaba con insistencia por qué y para qué se hace referencia a otras obras en un filme, poniendo en entredicho aproximaciones cinematográficas tan valoradas por la cinefilia. La película de Strickland parece confirmar esta visión posmoderna: cuando el afán por reivindicar cierto tipo de cine acaba teniendo más que ver con la imagen autoral que uno muestra de sí mismo que con la obra en cuestión o la pertinencia de la referencia, resulta sencillo acabar perdido en ese laberinto metarreferencial, de corte esquizofrénico, que tan bien diseñaba Mitchell, y del que quizás él mismo también era víctima. 

In Fabric narra la relación de tres personajes con un arrebatador vestido rojo que tiene vida propia y se dedica a vampirizar a todo ente orgánico —no solo personas, sino también animales y comida— con el que entra en contacto. Esta propuesta alocada entronca de manera clara con el orrore all’italiana, cuyo representante más conocido sería Argento con películas como Suspiria o Inferno. Igual de formalista que su referente, y entregado a las mezclas de colores y sonidos, Strickland opta sin embargo por añadir una serie de capas subtextuales con las que aportar una aproximación reflexiva al género. En la cinta se localizan desde discursos de raza o género hasta intentos por desarrollar arcos de personajes consistentes, pero lo que más llama la atención es la disección del lado más problemático del mundo de la moda, con apuntes sobre la locura consumista o la producción de ropa en condiciones de esclavitud. 

Durante la primera hora de metraje, el británico combina de manera formidable las ideas formales con las subtextuales, algo para lo que resulta fundamental un milimétrico manejo del tono. Gracias a la gelidez y a la deliciosa lentitud con que rueda cada plano se consigue que algo tan disparatado mantenga el equilibrio entre la seriedad solemne de sus discursos, el juego posmoderno y una autoconsciencia humorística de risa congelada y tendencia a la parodia. Los mejores momentos se alcanzan en los variados espacios de los grandes almacenes, donde los diferentes personajes entran en contacto con la prenda asesina. Las instalaciones están regentadas por un tenebroso grupo de mujeres, comandadas por un anciano, lo que fácilmente se puede interpretar como una especie de secta entre la brujería y el vampirismo. Son ellos los protagonistas de las escenas más poderosas del filme, de entre las que destaca un ritual de hechicería con un maniquí, que se torna en pérfida escena erótica. Se trata de una propuesta a la que quizás solo le supere la idea subtextual, que consiste en preguntarse qué pasaría si la locura consumista durante la época de las rebajas fuera en realidad el resultado de un encantamiento orquestado por estas brujas y su líder.

Tras esa primera hora, que se centra en el personaje de Sheila (Marianne Jean-Baptiste), cuando la cinta parece haber alcanzado la cima de la fascinación cinematográfica, a Peter Strickland parece que se le agota la gasolina, pues decide reiniciar la propuesta y comenzar de cero con los otros dos personajes. Esto no solo se puede interpretar como un desafortunado coitus interruptus, sino como la constatación de que, en realidad, al cineasta no le importan demasiado los subtextos a los que tanto espacio narrativo les concede a lo largo del filme. La segunda parte de la cinta cambia la sutileza por la explicitud, la contención por el subrayado, y no es solo que la obra se convierta en la versión desmejorada de sí misma —el problema no es la explicitud y el subrayado; lo es no sacarles el mismo jugo—, sino que una aproximación anula a la otra en términos de puesta en escena y desbarata cualquier posibilidad de reflexión subtextual. Quien esto escribe no es sospechoso de exigirle rigor argumental y profundidad al cine; más bien al contrario, es un firme defensor del espectáculo audiovisual que no se tiene que justificar a sí mismo con coartadas reflexivas. El problema tiene más que ver con la coherencia interna, que Strickland vuela por los aires sin aparentes remordimientos. Viendo el desarrollo de la película da la impresión de que se enamoró de todas las ideas que tuvo y decidió no dejar ninguna fuera. En última instancia, In Fabric naufraga en el mar de genialidad sin filtros de su creador, porque está condenada a la contradicción por acumulación.



IN FABRIC

Dirección: Peter Strickland.

Reparto: Marianne Jean-Baptiste, Sidse Babett Knudsen, Caroline Catz, Julian Barratt, Gwendoline Christie, Hayley Squires, Leo Bill, Richard Bremmer, Steve Oram.

Género: thriller de terror. Reino Unido, 2018.

Duración: 118 minutos.


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