El ser humano en la naturaleza

Yago Paris


En el prólogo de Lo que arde (2019), unos árboles se agitan, algunos de ellos caen. ¿El bosque se mueve, por efecto de un poder sobrenatural? Sin que esto se termine de descartar, al mismo tiempo se apunta en otra dirección: la maquinaria que tala de bosques, representación del capitalismo industrial y el desprecio del ser humano hacia la naturaleza, hace acto de presencia. En un intento por replantear el significado del paisaje en el cine, para que pase de mero decorado a personaje principal, Óliver Laxe firma en su última obra el retrato de unos espacios de frondosa personalidad, los del monte gallego, donde los seres humanos, lejos de presentarse como protagonistas, se convierten en un elemento más de las localizaciones, tan relevante como una vaca o un árbol. Esta relativización de la importancia de lo humano hermana esta cinta con El árbol de la vida (2011), otra obra donde una medusa o una flor adquieren la misma relevancia que las personas. Terrence Malick enfrenta a sus personajes a la inmensidad de la naturaleza, una red interconectada de conciencias donde los humanos, incapaces de controlar sus destinos, se enfrentan al descomunal poder de la vida y sus ramificaciones místicas.

El retrato del espacio natural como protagonista del relato, así como la relativización de la importancia de las personas en la narración, son también dos de las ideas clave de La princesa Mononoke (1997), una cinta que presenta un prólogo asombrosamente similar al de Lo que arde. En ella su autor, el director, guionista y productor Hayao Miyazaki, narra la historia de Ashitaka, un joven guerrero que, tras ser víctima de una maldición mortal, viaja hacia tierras lejanas para encontrar una solución y sobrevivir. Pero lo que encuentra es un conflicto encarnizado entre dos mujeres, Lady Eboshi y quien da título a la obra. La primera es la representante de la civilización, entendida como progreso industrial, quien quiere acabar con el bosque y su espíritu mágico para prosperar. Por su parte Mononoke, quien odia a la especie humana a pesar de formar parte de ella biológicamente, vive en el espacio natural amenazado, formando parte de una manada de lobos, y lucha para proteger su hogar. Ashitaka mediará en un conflicto de extremos para preservar la paz, pues el equilibrio es la verdadera esencia de la naturaleza.

En la que habitualmente se ha considerado como la obra cumbre del animador japonés, y que recuperamos aprovechando que ha llegado en vídeo bajo demanda a la plataforma Netflix, Miyazaki se enfrenta a la misma tensión con la que más de diez años después lidió Terrence Malick en El árbol de la vida: encontrar un equilibrio entre la abstracción conceptual de sus ideas —la naturaleza como red de interconexión de vidas, la irrelevancia del ser humano ante la inmensidad del universo, etc.— y la necesidad de armar un hilo narrativo que vertebre la cinta —la vida de una familia de clase media en los Estados Unidos de los años cincuenta. En La princesa Mononoke existe una pugna entre el retrato del bosque como presencia descomunal que relativiza la importancia del ser humano, y la presencia de un relato de múltiples giros en torno a las dinámicas de confrontación de las personas, con el rencor y la carencia de empatía como enemigos del diálogo y de la paz interior.

El autor de Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro expone estas ideas mediante el uso de un elemento expresivo recurrente, tan presente en el filme de Malick y especialmente en el de Laxe: el plano general. Con este recurso se magnifica la inmensidad del paisaje y, al mismo tiempo, el reducido tamaño de los seres humanos que aparecen dentro del encuadre enfatiza cuál es el verdadero lugar que ocupan en el universo. Esta decisión formal, sumada a la sorprendente visceralidad de las escenas de acción o al monstruoso tratamiento de los seres mágicos, son algunas de las cimas estéticas de La princesa Mononoke, donde también se observa el habitual interés enfermizo de Miyazaki por dotar de entidad incluso al detalle más (aparentemente) irrelevante, como el movimiento de los kodama, unos pequeños seres mágicos que habitan en el bosque, o la atención que le dedica a Ashitaka cuando monta su arco.

A pesar de todo, no deja de resultar llamativa la recepción de La princesa Mononoke, que habitualmente se considera como la gran obra maestra de Miyazaki, si se tiene en cuenta el hecho de que su capacidad de expresión artística a través del trazo animado se ve limitada por una mastodóntica trama. Teniendo en cuenta que la inventiva estética y el juego con las formas del dibujo en movimiento queda claramente por debajo de la vista en absolutas joyas como Ponyo en el acantilado o El viento se levanta, quizás habría que plantearse hasta qué punto los méritos que atribuimos a esta obra, que pertenece a un medio tan basado en lo formal como la animación, en realidad se deben a uno de los aspectos menos ligados de manera inherente al hecho cinematográfico como es el relato.


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LA PRINCESA MONONOKE

Dirección: Hayao Miyazaki.

Reparto: Yuriko Ishida, Yôji Matsuda, Yoshimasa Kondô, Tsunehiko Kamijô, Yûko Tanaka, Tetsu Watanabe, Sumi Shimamoto, Mitsuru Satô.

Género: Drama, acción. Japón, 1997.

Duración: 132 minutos.


 

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