Irene Bullock


«Si la gente pudiera ver que el cambio se produce como resultado de millones de pequeñas acciones que parecen totalmente insignificantes, entonces no dudarían en realizar esos pequeños actos»: esta es una frase del historiador Howard Zinn (1922-2010), y a él le dedica Iciar Bollain También la lluvia (2010). Esta reflexión es una de las tesis que desarrolla la película. Tanto Iciar Bollain como el guionista Paul Laverty, haciendo un uso original del metacine, desarrollan una obra cinematográfica con fondo político y social. Lo interesante es su estructura y la forma en que está contada, pues se ponen diversos temas sobre la mesa que permiten otra manera de «leer» la Historia. Sin embargo, la propuesta no es redonda del todo, pues precisamente su fuerte (una estructura compleja) lastra un ingrediente fundamental para implicar emocionalmente al espectador: la construcción de los personajes, su evolución y sus relaciones. Es como si los personajes no hubieran dado el salto del borrador al guion, están esbozados, pero no del todo construidos.

También la lluvia cuenta la guerra del agua en la ciudad de Cochabamba, Bolivia, durante el año 2000. Allí una multinacional estadounidense firmó un acuerdo con el presidente del país para privatizar el agua, y una de las consecuencias fue la excesiva subida de tarifas. Los más afectados fueron las comunidades indígenas, que se echaron a las calle, y la revuelta fue tal que el gobierno terminó retractándose y rompió el acuerdo. El origen del título de la película tiene que ver con una ley que se aprobó en el parlamento para blindar los intereses de la multinacional, un texto donde se recogía que esta tenía derecho a cobrar incluso por el agua de lluvia que pudieran recoger los ciudadanos para su uso personal…

La película expone además una tesis histórica: que la situación de las comunidades indígenas poco ha cambiado desde que Cristóbal Colón pisó América. Más de quinientos años después, la idea de la colonización en dichas comunidades sigue vigente, solo que los poderosos cambian de rostro. Y, centrándonos en Bolivia, como dijo Eduardo Galeano en un artículo, Bolivia de pie nunca de rodillas. El país que quiere existir, su historia se resume de la siguiente manera: «La tragedia se repite, girando como una calesita: desde hace cinco siglos, la fabulosa riqueza de Bolivia maldice a los bolivianos, que son los pobres más pobres de América del Sur. Bolivia no existe: no existe para sus hijos». La explotación de sus recursos ha sido continua durante siglos: primero fue la plata, después el salitre, más tarde el estaño, luego el agua y también el gas…

¿Cómo unen Iciar Bollain y Paul Laverty pasado y presente, cómo unen ambos tiempos? Pues narrando la peripecia de un equipo de profesionales del cine en Cochabamba durante la guerra del agua. ¿Y qué película están filmando? Una película sobre la cara oscura de Cristóbal Colón y las consecuencias que tuvo su desembarco para las comunidades indígenas. En el guion de la historia que pretenden rodar los protagonistas se contrapone la mirada de Colón con la de los dominicos Antonio de Montesinos y Bartolomé de las Casas. Mientras hacen su película sobre las injusticias de los colonos, transcurre fuera de cámara la realidad que de nuevo golpea a los indígenas. De hecho, el actor que contratan para representar a Hatuey, a quien se le conoce como el primer rebelde de América, es uno de los líderes indígenas de la guerra del agua, Daniel (Juan Carlos Aduviri). El equipo de profesionales del cine, encabezados por el productor Costa (Luis Tosar) y el director Sebastián (Gael García Bernal), es testigo de la revuelta. Y todos se enfrentarán a unos acontecimientos que no esperaban en su plan de rodaje.

Un equipo de cine en Bolivia

«Sí, les pagas dos jodidos dólares al día y se sienten como reyes». Costa tiene una conversación  telefónica en inglés con los socios estadounidenses y les suelta esta frase delante de Daniel, pensando que este no entiende nada, es decir, menospreciando a su interlocutor. Antes de esta conversación, se ha intentado hacer amigo de Daniel, pidiéndole que no se meta en líos hasta que termine el rodaje e ignorando  su causa. Cuando termina la llamada, el actor indígena se le queda mirando y le dice que ha entendido perfectamente sus palabras, porque trabajó como obrero dos años en EE.UU. Y, desencantado, añade: «Yo ya me conozco esa historia».

Dicha secuencia sirve también para ilustrar cómo el equipo de cine ha acabado en tierras bolivianas y las convierten en «platós cinematográficos». Bolivia es el sitio ideal, pues con su «presupuesto ajustado» allí pueden trabajar más barato, ahorrar en producción, conseguir a buenos precios el contrato de actores, extras y profesionales para la construcción de decorados, el acceso a buenas localizaciones, así como obtener facilidades en el alojamiento y el cáterin.

A Costa, en un principio, solo le interesa abaratar costes, minimizar los problemas y tener contentos a los financiadores americanos. Es un hombre cínico y desencantado, pero que hace bien su trabajo: ser un solucionador de problemas. Y el director Sebastián solo tiene un ideal: quiere rodar la gran película que tiene en mente, una que perdure en la historia, y sea un canto de reivindicación de la comunidad indígena a través de la figura de Bartolomé de las Casas. Curiosamente, según evolucionan los hechos se va produciendo un cambio de roles (que desgraciadamente no está apenas desarrollado), pues el cínico se quita la venda y se implica; mientras que el idealista se vuelve práctico y egoísta, y decide que tiene que acabar la película como sea, aunque tenga que ignorar la realidad más cercana, invalidando su discurso.

A ninguno de los dos, en un principio, aunque sus motivaciones sean distintas, y pese al tipo de película que quieren rodar, les merece la pena mirar bien lo que les rodea. Ninguno desea plantearse por qué los bolivianos pueden trabajar tan barato (o si, quizás, como jefes, se estén aprovechando de la situación) o qué pasa en ese país que les acoge y les sirve de plató cinematográfico. Solo quieren llevar a buen puerto su película. Y como ellos dos, también se implican de distinta manera otros miembros del equipo como los actores principales o la realizadora del making of.

De hecho, en plena revuelta no tienen reparo en reunirse con una de las autoridades de Cochabamba. Cuando le preguntan por los motivos de la revuelta, y sobre todo si van a tener problemas con su filmación, su anfitrión justifica la represión y quita la razón a los indígenas con un discurso estereotipado y racista (que si es imposible dialogar con ellos, que si son todos unos analfabetos y que es una cuestión de «victimismo contra la modernidad»). Aunque Sebastián le contradice en todo momento y le expone que él cree bastante coherente las quejas, pues es imposible que personas que apenas ganan puedan asumir la subida del agua, este le frena en seco, echándole en cara que ellos mismos les pagan solo dos dólares al día. El director trata de decir que no es igual, que ellos tienen un presupuesto ajustado, y el otro se ríe en su cara.

Esta práctica, rodar en países donde todo resulta más barato y se pueda así ajustar los presupuestos, es algo que ha hecho habitualmente la industria cinematográfica. Y, normalmente, mantenerse al margen de la realidad social y política del país de acogida y que ofrece todas las ventajas de rodaje no ha sido algo extraño. De hecho, hubo una época en que España, durante la posguerra, se convirtió en un gran plató cinematográfico de Hollywood. Incluso se creó el imperio de Samuel Bronston, productor que supo engatusar a las autoridades franquistas para rodar grandes superproducciones americanas. Las estrellas americanas y distintos profesionales pisaban España, y algunos se interesaban por la realidad que estaba viviendo el país y otros pasaban de puntillas, realizaban su trabajo y se marchaban.

El personaje Pepito Grillo

En un momento en que el equipo toma una opípara cena, Alberto, el actor que va a encarnar a Bartolomé (Carlos Santos), pregunta a una camarera cómo se dicen distintas palabras en quechua, entre ellas «agua», y esta le dice que «yaku». Todos ríen, sin dar ningún valor a la palabra, hasta que Antón (Karra Elejalde), el actor que será Cristóbal Colón en la película, inicia una discusión. Antón es la típica estrella venida a menos, que no deja de beber, porque como explica a Costa más adelante, siempre tiene mucha sed. Representa un estereotipo muy bien empleado: el alcohólico que puede decir lo que le viene en gana, que no se oculta tras caretas y suelta verdades sin filtros. Este plantea a un orgulloso Alberto, por el papel que va a representar, que Bartolomé de las Casas también tiene una cara oscura, y empieza a enumerar todas las contradicciones del dominico. El director y el actor defienden a toda costa su figura. Antón señala a los actores que van a hacer de Bartolomé y Montesinos y dice: «Falsificáis a este par de cabrones y a mí me lincháis, esto no es arte es pura propaganda».

Y  así queda planteada otra cuestión muy interesante de la historia del cine y, por concretar, de dos géneros en especial, el cine histórico y el cine político. Una cosa es la «mirada» y un determinado «punto de vista» sobre la historia o un acontecimiento político, con el que el espectador puede estar de acuerdo o no; y otra cosa es difundir mensajes e ideas para manipular al público y mostrarles una visión única (y puede que distorsionada) y conseguir así adeptos a una causa, movimiento o partido. A veces es muy fina la línea para distinguir un camino u otro.

Para entender la diferencia, un espectador puede ver También la lluvia y estar de acuerdo o no con su visión, y debatir sobre el tema, analizar, contraponer otra tesis, etcétera. Además no hay nadie detrás de esta película, tan solo sus creadores y su mirada. Pero, por ejemplo, Alba de América (1951) de Juan de Orduña (que curiosamente fue un fracaso de público, luego no cumplió muy bien su fin) se realizó con el apoyo del régimen franquista para reafirmar la grandeza del país y sus hazañas pasadas y presentes, mostrando la Historia de una única manera posible, no para que fuera carne de debate y de discusión, sino como verdad incuestionable. Aunque Antón se equivoca en una cosa: sí hay ejemplos en la historia del cine de obras maestras con fines propagandísticos, y el más obvio es el cine documental de Leni Riefenstahl.

Los ensayos, el rodaje y la Historia

En otro momento de la película, Juan, el actor que va a ser Montesinos (Raúl Arévalo), ensaya una secuencia, antes del rodaje, en una iglesia al aire libre en un paisaje selvático. Todos los presentes, los trabajadores indígenas, los actores y el director, están vestidos con sus ropas del siglo XXI. La escena es el sermón en el que el dominico se enfrenta a las autoridades por el trato a la comunidad indígena, por su explotación indiscriminada. Y donde suelta, como primera voz de la conciencia: «Yo soy la voz de Cristo en esta isla y estáis en pecado mortal». El efecto que se consigue con esta secuencia, y la mirada en tensión de los extras y trabajadores, es como si ese sermón de hace quinientos años pudiera decirse en una celebración eucarística del presente, y tener el mismo efecto y la misma fuerza. La advertencia sirve igual ahora, pues hay otros conquistadores y explotadores.

Conviene destacar  otra secuencia que mezcla el rodaje con la realidad. De nuevo, quedan enfrentados pasado y presente. Están rodando la muerte en la hoguera de Hatuey, y cómo este repudia tanto a los conquistadores como a la Iglesia. Lo que no saben los actores indígenas, caracterizados como hace quinientos años, es que al terminar esta escena, la policía irá a detener a Daniel, que ha sido encarcelado durante una manifestación  del día anterior. Costa y Sebastián han logrado antes su excarcelación, pero solo el tiempo suficiente para terminar su trabajo en la película. Cuando acude un coche de policía a la localización, y dos de ellos detienen a Daniel, los extras no se lo piensan dos veces, y ataviados como indígenas del pasado, se rebelan otra vez, igual que hace quinientos años, y asaltan el coche para liberar y ayudar a huir a Daniel.

La película juega durante todo su metraje con tres niveles, y permite en todo momento lecturas que unen pasado y presente. Por una parte desarrolla el día a día del equipo de rodaje; por otro vemos la historia que están rodando, la llegada de Colón y su actitud tiránica contra los indígenas; y, por último, la lucha reivindicativa de la comunidad indígena en la guerra del agua.

Una botella de agua

También la lluvia empieza y termina con metáforas poderosas. Al principio, un helicóptero sobrevuela el cielo y cuelga de él una enorme cruz de madera. Una manera de anunciar el principio del rodaje y un símbolo que preludia la llegada del imperialismo y del colonialismo, y su presencia que perdura por los siglos de los siglos. Al final, Daniel al despedirse de Costa le regala una caja de madera. Y en ella hay una pequeña botella de «yaku». Un regalo valioso y esperanzador que muestra la importancia de las pequeñas acciones…


Puedes ver TAMBIÉN LA LLUVIA en varias plataformas



2 Comentarios »

  1. Hola Irene:
    Estoy muy de acuerdo con tu crónica. La película esta bien pero, parece, las partes que la componen son mayores que el todo. Tratando de lluvia se podría decir que no llega a calar.
    Un placer leerte. Manuel.

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  2. Muchas gracias, Manuel, por leer estos análisis que para mí también es un placer realizarlos.
    «También la lluvia» es de esas películas irregulares que no obstante plantean un montón de temas interesantes y permiten un análisis rico en matices y detalles. Además entra dentro de este subgénero temático maravilloso que es cine dentro del cine. Desarrolla un montón de ideas y tesis, y algunas las refleja muy bien. Otras están ahí, pero se quedan en el camino. A mí su visionado no me dejó indiferente, y eso ya dice mucho de una película.

    Con cariño
    Irene Bullock

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