Miguel Martorell Linares


En el año 1923 el director alemán Karl Grune estrenó La calle (Die Straße). Sus primeras escenas contraponen el orden y la placidez de un salón de clase media al caos y la vorágine de Berlín, la ciudad que el protagonista, aburrido, observa desde la ventana. Acuciado por la tentación, el hombre traspasa la fina barrera que le separa de la metrópoli y allí pierde el control sobre su vida.

Este fue el primero de un grupo de largometrajes calificados como filmes de la calle porque en ellos el ajetreo y el barullo urbanos arruinan la paz y la quietud del hogar burgués y trastocan la existencia de honrados ciudadanos, malparados en su contacto con prostitutas, ladrones y delincuentes. A esta serie de películas pertenecen, entre otras, Bajo la máscara del placer (Die Freudlose Gasse, 1925), de G. W. Pabst; Asfalto (Asphalt, 1929), de Joe May; o ya en el cine hablado El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), de Josef von Sternberg. En ocasiones, como en Asfalto, al final prevalece el orden y todas las piezas se recomponen; en otras, como en El Ángel azul, la calle destruye al protagonista.

El arte y la literatura alemanas de la época retrataron esta amalgama urbana en la que confluían ladrones y burgueses, mujeres de mala vida y mutilados de guerra, obispos y travestis «revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos», tal y como reza la letra Cambalache (1934), el tango que Enrique Santos Discépolo escribió por estos años en Argentina y que también expresa la desazón ante un mundo en el que se han desintegrado las barreras sociales. Así vieron Berlín los pintores de la Nueva Objetividad, como George Grosz u Otto Dix, y escritores como Alfred Döblin en Berlín Alexanderplatz o Bertold Brecht en La ópera de tres peniques, ambientada en un Londres intemporal que evoca a la capital alemana.

Bien podía ser que cambiara el punto de vista, que la mezcla entre la crema de la sociedad y los bajos fondos expresara la denuncia de un orden político y social injusto o el pánico ante el derrumbe de dicho orden. Pero aunque variase la intención ahí estaba el cambalache social. Berlín, capital republicana, representó para muchos alemanes cuanto de inestable trajo consigo el universo posterior a la Gran Guerra. El mundo sólido del siglo XIX no se transmutó entonces en líquido, como ha apuntado para nuestro tiempo Zygmunt Baumann. Siguió siendo sólido pero estalló en mil pedazos, fragmentándose en piezas afiladas y cortantes, entremezcladas en un desorden que no dejaba entrever formas inteligibles «como si de un cántaro» hecho añicos se tratara, escribiría Stefan Zweig.

Berlín fue el símbolo de la ansiedad, de la angustia y la desazón, emociones que flotaban en el ambiente y que compartían tanto los defensores como los detractores de la metrópoli. Entre estos últimos figuraban los nazis, que forjaron la imagen de una urbe corrupta, plagada de prostitutas y cabarets de mala vida, de obreros entregados al sueño bolchevique, de judíos y liberales cosmopolitas, de mendigos, de inmigrantes que contaminaban la pureza racial; que era, en definitiva, el centro del capital especulativo que conducía a los alemanes a la miseria. Joseph Goebbels afianzó su carrera en el nazismo sobre una campaña dirigida a liberar la ciudad de las hordas marxistas, a recuperarla para la nación por la fuerza. Berlín, sostenía, era el monstruo del asfalto que sofocaba la naturaleza y robaba su alma a los hombres, y era al Partido Nacionalsocialista a quien correspondía matar a la bestia clavando en el asfalto su bandera.

Goebbels no estaba solo. La fobia antiurbana proliferó entre los nazis. Alfred Rosenberg, ideólogo del partido, consideraba que una casa de campo alemana contenía «más libertad espiritual y fuerza creativa que todas las ciudades». Tesis compartida por Hitler, que odiaba las grandes urbes, territorios donde reinaban el caos y el desorden, al ser ajenos al solar patrio del que emanaban las virtudes nacionales. El arquitecto Albert Speer constató escandalizado cómo, tras la derrota de Francia, coqueteaba con la idea de destruir París como antes había arrasado Varsovia.

De hecho, con ayuda del propio Speer el Führer proyectó arrasar Berlín, la nueva Babilonia, emblema de la república de Weimar y –por tanto- de la decadencia alemana. No a sangre y fuego, sino mediante un plan metódico y preciso. Berlín debía ser demolida y reconstruida. Ni siquiera conservaría el nombre. La nueva capital alemana, erigida sobre el mismo solar, se llamaría Germania y constituiría todo un festín del exceso: avenidas colosales, grandiosos edificios públicos inspirados en formas grecolatinas y vastas plazas capaces de albergar a masas ingentes exhibirían la majestad del Reich y su hegemonía sobre Europa. Una refundación que entrañaba un acto de profilaxis y purificación.

Quizás sea Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt), dirigida por Walter Ruttmann en 1927, la película que mejor represente la locura de la capital, la ansiedad que generó en muchos alemanes durante aquellos años. Ruttmann había nacido en Frankfurt el 28 de diciembre de 1887. Tuvo una formación artística muy completa: estudió música desde su infancia, arquitectura en Zurich y pintura en Múnich. Fue oficial de artillería durante la Gran Guerra, licenciado en 1917 por una enfermedad que le dejó parte del año en un sanatorio. Desmovilizado, regresó a la pintura, pero pronto consideró que era un arte estático, caduco, incapaz de reflejar la vida moderna. «Telégrafos, trenes, estenografía, fotografía, rotativas… han traído una velocidad en la transmisión de la información intelectual desconocida hasta la fecha», observó en torno a 1920. Una sobrecarga que no podía «ser procesada por las vías tradicionales».

Por esas fechas se movía en el entorno dadaísta. En 1921 realizó su primera película, Lichtspiel Opus I, con música del compositor dodecafónico Max Butting. Los asiduos a las series televisivas reconocerán sus imágenes porque cerraban algunos capítulos de Babylon Berlin. Ruttmann quería trascender la abstracción pictórica, dar un paso más hacia la modernidad captando el movimiento a través de coloridas figuras geométricas que se desplazaban por el espacio siguiendo el ritmo de la música: «El arte, el arte vivo, ya no puede ser lo que aprendimos en la escuela», escribiría en 1928. Lichtspiel Opus I fue la primera creación de un grupo de cineastas que investigaron en la misma línea, como Hans Richter o Viking Eggeling. Ellos mismos calificaron su obra como cine absoluto, pues alardeaban de hacer cine puro, libre de las cargas heredadas del teatro, como los actores o la trama. Todos compartían una misma preocupación: el cine absoluto, escribía en 1926 Kate Kurtzig, pretende captar, por encima de todo, «el poder rítmico del movimiento».

Captar el poder rítmico del movimiento. Ese fue el objetivo de Ruttmann en Berlín, sinfonía de una ciudad. A estas alturas ya había desarrollado el proyecto iniciado en Lichtspiel Opus I en otros filmes abstractos similares —Opus II, III y IV— y en colaboraciones con directores, como Fritz Lang, para quien diseñó el sueño de Krimilda en la primera parte de Los nibelungos (Die Nibelungen, 1924), o Lotte Reiniger, a quien ayudó en Las aventuras del Príncipe Achmed (Die Abenteuer des Prinzen Achmed, 1926). También había emprendido una interesante carrera en el ámbito de la publicidad cinematográfica, un género entonces virgen, asociado a la modernidad y al consumo de masas, en el que fue pionero junto a Reiniger.

Berlín…, no obstante, constituye su primera película de gran formato. Ruttman adoptaba aquí el género de las fantasías o sinfonías urbanas que había iniciado Paul Strand con Manhatta (1921) y que contaba con alguna obra maestra como Rien que les heures (1925), de Alberto Cavalcanti. Estos directores pretendían captar el alma de la ciudad recurriendo al montaje y a las técnicas más avanzadas de la vanguardia cinematográfica. Ruttman siempre entendió la película como un paso más en la senda del cine absoluto: cine sin trama, sin personajes, pura imagen en movimiento al ritmo de la música. La diferencia frente a sus trabajos anteriores estribaba en que aquí las figuras abstractas dejaban paso a imágenes de la metrópoli.

Apoyado en la banda sonora de Edmund Meisel, quien había escrito para Eisenstein la partitura de El acorazado Potemkin, Ruttmann trató de captar la vorágine y el frenesí berlinés como si se tratara de una sinfonía. La película consiste en una sucesión de imágenes, ordenadas en secuencias rítmicas que capturan la ebullición y el frenesí urbano durante toda una jornada, desde el momento en que un tren avanza hacia la ciudad que amanece hasta los fuegos artificiales de la noche. El propio director definió su trabajo en términos musicales: «cada día […] después de haber montado sabía lo que faltaba: aquí un fragmento para un tiempo crescendo, allí un andante».

 

Tras el estreno, el crítico e historiador del cine Siegfried Kracauer reprochó a Ruttmann su obsesión con el ritmo, su fascinación por las máquinas en movimiento —ya fueran trenes, rotativas, turbinas o montañas rusas— y su menosprecio hacia los humanos, sus condiciones de vida, sus problemas. Para Kracauer ahí estribaba la diferencia entre Berlín… y otras sinfonías urbanas como la de Cavalcanti, o  El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), del director soviético Dziga Vértov.

Mucha máquina, mucho efecto, mucho ritmo, mucha ciudad y apenas nada sobre sus habitantes convertidos en una masa itinerante que vagaba de uno a otro lado, comparados en una secuencia con un rebaño de vacas. Ruttmann, venía a decir Kracauer, era un artista equívoco: un hombre de su tiempo en cuanto al uso del lenguaje cinematográfico pero carente de un compromiso real con sus semejantes, preocupado solo por la estética, por las formas en movimiento. Lo cierto es que, a pesar de las críticas de Kracauer, Ruttmann estaba lejos de cultivar del arte solo por el arte. El arte debe tomar partido, escribió en 1928, «todo arte que no contenga un pronunciamiento pertenece a un museo de antigüedades».

Berlín… es, en efecto, una película ambivalente. Su lenguaje vanguardista culmina el programa de cine absoluto que Ruttmann defendía desde años atrás. Y, en efecto, es un canto al movimiento, al maquinismo, a las formas más rabiosas de la modernidad que le emparentan con los futuristas italianos. Pero también muestra una imagen terrible de la ciudad, que entronca de lleno con la retórica conservadora, incluso reaccionaria en el sentido descriptivo de la palabra: de reacción atemorizada ante las implicaciones de la modernidad. Al retratar un Berlín en el que unos humanos apenas se distinguen de otros y todo individuo se difumina en la masa no está adoptando una mera perspectiva esteticista: está denunciando a la ciudad como una bestia que devora a sus hijos.

Este alegato resulta patente en la única y brevísima trama de la cinta, que llega en torno a los tres cuartos de hora de metraje. En un crescendo de la música y con un montaje de vértigo que debe mucho a Eisenstein, Ruttmann encadena durante poco más de medio minuto las siguientes imágenes: una mujer asomada a un puente sobre el Spree, las aguas turbulentas del rio, un primer plano de su rostro, una toma enloquecida desde la vagoneta de una montaña rusa, un primer plano de sus ojos, de nuevo el agua embravecida, una espiral girando a toda velocidad y la superficie del río en la que vemos el agua desplazada por el cuerpo al caer.

La mujer se ha suicidado y los curiosos se arremolinan en el puente viendo la desgracia. El siguiente plano, sin solución de continuidad, muestra un desfile de modelos. En los momentos previos al suicidio vemos rotativas de prensa y portadas de periódicos donde destacan las palabras «crisis», «muerte», «bolsa» y «dinero»; imágenes de mendigos alternando con joyerías; espirales, puertas giratorias, remolinos de viento… Todo ello conduce al suicidio, a la muerte del individuo. Berlín no solo es como el cambalache del tango, un lugar donde todo se mezcla y reina el caos. También es una máquina de matar.

El mensaje que transmitía Ruttmann encajaba con algunas visiones de la ciudad que transmitían los artistas de la Nueva Objetividad. Pero tampoco difería en exceso del discurso que los nazis estaban construyendo sobre Berlín. Leni Riefenstahl contaba en sus memorias que Goebbels recelaba de él porque «era comunista», pero lo cierto es que el director se convirtió en un activo propagandista nazi desde la misma proclamación del Tercer Reich. En noviembre de 1933 realizó para el Ministerio de Agricultura el documental Sangre y tierra (Blut und Boden), que comienza con las plácidas y bucólicas imágenes de un grupo de granjeros alemanes trabajando el campo. La calma, sin embargo, deviene en locura cuando deben vender su granja por culpa de la especulación judía y se instalan en la ciudad. El director retoma entonces el ritmo frenético del montaje empleado en Berlin…: la ciudad es de nuevo la bestia del asfalto que condenaba Goebbels, el monstruo que devora a los humanos. La tranquilidad retorna a la pantalla cuando el Reich garantiza a los campesinos un asentamiento en el Este donde podrán cultivar la tierra. Termina la película con niños de todas las granjas de la nueva tierra corriendo uniformados a desfilar con estandartes y banderas nazis.

La experiencia de Sangre y tierra hizo que Goebbels pensara en Ruttmann para realizar el documental que iba a glosar en 1934 el congreso del Partido Nacionalsocialista en Núremberg. Pero el director no dio con el tono adecuado. Cuenta Leni Riefsentahl que las primeras imágenes que rodó constituían «un maremágnum de tomas filmadas en la calle, de periódicos revoloteando en cuyos titulares debía hacerse visible el ascenso del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán». Asegura también que Ruttmann estaba deprimido, que se sentía incapaz de afrontar el reto que acabó asumiendo ella y cuyo resultado sería El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935) la gran obra maestra de la propaganda política. En cualquier caso, Riefenstahl es parte interesada en esta historia y quizás su juicio sea oportunista…

Poco antes de Sangre y tierra, Ruttmann había realizado en Italia su primera y única película de ficción: Acero (Acciaio, 1933). Fue un encargo del gobierno italiano para adaptar a la pantalla el texto Giuoca Pietro!, una idea de Luigi Pirandello probablemente desarrollada por su hijo Stefano. El propio Mussolini había pedido al dramaturgo y novelista una historia ambientada en las acerías de Terni, en la región de Umbría, con el fin de exaltar la pujanza industrial y la modernidad italianas. La trama gira en torno a un triángulo de amor y celos entre dos obreros de los altos hornos y la novia de uno de ellos.

El problema de la película, tal y como constató Mario Soldati, su guionista, es que a Ruttmann «no le interesaba el texto: el diálogo y las palabras era como si no existieran». La crítica constató que las escenas de la fundición constituían un hermoso «poema del hierro y del fuego» pero el modo de abordar la trama era inane y los personajes carecían de consistencia. Acero cosechó un fracaso del que Pirandello se desmarcó pronto asegurando que el director había ninguneado su historia para centrarse en el mero placer estético del juego con las luces y las sombras que generaba la fundición del metal. 

Los humanos parecían ser un incordio para Ruttmann quien, de hecho, en adelante casi prescindió de ellos. Los mejores trabajos de sus últimos años son películas comerciales y documentales de propaganda para el Tercer Reich, casi todas centrados en el poder del acero y la exaltación de la máquina. Así El metal de los cielos (Metal des Himmels, 1935), medalla del Festival de Venecia de 1936, es un cortometraje sobre la industria del acero, metal de los dioses. La cinta, encargo del gobierno nacionalsocialista, es un canto a la potencia industrial del país: imágenes de altos hornos se alternan con otras de los productos fabricados con el acero. No es inocente que los primeros en aparecer sean cañones, cruceros de guerra y aviones, en un alarde del rearme militar nazi. Y de 1937 es Mannesmann, sobre la fábrica metalúrgica alemana del mismo nombre, que ganó la Copa del Partido Nacional Fascista al mejor documental en 1938.

Una de sus últimas películas, Deutsche panzer, de 1940, es un breve y trepidante cortometraje sobre la industria del armamento, rodado ya en plena guerra: todo su talento para el montaje se centra esta vez en la construcción de un tanque, proceso en el que los operarios figuran como simples engranajes en la cadena de ensamblaje. Ruttmann captó con toda frialdad el espíritu de esta máquina de matar sin importarle quiénes la fabricaban ni quiénes serían sus posibles víctimas. No podía saber entonces que sucumbiría poco después en la gran sinfonía de la muerte que él mismo había contribuido a componer. Murió en Berlín, en julio de 1941, a resultas de las heridas contraídas mientras filmaba algunas escenas bélicas durante el avance del ejército alemán por el frente ruso.


Puedes ver Berlín, sinfonía de una gran ciudad en MUBI



 

2 Comentarios »

  1. Como siempre Miguel Martorell realiza un exhaustivo e interesante trabajo de investigacióninvestigación en esta ocasión sobre algunos cineastas alemanes y su visión de la metrópolis. ¿Quizá en un futuro pueda hacer lo mismo con el tratamiento que una cinematografía concreta hace del medio rural? Muchas gracias por un análisis tan claro y certero..Viendo el vídeo me ha recordado al movimiento futurista, aunque en blanco y negro.
    ¡Felicidades maestro!
    Pepa Sarsa

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