David G. Maciejewski


De los oscuros entresijos de la mente a veces brotan sórdidas visiones de la condición humana y sus absurdos comportamientos. Yorgos Lanthimos presenta, con variaciones formales, varios escenarios o rasgos que se repiten en su cine: personajes dicotómicos que se encuentran entre la abnegación y el histrionismo de quien aún no ha madurado; ambientes miserables en decadencia ética y moral; un fatalismo existencial cargado de un humor negro incómodo, directo y sin concesiones. Aséptico, en suma.

A caballo entre el cine experimental, la sátira y el terrorífico –por incomprensible– mundo de los demonios de la psique, el cine de Lanthimos, como el de Michael Haneke, propone un universo en el que no existe la ética ni la piedad; donde la máxima nietzscheana en torno al certificado de defunción de Dios se ha cumplido tiempo ha y cuyos personajes carecen de emociones o empatía perceptibles, pues no las exteriorizan. Hacen gala de un distanciamiento brechtiano propio del cine de Robert Bresson o Aki Kaurismäki. Muchas veces sus protagonistas parecen tan miserables y perdidos en sus propias tormentas interiores como el joven Raskólnikov de Crimen y castigo.

La carrera de Lanthimos comienza, como la de todo cineasta independiente, apartada de los grandes focos mediáticos. Kinetta, la primera incursión de Lanthimos en el largometraje, ya anunciaba a un cineasta con estilo propio tras tratar una sórdida historia de un grupo de personas que recrean asesinatos brutales en un resort. Fue rodada con bajísimo presupuesto y no tuvo una buena acogida entre la crítica. Una exigua nominación en el festival Internacional de Cine de Tesalónica fue su único recorrido por los festivales. Tuvo que ser con Canino –aún hoy su mejor película– la que sirvió como introducción de lo que posteriormente sería su estilo. Ganó el premio Un certain regard del festival de Cannes, lo que auguraba tiempos de bonanza para Lanthimos.

La historia de tres hermanos condenados a no salir nunca de su casa sugiere que existe una innegable aspiración humana de controlar la vida de los demás. La ignorancia a la que someten dos padres a sus retoños, que creen que los zombis son pequeñas flores amarillas o el mar un gigantesco sillón forrado en cuero, entronca con la obsesiva necesidad de manipular a los demás a través de los mecanismos de poder. Ya sea a causa de espurios intereses personales, por ignorancia o por maldad. En este caso es una familia, pero la metáfora, que hace referencia al mito de la caverna de Platón, esconde una virulenta crítica que carga contra control de la sociedad por parte del Estado. Un Estado deshumanizado y mecánico (como las acciones de los personajes), que impone sus leyes dictatoriales sobre el lenguaje (el sistema educativo y de pensamiento) y la sexualidad.

Lanthimos parece llamar a la revolución. La única manera de abrir los ojos, de sentir el mundo real, es a través de la dinamitación de los poderes. Que los esclavos se liberen de sus cadenas opresoras e intenten escapar del statu quo. Esta misma idea se desprende de Langosta, la surrealista cinta de ciencia-ficción en la que todo hombre que no encuentre a una mujer en un periodo de cuarenta días será convertido en un animal. Un planteamiento a priori absurdo, pero que confirma que el cineasta griego teje una red de mensajes subliminales en sus películas y cree que cualquier situación, por descabellada que sea, es cinematográficamente plausible. Sin embargo, la complejidad narrativa y lo enrevesado de sus postulados, para nada evidentes en un primer visionado, convierten al heleno en un cineasta hermético, difícil de analizar. De ahí que sus películas se acerquen más al simbolismo críptico que a la simple metáfora audiovisual.

El director explica que despojarse de cualquier encadenamiento a los sistemas de poder homogeneizantes del pensamiento es una tarea compleja por la que se debe luchar. La imposibilidad de conseguirlo, o de acabar sometido, es la que provoca situaciones límite que desequilibran y enloquecen a sus personajes. Es como si Lanthimos dijese que las convenciones sociales construyen las máscaras que llevan puestas los seres humanos, y que más allá de ese muro o distanciamiento autoconsciente solo queda la locura o la muerte social. De ahí el distanciamiento bressoniano que Lanthimos impone a sus actores, que transmite una sensación de alienación. Cuando las personas se dan cuenta de su potencial y de su profunda necesidad de ser libres, se rebelan contra el sistema social establecido. En Canino, los protagonistas descubren que hay un mundo más allá de las paredes del jardín. En Langosta, el amor imposible entre dos prófugos remarca que el libre albedrío no existe y que la sociedad crea seres humanos sin personalidad a través de imposiciones o normas y roles sociales prefabricados.

La restricción de las libertades durante la juventud (Canino); familias que pierden a sus seres queridos y que contratan a actores para que los sustituyan (Alps); un mundo distópico donde los solteros son exterminados (Langosta); o una cuasi demoníaca relación entre un doctor y un misterioso muchacho con poderes sobrenaturales (El sacrificio de un ciervo sagrado): el malestar que despiertan sus películas reside en que los comportamientos insólitos de los personajes brotan de situaciones aparentemente cotidianas. La neutralidad con la que retrata los espacios, con una paleta cromática de tonalidades frías (los blancos, grises y azules predominan), provoca una sensación de desasosiego y extrañeza.

La violencia seca y sin concesiones de su cinta más fatalista, El sacrificio de un ciervo sagrado, o la manera de rodar una secuencia de sexo explícito en Canino, confirman que el griego es un director atrevido que no tiene miedo de regodearse con la incomodidad que despiertan los tabúes que contradicen lo políticamente correcto. Es en esos momentos de malestar o incomodidad donde hace uso de lo absurdo, algo que, sin querer (o adrede, pues nada es fortuito en sus películas) potencia un ambiente perturbador.

El cine de Lanthimos oscila entre el miedo y el éxtasis; la paranoia y el sufrimiento; la inocencia y el terror. Con tan solo seis películas, el griego no solo se ha convertido en la cara visible de los realizadores de su país (puesto cedido por Theo Angelopoulos tras su trágica e inesperado fallecimiento), sino que también se revela como uno de los más originales y transgresores del panorama cinematográfico europeo. Las diez nominaciones a los premios Óscar que cosecha su última película, La favorita, confirman que la travesía del heleno por el universo del celuloide no ha hecho más que comenzar.


Yargos Lanthimos durante el rodaje de La favorita.

 

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