Entrevista con Sameh Zoabi, director de ‘Todo pasa en Tel Aviv’
«En mi película el dilema no es la creatividad, sino cómo influye en esta la presión política» Santiago Alonso Todo pasa en Tel Aviv es un ejemplo singular de cine […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
«En mi película el dilema no es la creatividad, sino cómo influye en esta la presión política» Santiago Alonso Todo pasa en Tel Aviv es un ejemplo singular de cine […]
Todo pasa en Tel Aviv es un ejemplo singular de cine dentro del cine. Para empezar, presenta una variación fundamental de dicha modalidad temática: la elaboración de una obra audiovisual que aquí se retrata, con el establecimiento añadido del juego metanarrativo, no pertenece al ámbito de la gran pantalla, sino al de la pequeña: en concreto, vamos a ver cómo se crea un culebrón. Pero hay mucho más, porque se trata de un culebrón árabe, grabado en Ramala y titulado Tel Aviv on Fire, con lo que el componente político en torno al conflicto palestino-israelí cobra necesariamente una importancia fundamental.
Tenemos por un lado la ficción, consistente en la rocambolesca telenovela que nos lleva al año 1967. Está protagonizada por una espía árabe que, haciéndose pasar por una inmigrante francesa de origen judío (Lubna Azabal, la actriz que brilló en Paradise Now e Incendios), seduce a un comandante del ejército de Israel y quizás, al final, se enamora de él. Por otro lado, en el momento real de la narración, situado en la actualidad, se nos presenta a Salam (Kais Nashef, también protagonista de Paradise Now). Es uno de los trabajadores de la productora y se le pinta como un simpático buscavidas con aires un poco a lo Woody Allen. Salam debe pasar a diario por un puesto de control, donde tiene que vérselas con Assi (Yaniv Biton), el militar al cargo, cuya esposa —he aquí un dato importante: Tel Aviv on Fire también tiene su público entre la población israelí— no se pierde la telenovela. Assi decide impresionar a su mujer mostrándole que tiene el poder de cambiar y corregir el programa que tanto le gusta a ella, y empieza a imponerle a Salam varias ideas propias en la escritura de los guiones, con el propósito añadido de que dejen en mejor lugar a su pueblo. Y este último, pese a la verse forzado a incluir las ideas del otro, ve una oportunidad para ser reconocido como buen guionista.
El origen del tercer largo de ficción filmado por el palestino Sameh Zoabi (Iksal, 1975) —tras Man without a Cell Phone (2010) y el drama Under the Same Sun (2013), ambos sin estreno en España—, proviene de un recuerdo personal. Durante su adolescencia en Israel, el único contacto del director con la cultura árabe eran las telenovelas grabadas en Egipto que se emitían incluso durante el ramadán y, más sorprendente aún, también gustaban a los televidentes israelíes. Tomar esta idea y llevarla a terrenos más propios de la comedia demuestra, entre otras cuestiones, que el cine de género siempre puede resultar un medio totalmente válido para abordar profundas cuestiones políticas. Si su colega Hany Abu-Assad, con quien coescribió el filme Idol (2015), es capaz de crear una muestra ejemplar de cine negro situando una historia entre Israel y Palestina como vimos en la magnífica Omar (2013), ¿por qué no plantear una sátira en apariencia ligera sobre el conflicto? La clave está, precisamente, en cómo se conjuga la comedia con la aspereza de una realidad imposible de ocultar. Zoabi, que siempre se presenta como palestino y ciudadano israelí, es muy consciente de que ruede lo que ruede deberá siempre hacer un equilibrio entre lo político y personal. Esta última cuestión casi surge de manera natural cuando se empieza a charlar con él.
A nadie se le escapa que hay ciertos momentos de Todo pasa en Tel Aviv en que el protagonista, sobre todo por algunas de las cosas que se escuchan, es el mismo director (Zoabi empieza a reír). Por ejemplo, ese comentario sobre los guionistas como artistas que tienen una responsabilidad con su gente.
¡Sí! Esa era mi frase del guion. Mi autorreflexión, supongo. Es gracioso, porque acabo de ver la película de Almodóvar, Dolor y gloria. Y me ha gustado. Conmueve y es muy personal. Guarda relación con él mismo, un poco a la manera de Fellini con 8 y medio. La idea del cineasta atrapado en algo siempre ha resultado muy atractiva. Pero no sé si esta es mi 8 y medio particular, una película que tenía que ver con la creatividad y la idea de encontrar nuevas ideas. La de Almodóvar va por ahí también, pues trata sobre el hecho de recuperar de nuevo su voz, después de haberse hecho mayor. En la mía el dilema no es la creatividad, sino cómo influye en esta la presión política. ¿Sabes?, mi primera película hablaba de un padre y un hijo que pasaban por los puestos militares de control. El primero empieza a ser consciente de que su hijo está creciendo en ese ambiente y el segundo, en paralelo, empezaba también a descubrirlo. La escribí como algo personal, pero fue después, al llegar a festivales y proyecciones en el extranjero, cuando llegaron las preguntas del tipo: «¿Cómo se siente un palestino rodando películas?», «¿qué opinas del conflicto?», «¿cómo ves Gaza?»…. Entonces pensé si yo era uno de los portavoces del pueblo palestino. «¡Vaya!», me dije. No estaba preparado para eso. Pensé: «Un momento. Soy un palestino que vive en Israel y mis películas son palestinas en su identidad, pero necesitan financiación israelí». Algunos palestinos pueden preguntarse si vendo mi alma al diablo o si me estoy haciendo demasiado israelí. Y algunos israelíes si lo que cuento es demasiado palestino para ellos. En fin, dilemas como este también son los mejores para un personaje. El hombre que intenta encontrar su voz en un lugar.
En la película destacas que esa voz pertenece a alguien de mediana edad, ¿me equivoco? No pertenece ni a un joven de 20 años ni a la del personaje del abuelo, por ejemplo, una persona que siempre está recordando el año 1967.
Sí, me dirijo a una generación que es la mía. Más o menos de hasta diez años menos, o de cinco más que yo. El que ha nacido ya después de los Acuerdos de Oslo [de 1993] tiene una identidad propia, pues ha saboreado un poco la posibilidad de llegar a algo. Ha podido utilizar la palabra «palestino» en libertad, cuando antes se les había negado a los palestinos la misma existencia. Surgió una especie de relato del «puedo ser yo mismo», «podremos tener patria», «habrá paz»…
De hecho, el sentimiento post-Oslo se menciona dos o tres veces a lo largo de la cinta.
Exacto. Las generaciones más jóvenes vivieron la esperanza durante unos pocos años, hasta que se dieron cuenta de que la agenda política había cambiado. Comenzó la influencia del ala derecha del Gobierno israelí, con Netanyahu a la cabeza… Llegó la segunda intifada… Ahora, años después, estamos situados en todo lo contrario a esa idea de estar juntos. Hay una separación total. Muros, controles militares, división, segregación… No se da ninguna interacción. Para mí, lo que se ve en la película es la política de los últimos 20 años. La generación de mi personaje está soportando una vida sin liderazgos.
Creo que esto mismo se expresa muy bien en la escena donde Salam, presa de la desesperación, llega ante el muro. Tal y como la has rodado, con ese plano general, se percibe esa falta de un punto hacia el que dirigir la mirada.
¡Esa es nuestra generación! Estamos frente a un muro que nos separa. No podemos ver el horizonte que hay más allá de él. Y además hemos perdido el liderazgo. Después del momento que señalas, Salam pide a sus mayores que le den una oportunidad. Queremos tomar el relevo para encontrar un camino más inteligente, porque los israelíes siempre han estado un par de pasos por delante, planeando un próximo movimiento, haciendo más asentamientos, quedándose con más tierras… Tenemos que pensar en cómo llevarlos a un contexto fuera de los puestos militares, fuera del ejército. Hay que, digamos, desmilitarizarlos. Solo entonces se podrá hacer algo.
La película refleja mucha amargura. Por un lado se escuchan chistes como el de París: «Viviendo en París no estaremos ocupados». O mismamente cuando el productor le dice a Salam que no es posible contar la historia de Romeo y Julieta estando donde están. Pero este, eso sí, no se deja vencer por el desaliento al final. Quiere encontrar un punto medio entre las bombas y la rendición. Es el único rayo de esperanza que se entrevé en la película.
Sí, quería que al menos se percibiera una luz que pueda iluminar un futuro mejor. Si te das cuenta, Assi y Salam tienen la misma edad. Y creo que ambos deberían asumir el liderazgo en sus respectivos ámbitos. Básicamente he intentado hacer una película que no alimentara las condiciones en las que ahora estamos metidos, políticamente hablando. Porque lo que tenemos ahora es algo apagado y fijo, que no permite la creatividad. Nadie propone soluciones. Lo que quería recordarle a la gente es que esto debemos resolverlo. ¿Qué quieres? ¡Soy una persona muy optimista!
De acuerdo, se percibe esa nota positiva, pero también me parece que la visión que se da del militar israelí no da pie a mucha esperanza. Porque en cualquier caso lo que quiere es controlar el discurso del guionista. «¿¡Por qué no has escrito lo que te he dicho!?».
Veamos. El israelí tiene el poder, el control. Porque tiene la pistola y dicta la historia del matrimonio a la fuerza [entre la espía y el comandante israelí]. ¿Sabes?, ¡eso fue Oslo! El poder dictado según unas reglas ya marcadas. No se trató de una negociación real. He querido que el espectador recuerde que esta misma dinámica no nos va a llevar a ningún sitio. Salam encuentra su voz al final. Es quien da un paso y expone una idea. Los árabes dicen siempre que no van a negociar con Israel, y entiendo ese sentimiento, ¿pero casi hasta negar la existencia [del otro]? Una cosa es el gobierno y la clase política, y otra la gente.
Te pongo un ejemplo. Los árabes no hablan hebreo ni suelen percibir los aspectos en los que la cultura israelí les saca ventaja. Hay una serie de Netflix llamada Fauda. Trata de una unidad del ejército de esas que se denominan mista’arvim y están dedicadas a adentrarse en Cisjordania para capturar a personas. Sus integrantes hablan muy bien árabe, parecen árabes, se visten como árabes. Estudian sus costumbres, etc., para poder ir por las calles de Ramala y por los campos de refugiados. Fíjate en la idea. Ellos son capaces de conocer nuestra lengua y nuestra cultura, hasta de apropiársela, como sucede con el humus [en mi película]. Es una manera de controlar la situación y seguir adelante, pero con nosotros siempre en el asiento de atrás. Decimos que no vamos a tratar con los ocupantes, y nadie se pone a estudiar cómo son o cómo piensan los israelíes… Salam, al final, sí conoce muy bien a Assi, porque llega a saber qué necesita la mujer de este para ser feliz. En fin, es la idea de que tienes que conocer a tu enemigo si quieres progresar.
Aparte de lo que estás comentando, creo que el protagonista vive en la inacción a causa de la amargura. O en un estado de anestesia continua, mejor dicho. Por eso es incapaz de escribir guiones al principio. Por eso recurre al militar israelí, lo necesita. Ahora bien, me ha parecido ver que señalas un momento fundamental que lo cambia todo, justo cuando ve al chico detenido en la garita del puesto de control.
Sí, la llamábamos la escena del «paso adelante». Es el momento en que nosotros y él entendemos que Salam sí tiene voz, que realmente puede expresarse por sí mismo. Sirve para que él se dé cuenta de que permanece en la realidad. Pero la escena también tiene otro propósito más amplio. Te lo explico refiriéndome a mi película anterior. Estaba yo en un asentamiento, rodando en una casa. Le pregunté al propietario cómo se llamaba el pueblo palestino que se veía desde su balcón. Me respondió que no lo sabía. Viven en Cisjordania y ni siquiera saben quiénes son sus vecinos. Ahí me di cuenta de que existe una cultura de burbujas. La manera para controlar a la gente y mantener el statu quo es mediante burbujas. Tel Aviv es una burbuja, como una ciudad casi europea donde todos viven contentos sin salir de ella, con sus bares y restaurantes. Lo mismo sucede con Ramala. Gaza es otra burbuja. Los asentamientos son burbujas… Cuando vives en estas no sales ni interactúas con los demás. Quería reflexionar acerca de ello en la película, que el público viviera en una burbuja porque es fácil que olvide que, en realidad, los protagonistas están en la oficina de un puesto de control militar cuando están hablando y escribiendo. El público disfruta estas escenas, hasta que la llegada del chico le recuerda la realidad. Él es la primera ruptura de la burbuja.