Sobrevivir, a pesar de todo
Recordando a Krzysztof Kieślowski: Trilogía Tres Colores Yago Paris Si hubiera que escoger un único concepto que definiera la obra del director polaco Krzysztof Kieślowski (1941-1996), «el destino» sería el más […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
Recordando a Krzysztof Kieślowski: Trilogía Tres Colores Yago Paris Si hubiera que escoger un único concepto que definiera la obra del director polaco Krzysztof Kieślowski (1941-1996), «el destino» sería el más […]
Si hubiera que escoger un único concepto que definiera la obra del director polaco Krzysztof Kieślowski (1941-1996), «el destino» sería el más adecuado. Las piruetas que da la vida, la probabilidad o improbabilidad de que algo suceda, las paradojas de la existencia… todo se determina por puro azar, de ahí que el realizador entienda el destino como un ente imprevisible, carente de forma, indomable y, como el mismo autor se encargó de enfatizar a lo largo de toda su obra, tendente a la catástrofe. Sin embargo, a pesar de su manera pesimista de retratar la existencia, el destino también nos depara gratas sorpresas, como es el caso que nos ocupa.
Cuando se cumplen 22 años de la prematura muerte del artista polaco, las respectivas existencias de la Asociación Canario Polaca ARKA y de Revista Insertos se cruzan de manera tan inesperada como satisfactoria. La organización encargada de difundir la cultura polaca en el la isla de Tenerife ha preparado un ciclo de cine en el que se aborda la figura de Kieślowski, bajo el nombre de Un camino a la libertad. Se compone de un total de ocho películas, a partir de las que se ofrece la posibilidad de conocer en profundidad el estilo y la mirada de un autor determinante para la historia del cine de la segunda mitad del siglo XX, un repaso a una carrera cuyo broche de oro es la trilogía Tres Colores, con la que cerró su filmografía. El ciclo de cine terminó el pasado 2 de septiembre, pero, debido al enorme éxito de público, la organización ha decidido repetirlo, por lo que en Revista Insertos hemos querido aprovechar la gratificante noticia para abordar citada trilogía, probablemente la cumbre cinematográfica del director —con permiso del Decálogo, en realidad una obra pensada para la televisión— y una de las mejores maneras de aproximarse a su manera de hacer cine.
La trilogía Tres Colores se compone de las obras Azul (1993), Blanco (1994) y Rojo (1994), que hacen referencia a los tres colores de la bandera francesa, el país que acogió al cineasta cuando los problemas con la censura lo forzaron a abandonar su tierra natal. A su vez, cada cinta aborda uno de los conceptos que definen la República Francesa: respectivamente, libertad, igualdad y fraternidad. A través de su perenne mirada moralista, el director reflexiona sobre el contenido de dichas palabras, y lo hace a través de tres historias independientes, sin apenas conexión desde el punto de vista de la trama, pero cargadas de subtextos compartidos y cortadas por el mismo patrón reflexivo. El artista polaco medita acerca de los límites de la libertad y el precio que hay que pagar por alcanzarla en Azul, elabora un macabro juego de tiranía y sumisión a la hora de alcanzar una supuesta igualdad en Blanco, y se concede cierta tregua a sí mismo al elaborar una relativamente positiva historia de fraternidad y ayuda comunitaria en Rojo; todo ello para retratar el estado de la cuestión de la Europa de los años noventa, un continente en el que las mentes más lúcidas, como la del cineasta, ya veían con claridad la mentira en la que se había convertido, o se iba a convertir, o siempre había sido, el sueño de una Unión Europea unida y solidaria.
En Azul, Julie (Juliette Binoche) pierde a su marido y a su hija en un accidente de tráfico, un elemento narrativo ampliamente utilizado por Kieślowski en sus películas, pues es un tipo de suceso que implica buena parte de sus reflexiones acerca del azar y el destino, y de cómo la vida puede cambiar radicalmente en un instante sin que podamos hacer nada para remediarlo —recurso que, de hecho, también utilizará para cerrar la trilogía en el final de Rojo. A raíz del accidente, Julie vivirá toda una revelación al entender el perverso significado de la libertad. Antes, ella era la típica «mujer de»; en este caso, la pareja de un prestigioso compositor de música clásica. A pesar de que, como se insinúa en la historia, la influencia de la protagonista sobre la música de su marido era enorme, hasta el punto de que se sospecha que pueda ser la verdadera compositora de sus piezas, ella vive encasillada en el rol de mujer y de madre. Tras el fatal acaecimiento, queda liberada de sus ataduras previas, lo que le permite comenzar de cero. A pesar del profundo dolor que le produce haber perdido a su familia, tomará el control de su vida —todo lo que en el cine de Kieślowski es posible, puesto que en su cine todos sus personajes están a merced de los caprichos del destino—, pero la idea de libertad va necesariamente unida a la de soledad.
La más poética de las tres, sin apenas trama ni diálogos, es Azul, una oda al poder de la sugestión de la imagen. El filme se construye a partir de detalles, de objetos, de acciones, y del simbolismo que estos encierran. De esta manera se establece una narración que podría ser malinterpretada como difusa o incongruente, si por ejemplo se tuviera en cuenta una de las reglas de oro de la construcción de guiones cinematográficos, que consiste en que si se introduce un objeto en una escena es porque más adelante volverá a aparecer y tendrá una importancia fundamental para la trama. El autor, junto con su coguionista habitual, Krzystfor Piesiewicz, se salta cualquier planteamiento que pretenda convertir el cine en una fórmula matemática y opta por el camino de la imprevisibilidad, inundando el relato de instantes inolvidables. Cinta de radiante preciosismo fotográfico, su director utiliza el color del título para representar el estado de ánimo de la protagonista, así como su lucha interna entre lo que era, lo que es y lo que aspira a ser, un conflicto que amenaza con sumirla en un pozo de depresión.
El tono se desvía hacia lo tragicómico en Blanco, con la historia de la enfermiza relación amorosa entre el polaco Karol (Zbigniew Bielawski) y la francesa Dominique (Julie Delpy). Ambos viven en Francia y se han casado, pero el matrimonio no se ha consumado debido a un problema pasajero de impotencia que sufre el marido, lo que provoca que finalmente ella pida el divorcio. A partir de la crueldad que por momentos puede dominar las relaciones humanas, el autor polaco saca su lado más cínico para abordar el concepto de igualdad a través de una relación amorosa tóxica en la que dicha igualdad se obtiene a partir de un macabro juego de tira y afloja, de dominación y sumisión. Un juego en el que nunca hay un final feliz.
En el fondo lo que se ha descrito constituye buena parte de las claves que definen el cine negro, al menos en el apartado de las relaciones amorosas. Krzysztof Kieślowski parece ser consciente de ello, porque aproxima el relato a dicho género no solo a partir de la relación entre ambos protagonistas —en la que se reconoce con facilidad los estereotipos de la femme fatale y el pusilánime—, sino también a partir de los ambientes, el tono y ciertos subtextos. Para lograr sus objetivos y tratar de reconquistar a su amada, Karol se sumerge en los bajos fondos de Varsovia, donde, movido por su imperiosa necesidad, demuestra una sorprendente habilidad para los negocios y saca su lado más pillo para enriquecerse. Por otro lado, la presencia del dinero cobra una relevancia determinante —la base del cine negro consiste en mostrar que el sueño de prosperar es una mentira, o una verdad agridulce, en la que para enriquecerse hay que mancharse las manos, por lo que el dinero está siempre presente—, hasta el punto de que es una de las claves por las que el ansiado reencuentro entre ambos protagonistas se produce. Esto le sirve al realizador como pretexto para reflexionar sobre la manera en que Europa se ha entregado al capital. Con un final en el que una pirueta narrativa sumerge la cinta en el humor negro, hasta el punto de que la escena final podría llevar el sello de los hermanos Coen, la obra se cierra con uno de los conceptos clave del género: al final, pase lo que pase, el protagonista nunca se queda con la chica.
Tras zambullirse en el aspecto más doloroso de la emocionalidad y tras visitar los rincones más perversos de la conducta humana, Kieślowski sorprende dando cierta tregua a todas sus obsesiones y temores al filmar Rojo desde una perspectiva notablemente optimista. A pesar de que los personajes siguen estando totalmente a merced de un destino implacable, a pesar de que la tragedia vuelve a manifestarse en forma de un brutal accidente, y a pesar de que sigue expresándose un cuestionamiento profundo de aspectos directamente relacionados con la sociedad del bienestar de Europa, como es el caso de la justicia, en la tercera entrega de la trilogía se asiste a una reflexión intensa, positiva y relativamente esperanzadora de la fraternidad. Las vidas de Valentina (Irène Jacob) y Joseph (Jean-Louis Trintignant) se cruzan de manera azarosa cuando esta atropella a la perra de este, de quien se descubrirá posteriormente que es un ex-juez que pasa sus días de retiro espiando a sus vecinos. A pesar del repudio que le provoca a Valentina, no puede evitar sentirse cada vez más interesada por la personalidad del anciano, al que quiere ayudar. Al tratar el asunto de las escuchas ilegales se introduce una de las reflexiones más estimulantes de la película: ¿es verdaderamente justo un sistema que juzga de manera cerebral, basándose exclusivamente en hechos y sin tener en cuenta la visión subjetiva de la persona implicada en el delito? ¿Acaso una persona en las circunstancias vitales de quien ha delinquido no hubiera hecho exactamente lo mismo que quien se sienta en el banquillo de los acusados?
Valentina comprende la crisis existencial en la que vive Joseph, quien ha dedicado toda su vida a un sistema que ahora pone en cuestión, y decide ayudarlo a comprenderse a sí mismo, a enfrentarse a sus fantasmas y a reaprender a vivir desde la emocionalidad. Pero no es la única persona a la que ayuda. De hecho, Valentina ayuda a todas las personas que tiene a su alrededor, incluso a la perra de Joseph, mientras trata de darle orden, o cierto sentido, a la vida que ella misma vive, o a la persona con la que comparte cama y de quien necesita saber en qué punto de la relación se encuentran. De esta forma se desarrolla uno de los aspectos del tercer concepto clave de la trilogía, la fraternidad. A pesar de lo deshumanizada que está toda Europa, todavía quedan seres empáticos y altruistas que deciden que vale la pena invertir tiempo en mejorar las vidas de los demás. Una idea que materializa a lo largo de las tres películas en el personaje de la anciana que lucha por introducir sus botellas de cristal en los contenedores de reciclaje, y que solo recibe ayuda de alguien de la tercera, de la mano de la propia Valentina.
Sin embargo, hay una quiebra en el propio concepto de fraternidad; a fin de cuentas, seguimos estando en una obra de Krzysztof Kieślowski. En una media hora final en la que la emotividad aflora, al mismo tiempo, comienza a mascarse la tragedia. Una serie de personajes se darán cita, sin saberlo, en un ferry, que naufragará. En otra pirueta narrativa de los guionistas, resulta que los protagonistas de los tres filmes viajaban en el barco, y son ellos los que se salvan de morir ahogados. De esta manera los autores parecen mirar al público a la cara para señalarles que, por muy bien que puedan ir las cosas, el destino siempre estará ahí para romper la armonía y amenazar con destruirlo todo. Sin embargo, a pesar de la desazón inherente al hecho de sabernos incapaces de controlar nuestro sino, los escritores sacan fuerzas de flaqueza para dar un último halo de esperanza. Por un lado, se nos señala que vivir consiste básicamente en sobrevivir a todas las perrerías que la vida nos depara, pero también se nos asegura que salir a flote es posible; por otro lado, en un gesto final de fraternidad dentro del pesimismo, se nos recuerda que, en el fondo, por muy mal que salgan las cosas, vamos juntos en el mismo barco.
Con un final que se presta a innumerables interpretaciones, y con infinidad de matices que se pueden destacar, Krzysztof Kieślowski cierra su cumbre cinematográfica en un punto difícil de definir. Como si por un lado quisiera ser fiel a todo su legado, que en el fondo es su manera de ver la existencia, pero como si, al mismo tiempo, consciente de que debido a su frágil salud no le quedaban muchos años de vida, luchara por quedarse con el lado más bello de la vida. En cualquier caso, lo que parece incuestionable es que la trilogía Tres colores es una obra colosal de urgente visionado si uno no ha tenido el placer de hacerlo, y cuya revisión se antoja por encima de lo recomendable.
La programación completa del ciclo de cine de Krzysztof Kieślowski es la siguiente:
Domingo 23 de septiembre a las 12 h: El azar (Przypadek) 1981, 122´
Domingo 30 de septiembre a las 12 h: Sin fin (Bez konca) 1984, 103′
Domingo 7 de octubre a las 12 h: No matarás (Krótki film o zabijaniu) 1988, 81´
Domingo 14 de octubre a las 12 h: No amarás (Krótki film o milosci) 1988, 83´
Domingo 21 de octubre a las 12 h: Tres colores: Azul (Trois couleurs: Bleu) 1993, 94´
Domingo 28 de octubre a las 12 h: Tres colores: Blanco (Trois couleurs: Blanc) 1994, 88´
Domingo 4 de noviembre a las 12 h: Tres colores: Rojo (Trois couleurs: Rouge) 1994, 94′
Todas las películas se proyectarán en el TEA Tenerife Espacio de las Artes, en versión original con subtítulos en español y con entrada gratuita.
Imágenes: Criterion.