Problematizar el activismo

Yago Paris


El activismo político de izquierdas se puede entender como una respuesta ciudadana ante las incapacidades de los sistemas de gobierno, o ante el manifiesto desinterés de los gobernantes por crear una sociedad más justa e igualitaria. Diferentes colectivos, organizaciones y grupos asamblearios salen a las calles para protestar, haciendo visible que el descontento no es (tan) minoritario, y, al mismo tiempo, para tratar de concienciar a la sociedad. En estos ambientes, habitualmente enfervorecidos, se suele aludir con frecuencia a conceptos como la revolución, que es una apuesta por un cambio radical que nace en las calles y lo promueve la voluntad popular. Y es aquí donde habitualmente se suele perder perspectiva, pues las diferentes maneras de aproximarse a la causa —jugando dentro o fuera del sistema— y los intereses cruzados —¿qué se busca realmente cuando se hace la revolución?: ¿un verdadero cambio social?, ¿una satisfacción del ego?, ¿un ascenso en la escala del poder?…— suelen acabar lastrando o incluso imposibilitando el cambio. 

Las diferentes perspectivas sobre el activismo y sus problemáticas figuras mediáticas son el eje discursivo de El juicio de los 7 de Chicago, el segundo largometraje como director del reputado guionista Aaron Sorkin, quien también ha firmado el libreto de esta ficción basada en hechos reales que se ha estrenado recientemente en Netflix. La cinta narra el juicio contra siete civiles acusados de conspirar para provocar disturbios callejeros durante la convención demócrata que se celebró en la citada ciudad estadounidense en 1968. Las protestas exigían el cese de la guerra de Vietnam. Entre los acusados destacaban figuras públicas de diferentes movimientos activistas, como Abbie Hoffman (Sacha Baron Cohen) y Jerry Rubin (Jeremy Strong), fundadores del Partido Internacional de la Juventud (más conocidos como los Yippies), o Tom Hayden (Eddie Redmayne) y Rennie Davis (Alex Sharp), miembros de la organización Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS en sus siglas en inglés). Es decir, dos vertientes bien diferenciadas dentro de los movimientos sociales: la primera era contracultural y antisistema, y la segunda trataba de hacerse un hueco dentro del sistema. El grueso de la cinta se convierte en una disputa de ideologías y egos entre Hoffman y Hayden, lo que permite mostrar las complejidades, contradicciones y lados oscuros de los movimientos sociales. 

En este punto, Sorkin es suficientemente listo como para no casarse con nadie y ser crítico con todas las aproximaciones al conflicto. Por un lado, Hayden recrimina a Hoffman que el problema de la contracultura es que desvía la atención de una verdadera revolución, o que su imagen (jipis drogados) y acciones (darle flores a los militares) hagan lucir a la izquierda como un grupo apolítico e incluso ridículo, lo que distrae el debate de las verdaderas causas sociales que se pretenden defender, algo que solo puede hacerse efectivo desde la posesión del poder. Al mismo tiempo, el propio Hayden aparece en varias escenas como un personaje movido por sus ansias de escalar en la pirámide política, lo que lo lleva a ser dócil e incapaz de cuestionar el propio sistema que aparentemente quiere cambiar, porque en el fondo depende de él. Y moralmente, por encima de ambos, aparece el personaje de Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen II), el cofundador del partido político Panteras Negras y por aquel entonces presidente del mismo.

Octavo miembro de la lista de acusados, aunque posteriormente absuelto, al personaje le bastan un par de líneas de diálogo para poner patas arriba los objetivos y motivaciones de todos estos grupos activistas al compararlos con los de su partido político: «Vosotros siete tenéis el mismo padre, ¿verdad? “Córtate el pelo, no seas maricón, respeta la autoridad, respeta América, respétame”. Vuestra vida es un “jódete” a vuestros padres, ¿verdad? ¿Pero puedes ver que eso es distinto a una soga colgada de un árbol?». Dicho de otra manera, en muchos casos el activismo tiene más que ver con el afianzamiento de una identidad activista individual que con la lucha en sí. Mientras Seale lucha por tener una vida digna, bajo amenaza de morir en cualquier momento —este discurso lo da el día después de que uno de sus compañeros haya sido asesinado por la policía—, en los siete acusados del juicio cuesta distinguir dónde acaba la verdadera lucha social y dónde comienza la satisfacción del ego propio.

Y es que, como bien señala la película, a la hora de la verdad las causas sociales —el racismo, los ataques a la democracia, o especialmente el desolador número de soldados muertos en Vietnam— quedan en segundo plano, ensombrecidas por los diferentes circos mediáticos, los que transcurren tanto en las calles como en los juzgados. Y es aquí cuando un hasta entonces enfático, superficial y maniqueo Aaron Sorkin —el retrato de todos los personajes que no simpatizan con los movimientos reivindicativos de la época es vergonzoso— señala lo problemáticas que son las situaciones que cuenta, su propia labor como cineasta y la función de la película como aparente herramienta de concienciación social.

De primeras, el cierre de la cinta es apoteósico, a la altura de los más emotivos finales made in Hollywood. El cineasta parece salvar todos los encontronazos entre las diferentes maneras de abordar el activismo, colocando a sus integrantes como los verdaderos patriotas de la nación, héroes que merecen la ovación debido a que son capaces de recordar que lo importante no es el juicio sino la masacre de Vietnam. Sin embargo, en la cumbre de la exaltación emocional aparecen sobreimpresionadas unas frases que recuerdan qué fue después de los diferentes acusados, mostrando que todos acabaron metidos de lleno en el sistema, viviendo a costa del mismo, y beneficiándose en buena medida de las consecuencias mediáticas del juicio. Esta es la primera pulla a lo que hasta entonces parecía una celebración de los movimientos sociales como solución ante la injusticia. No contento con ello, el cineasta manifiesta lo moralmente cuestionable que resulta haber centrado todo el discurso de la cinta en estos personajes, mientras en fuera de campo el número de bajas en combate seguía aumentando de manera silenciosa.

Por último, a partir de una puesta en escena épica y gloriosa, se pone en tela de juicio el valor de una película comercial y complaciente con el público a la hora de abordar aspectos verdaderamente políticos, puesto que se utiliza una situación tan dramática como la guerra de Vietnam para crear un espectáculo que no incomoda a nadie. Esto se simboliza en el hecho de que la lectura de la lista infinita de los militares muertos sirva como catarsis eufórica. Sorkin no se libra de entregar una película superficial e indulgente, pero al menos es lo suficientemente honesto e inteligente como para esbozar los múltiples problemas del activismo social de una época, la nuestra, que se parece mucho a la que se retrata en la ficción, donde las políticas identitarias y de las emociones han inundado el discurso político de debates abstractos que apenas dejan espacio para un cambio efectivo y duradero.



EL JUICIO DE LOS 7 DE CHICAGO

Dirección: Aaron Sorkin.

Reparto: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance, Frank Langella, Joseph Gordon-Levitt, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Alex Sharp, Yahya Abdul-Mateen II, Michael Keaton, Ben Shenkman, J.C. MacKenzie.

Género: drama judicial. Estados Unidos, 2020.

Duración: 130 minutos.


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