Canción triste de Detroit

Santiago Alonso 


Había mucha curiosidad por ver la segunda película de Yann Demange. Se ha hecho esperar, pero ya está aquí. Formado en la televisión británica (Dead Set: muerte en directo), el director francés debutó hace cinco temporadas en la gran pantalla firmando un extraordinario y ejemplar thriller titulado ’71. Era el relato sobre la infernal noche sin fin que vivía un soldado de Su Majestad, perdido y sin contacto con su pelotón, por las calles de Belfast en uno de los momentos más tremendos del conflicto norirlandés de los años setenta. Apoyándose en el sólido guion escrito por Gregory Burke, Demange logró conjugar con bravura las posibilidades que ofrecía el relato, desde un planteamiento de la acción en clave de western hasta una meticulosa inmersión en el convulso contexto histórico, todo ello mientras empleaba de modo impecable una serie de recursos sensoriales para plasmar la violencia que arrastraba a todos y cada uno de los personajes.

White Boy Rick, su nuevo trabajo, reúne también una serie de ingredientes diferentes. La historia está basada en hechos reales, la vida de Rick Wershe, un jovencísimo camello y soplón del FBI en la Detroit de los años ochenta. Y permite conjugar varias perspectivas a la vez, a saber: a) la crónica criminal urbana que se adscribe a una tradición cinematográfica estadounidense con solera (la que Scorsese ha fijado con mayor acierto); b) la panorámica de la Ciudad del Motor, un escenario desolador como pocos; c) la radiografía de un entorno familiar muy desfavorecido; y d) la película de denuncia, pues la andadura judicial de Wershe se las trae.

El director demuestra una vez más su pericia para reflejar un paisaje humano dentro de un escenario muy conflictivo. En ese sentido, el mundo de la droga y las tristísimas calles de Detroit se pintan con una intensidad muy natural, mientras que la lucha de los Wershe por mantener a salvo  a la familia sin duda es la mejor parte la cinta (la subtrama que protagoniza la hermana es una muestra). Hay sensibilidad bien entendida, un buen pulso expresivo al servicio de lo íntimo y familiar. Y se ha contado con un valor añadido: en el reparto está Matthew McConaughey, un excelente intérprete que siempre clava el papel de señor decadente con bigote y muchos problemas por delante. Aquí es el padre del protagonista, una figura secundaria muy sugerente por lo contradictoria que resulta, cuyas intervenciones en el largometraje, eso sí, acaban sabiendo a poco.

En lo que concierne a lo que tiene estrictamente de relato criminal, White Boy Rick no destaca —quizás por su condición de relato local y no nacional—, aunque se agradece que no abuse de los tics que solemos encontrar en el montaje y la estructura narrativa de títulos sobre sorprendentes vidas fuera de la ley. Sin embargo, lo que hace tambalear al conjunto es la cuarta pata, todo lo que respecta al ámbito de denuncia sobre el sistema judicial. Quién sabe si es porque no se ha querido investigar a fondo, si faltan datos que demuestren la injusticia que se destapa, si había miedo de señalar con nombres y apellidos a ciertos responsables de la lucha antidroga o si el caso de este individuo no está cerrado totalmente. La prudencia arruina esta baza fundamental de la película, certificando que, en cualquier caso, el guion que ha manejado Demange no estaba a la altura.



 

WHITE BOY RICK

Dirección: Yann Demange.

Intérpretes: Richie Merritt, Bel Powley, Matthew McConaughey.

Género: policiaco, biográfico. Estados Unidos, 2018.

Duración: 111 minutos.

 


 

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