Irene Bullock


Sandy Bates (Woody Allen), un director de cine en crisis, recuerda un momento especial de su vida durante un fin de semana frenético y revuelto. Recuerda ese instante del pasado que da sentido a toda su existencia:«Me sentí feliz. Casi indestructible, en cierta manera». Ese instante proporciona una respuesta simple a una pregunta que siempre es difícil de responder. Y Sandy visualiza ese pedazo de su historia. Es un día de primavera cualquiera, un domingo. Después de un paseo por el parque con la mujer que ama en ese momento, los dos se encuentran en el apartamento, tranquilos, sin hacer nada. Sandy está comiendo algo delicioso, un poco antes ha puesto un disco de Louis Armstrong que le ha gustado desde pequeño. Suena el tema «Stardust». Y mira a la mujer que ama, Dorrie (Charlotte Rampling). Está tumbada, leyendo un periódico. Y él piensa que es estupenda y que la quiere mucho. Y la combinación de todo (la música, la brisa y lo guapa que le parece Dorrie) le hace darse cuenta de que todo encaja a la perfección. En ese momento es totalmente feliz.

Esta es una de las secuencias más hermosas de una de las películas más olvidadas e incomprendidas de Woody Allen, Recuerdos (Stardust Memories, EE,UU., 1980). De hecho, cuando se estrenó, después de Annie Hall (1977) y Manhattan (1979), no fue muy apreciada ni entendida por la crítica ni por el público. Como tampoco lo fue, entre medias de las dos obras cumbres antes nombradas, Interiores (1978). Recuerdos, sin embargo, es una película donde Allen desplegó no solo una total libertad creativa, sino que ofreció secuencias bellísimas en blanco y negro, cantó su amor al cine y contó una hermosa historia. Y se arriesgó, se arriesgó mucho, con una película absolutamente personal.

Allen nunca ha tenido reparo en recurrir a sus referencias cinematográficas y elaborar su mirada a partir de la de aquellos cineastas que admira. Si en Interiores claramente mostraba dentro de su universo particular y de su espíritu lo que suponía para él Ingmar Bergman, en Recuerdos el referente más cercano para canalizar su mundo propio fue Federico Fellini. Así construía su particular 8 ½. Pero también rescataba la filosofía de un director americano y uno de los iconos de la comedia cinematográfica, Preston Sturges. Este último dirigió Los viajes de Sullivan (1941), una película en la que su protagonista, un director de comedias de Hollywood, decidía que ya no quería hacer reír, sino realizar películas serias, realistas y sociales. Durante uno de los viajes que emprende, para empaparse de realidad, descubrirá en una sala de cine el sentido de la comedia y de hacer reír. A su modo. Sandy Bates buscará también en un fin de semana caótico el sentido de ser cómico, de su propia vida e incluso se planteará si debe seguir rodando películas… Pero a pesar del caos, dejará plasmados momentos de felicidad. Y no será la última vez en su filmografía que Woody Allen tendrá (y tiene) este tipo de revelaciones: esta búsqueda de dar un significado a todo a través de la pantalla de cine. Ocurrirá en un momento maravilloso en Hannah y sus hermanas (1986), cuando uno de los protagonistas se mete en un cine a ver una película de los hermanos Marx; o en la importancia que tendrá para el personaje principal de La rosa púrpura de El Cairo (1985) acudir, en plena Gran Depresión, a una sala de cine.

Un fin de semana caótico

En Recuerdos, Sandy Bates vive un fin de semana crucial: debe acudir a una retrospectiva de su obra, algo que no le apetece nada; tiene un montón de problemas con Hacienda; el final de su nueva película no convence a los mandamases del estudio; toda la gente que le rodea (su familia, sus admiradores, cualquier desconocido…) le pide cosas; y, además, está en un momento sentimental delicado, pues Isobel (Marie-Christine Barrault), la mujer que ama en ese momento, se acaba de separar de su marido, y es hora de plantearse si se compromete con ella y sus dos hijos para iniciar una vida en común.

Ante tanta presión se refugia en los recuerdos de su infancia y en un amor del pasado. Busca un camino para no huir, para no abandonar todo. Ese fin de semana transcurre en una nebulosa, en un estado continuo de ensoñación. Eso no impide que, entre los asistentes al festival, conozca a una joven pareja: un profesor de cine y su pareja. Ella es Daisy (Jessica Harper), una violinista , que acentuará y traerá más a su cabeza a Dorrie, su amor del pasado, pues le recuerda a ella. Daisy tendrá un papel crucial en la vida de Sandy durante esos dos días.

Sandy Bates ya no se siente gracioso porque, según sus palabras, mira a su alrededor y solo ve angustia. Y eso lo refleja en una película que horroriza a su estudio. Todos opinan: «Intenta retratar su sufrimiento personal y presentarlo como si fuera arte». Ninguno entiende el giro de su carrera: «Tiene el mayor don, el de la risa». Y es entonces inevitable no ver detrás de Sandy Bates destellos (solo destellos) del propio Woody Allen, y del momento artístico que estaba experimentando y que marcaría su trayectoria durante los años ochenta. Un momento de evolución, de ganas de contar otras cosas, de experimentar… El cine como un bolígrafo, como medio de expresión, como forma de compartir la visión que uno tiene de la vida.

El tren de la vida

La película arranca con una secuencia muda que parece una pesadilla angustiosa, pero en realidad habla de manera sencilla sobre la existencia. Y es ese principio, junto con otros momentos, como la secuencia del bosque, el que da la pista de que Woody Allen va a reflejar su mundo recurriendo a la admiración que sentía por Fellini. Cojas el tren que cojas todos acabamos en el mismo sitio. Así que vemos a Sandy en un tren lleno de pasajeros con rostros marcados por una vida de sufrimiento. De repente, ve, a través de la ventanilla, otro lleno de gente feliz, bella y alegre, como si estuviesen de fiesta continua (ojo a la aparición de una hermosísima Sharon Stone). Sandy quiere ir en ese otro tren e intenta cambiarse, pero no puede. Ambos empiezan a moverse en direcciones contrarias. Y Bates se agobia y se desespera, quiere salir. Pero es imposible. De pronto, todos los pasajeros acaban en un enorme vertedero. Sandy mira y comprueba que también están ahí los viajeros a los que se quería unir. Todos tienen el mismo destino. Al poco, el espectador descubre que no es una pesadilla, sino el final de su nueva película, que horroriza a los productores. Pero Sandy no quiere cambiar esa secuencia, y se siente molesto cuando más tarde le proponen otro final: que todos acaben en una especie de cielo, en el paraíso del jazz, porque como dice una productora del estudio: «La gente no quiere demasiado realismo». Bates se queja. Tiene claro su papel de creador y suelta que es consciente de que la vida no se puede controlar: «Solo el arte es controlable. El arte y la masturbación. Dos campos en los que soy perfecto».

Woody Allen no abandona la metáfora del tren a lo largo de la película. Y al final de ese fin de semana caótico, cuando parece que ha tirado todo por la borda, Sandy se reinventa. Vuelve a controlar su vida. Persigue a Isobel, a la que ha roto el corazón, y se sube con ella a un tren similar al del principio. Y a ella le cuenta otro final: da igual el vagón en el que montemos y que sepamos cuál es el destino final, lo importante es vivir el momento en compañía de alguien que te haga reír y que te caiga bien. Apunta, además, que el mejor final es un gran beso en blanco y negro.

El amor ideal

Durante Recuerdos, Woody Allen toca muchos de los temas que cohesionan su filmografía; no solo el sentido de la vida, la existencia de Dios, el psicoanálisis, el miedo a la muerte, el azar, el destino y la suerte sino también el amor ideal. La búsqueda del amor. Sandy Bates se enfrenta en ese fin de semana a la imposibilidad de encontrar a su mujer ideal mientras se confronta con tres mujeres distintas. Y como en Cuento de Navidad de Dickens, Dorrie representa el pasado; Isobel, el presente; y Daisy, el futuro. Con Dorrie sabe que puede ser feliz en pareja, con Isobel que es posible encontrar una compañera de viaje divertida y encantadora que estabilice su vida, y con Daisy ve abierta la posibilidad de un futuro, de una huida. De hecho, las secuencias más hermosas son las que protagoniza en la intimidad con las tres. Dorrie está dibujada con el ojo de la nostalgia, es como un fantasma lejano y bello. Isobel es como la luminosidad del presente, transmite energía positiva, como si nada malo pudiera ocurrir junto a ella, y siempre pudiera acariciarla mientras duerme. Y Daisy es el misterio y la magia que depara un futuro no escrito. Es Dorrie quien le da la clave. El amor ideal no existe. Sí existen, sin embargo, los momentos felices. La mujer o el hombre ideal son una quimera. Ella, que es infeliz e insegura, una persona con un montón de problemas emocionales e imperfecta (como él), le tiene que explicar el día de su ruptura: «Siempre has buscado a la mujer ideal y has acabado enamorándote de mí».

El cine

Y es que Recuerdos contiene cine dentro del cine en una pirueta continua. Porque la sorpresa final es que todo lo que estamos viendo: ese fin de semana caótico entre el ensueño y la pesadilla, plagado de recuerdos y fantasmas, no es más que la nueva película de Sandy Bates proyectada en una pantalla de cine, en una sala a rebosar, con todos los protagonistas sentados y comentando la película. La última secuencia cuenta cómo la sala se va despejando, mientras los espectadores hablan sobre distintos aspectos: qué ha supuesto para ellos la proyección, cómo se han visto en la pantalla, qué ha significado para ellos la película; incluso, al final hay un hombre que dice que si realmente el director se gana la vida filmando las imágenes que se han visto, y que él prefiere un melodrama o una comedia musical. La sala queda solitaria, la pantalla en blanco, los asientos vacíos. De pronto entra Sandy Bates, recorre la sala y vuelve a su asiento. Se ha dejado las gafas de sol, las coge, sale al pasillo, mira la pantalla, y vuelve a dejar ese espacio sin espectadores. El cine, solo el cine.

A lo largo de Recuerdos se proyectan las distintas películas del director Sandy Bates; hay ingeniosos encuentros entre este y el público; aparecen focos de luz en los sets de películas, opinan los críticos de cine, los fans, los admiradores, los profesores de cine… No faltan las referencias y, como muchas veces a lo largo de la filmografía de Allen, aparecen los hermanos Marx. Hay un momento mágico que el protagonista vive con Daisy, cuando los dos acuden a ver El ladrón de bicicletas y la comentan a la salida del cine. Daisy está conmovida por todo el contexto social de la película; Sandy quiere ir más allá en la reflexión. Él explica que cuando todas las necesidades están cubiertas y no se es un superviviente como los protagonistas de la película, sino que se vive en una sociedad prospera, los problemas son otros, como encontrar el sentido de la vida. Daisy le dice que para ser cómico resulta un tipo bastante deprimente. En realidad, lo que deja claro Sandy es que los seres humanos son eternamente insatisfechos, incapaces de encontrar felicidad.

Después del cine, los dos terminan en un bosque donde hay un grupo de personas que espera descubrir ovnis. Es una secuencia con huellas fellinianas, pero con toda la firma de Allen. Entre la magia y la realidad, como en Sueño de una noche de verano, Sandy tiene un encuentro con extraterrestres. Y les pregunta que por qué hay tanto sufrimiento en el mundo. Ellos contestan que no hay respuesta para eso. Entonces, preocupado, les plantea que si nada perdura, por qué tiene él que hacer películas o dejar huella. Que si no debería dejarlo y dedicarse a ser misionero o ayudar a la humanidad. Estos, además de recordarle que les encantan sus películas graciosas (como le repite el público una y otra vez), le explican que la vida se compone también de buenos momentos y que él no sirve para ser misionero u otra cosa: «Tampoco eres Superman. Eres cómico. ¿Quieres aportar algo a la humanidad? Cuenta chistes más graciosos». Tan simple, tan complejo. Toda esa secuencia culmina con el vuelo maravilloso de tres globos aerostáticos iluminados.

Recuerdos, o un reguero de polvo de estrellas, muestra una galería de seres totalmente imperfectos, con problemas, muchos problemas de todo tipo, y con momentos de crisis en los que se hacen daño unos a otros. Pero también deja un rastro de momentos hermosos, que merecen la pena ser vividos. Y es que no existe una vida feliz, sino una suma de buenos momentos. Y un buen momento puede ser uno que viva un espectador en una sala de cine, viendo una comedia.



Fotografías: IMDb


6 Comentarios »

  1. Irene, al habla.
    Es una película de cine dentro del cine. Una película dentro de otra película… No podía faltar en esta sección. Allen tiene en su filmografía varias películas de esta temática: La rosa púrpura del Cairo, Celebrity, Un final made in Hollywood o incluso Día de lluvia en Nueva York. Pero Recuerdos es una obra de su director bastante olvidada. Y es de lo que se trata, de analizar este tipo de películas en su contenido y forma.

    Brindis
    Irene Bullock

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  2. Bravo, Miss Bullock. Un artículo redondo que he devorado de principio a fin.
    Hace mucho tiempo que vi esa película y después de leer su crónica me preparo a volver a disfrutarla con otra mirada, enriquecida por sus comentarios.

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  3. Al habla Irene Bullock,
    ¡Encantada de saludar al primo de Mr Belvedere!
    Gracias por tu comentario y por pasarte por aquí.
    «Recuerdos» tiene momentos muy bellos, mi favorito es el del primer párrafo, el de «Me sentí feliz. Casi indestructible, en cierta manera». Qué sensación más maravillosa y poderosa.
    Disfrútala. Puro cine dentro del cine.

    Un brindis
    Irene Bullock

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  4. Querida Irene, hace varios días que te debía un paso por aquí. Cuando ví el título de tu texto en mis notificaciones por correo me dije «esto hay que leerlo con calma». Aún no he visto esta película y es que el período de los ’80 de Allen es uno que se me escapa, justamente por las particularidades que señalás. Es un período que para el espectador desprevenido hace un poco de ruido y que sólo recientemente he querido descubrir («Another Woman» tiene todo que ver con ello, fijate que ya pasaron ocho meses desde que la descubrí y todavía sigo pensando en ella).-
    De tu bello texto me llevo la intención de buscar esta película y una intriga: qué curioso que Allen retomara luego el rol de director de cine dentro del cine en la maravillosa «Hollywood ending», en la que parece resuelto a volver a su función de hacer reir. ¿Podría trazarse una curva entre ambas películas o estoy yendo demasiado lejos por no haber visto «Recuerdos»?
    Un besote, Bet.-

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  5. Al habla, Irene
    Mi querídisima Bet, ¡qué buena es Another woman! Adoro esa película. Me gustan mucho los 80 de este director. También está Delitos y faltas, otra de mis películas favoritas del director.
    Pues estableces un diálogo interesantísimo entre dos películas de Allen. «Hollywood ending» tengo que refrescarla, solo recuerdo que me reí muchísimo con las desventuras de ese director que de pronto pierde la vista. Pero seguro que hay túneles que las conectan.

    Brindis
    Irene Bullock

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