Día 4 | Enterrando a los padres
El quinto año de Nocturna llega a su fin y nosotros lo despedimos confundidos en una macedonia de sentimientos, tristes porque lo bueno se acabe, pero eufóricos después de un […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
El quinto año de Nocturna llega a su fin y nosotros lo despedimos confundidos en una macedonia de sentimientos, tristes porque lo bueno se acabe, pero eufóricos después de un […]
El quinto año de Nocturna llega a su fin y nosotros lo despedimos confundidos en una macedonia de sentimientos, tristes porque lo bueno se acabe, pero eufóricos después de un gran colofón final. Ha sido la edición más reducida, con solo cinco días de duración (contando la reposición de la ganadora el domingo) frente a la semana completa que antes abarcaba. Sin embargo, parece que la condensación ha jugado a favor: la de estos días ha sido una de las mejores programaciones en toda la andadura del festival, con películas en competición superiores a la media, alguna gran sorpresa para cinéfilos curiosos –aunque el entusiasmo con el documental 78/52 mató de envidia a quienes nos lo perdimos, que no cunda el pánico: tendrá distribución en España– y unos homenajes de altura. En este último apartado, la emocionante devolución a la vida de El hombre que vendió su risa, increíble piloto de Mañana puede ser verdad rodado por Chicho Ibáñez Serrador en 1962 y extraviado hasta este 2017, merece mención especial y será recordada por los asistentes como una proyección histórica.
La gallega Dhogs, rodada en el idioma autóctono, se hizo con el premio gordo en una ceremonia donde también se homenajeó a los actores Jack Taylor y Caroline Munro. Y, aunque no se llevó ningún trofeo a casa, también se hizo justicia y se rindió merecida pleitesía al prohombre que lleva dos ediciones diciendo “Tómame” (o “Llévame”, según el día) a Cthulhu siempre que aparece su cortinilla al principio de los pases. Los veteranos de Nocturna recordamos como una de las fechas más importantes de nuestra vida el día en que esto empezó a suceder: 26 de mayo de 2016, antes de la terrible película rusa Queen of Spades: The Dark Rite. Compartimos plenamente el deseo de este genio y nos mantenemos a la espera de que la única deidad verdadera, el Pavoroso, el Grande, regrese de las profundidades para tomarnos por siempre. De momento aguardaremos a su siguiente venida –tanto la de Cthulhu como la de ese señor– en Nocturna 2018.
Matar a Dios no arrancó la jornada por todo lo alto, aunque hizo un papel suficiente para la siempre complicada franja de la siesta. Debut en el largometraje de los catalanes Albert Pintó y Caye Casas, la proyección de su película fue precedida por otro corto suyo, R.I.P., también de este año. Ambos trabajos acaban dejando un poso parecido: se echa de menos que a sus premisas estrambóticas y a su vistosa puesta en imágenes las acompañe una vuelta de tuerca que termine de apuntalarlas, o un fondo argumental desde el que se acabe contando algo, y en los dos casos funcionan mejor como cartas de presentación a productores de cara a futuros proyectos (porque queda claro que Pintó y Casas ruedan, escribir y dirigen actores de manera más que solvente) que como narraciones satisfactorias.
Una accidentada cena de Nochevieja en una casa rural es el contexto elegido por el Todopoderoso en Matar a Dios para decidir el futuro del mundo. A escasas horas del Apocalipsis, Dios decide dejar en manos de una familia disfuncional la elección de los dos únicos seres humanos que sobrevivirán para restaurar la especie. Las disputas egoístas se suceden entre los comensales y vertebran el desarrollo del relato, aunque sin llegar a ponerlo nunca patas arriba: pese a lo mucho que hay en juego, al conflicto le falta bastante voltaje, lo que hace que la fuerza dramática y cómica del conjunto dependa al final solo del desempeño de los actores. Teniendo en cuenta que la infidelidad de una mujer con su jefe o la proporción del miembro de los hombres negros son materia para chistes en la película, ni siquiera el talento de gente como Itziar Castro o David Pareja puede hacer mucho por conseguir las risas. Unas buenas garrafas de sangre salen exitosamente al rescate de un tercer acto más enérgico y chisposo, que a su vez deja un regusto a coitus interruptus, porque evidencia que había posibilidades e ideas para hacer una película mejor.
En cuarenta años dedicado al cine, Don Coscarelli solo ha firmado diez películas. Leer sus títulos, sin embargo, hace que inmediatamente suscribamos la decisión de darle el título de Maestro del Fantástico con que Nocturna le ha distinguido: Bubba Ho-Tep (2002), El señor de las bestias (1982), la tardía y enormemente reivindicable John muere al final (2012) o la saga Phantasma (1979–) son logros cuyas distanciadas fechas de realización, además, prueban una imaginación y un músculo creativo en constante ejercicio. La primera entrega de Phantasma fue, como no podía haber sido de otra manera, la elegida para homenajearle, con el aliciente adicional de descubrir en pantalla grande la flamante remasterización de la película que ha llevado a cabo Bad Robot, productora de J.J. Abrams.
El interés de alguien como el director de Super 8 (2011) en el clásico de Coscarelli está lejos de sorprender: aunque Spielberg fuera quien se acabase erigiendo entonces como gran mediador cinematográfico de la mirada infantil y juvenil, pocas películas han ilustrado las pesadillas primarias y el miedo a la ausencia de los padres mejor que Phantasma. La lucha de dos hermanos huérfanos, que acaban de perder también a su hermano mayor, contra el misterioso Hombre Alto de una funeraria y su séquito de m̶i̶n̶i̶o̶n̶s̶ enanos esclavos sigue reteniendo intacto su poder de fascinación, gracias a la genuina inventiva visual del cineasta, los icónicos símbolos con los que forjó el misterio (la esfera asesina, el portal al planeta de los muertos) y su inigualable lógica de cuento de niños. Sin ninguna duda, la sangre amarilla, los dedos amputados que se convierten en gusanos y los martillos-mechero-bomba aún tienen por delante varias generaciones que hechizar.
La incombustible pareja formada por Mark Neveldine y Brian Taylor nos regaló, en la primera década de los 2000, dos clásicos instantáneos del cine de acción: Crank. Veneno en la sangre (2006) y Gamer (2009). Su nada despreciable Crank 2: Alto voltaje (2009) o el encuentro con un alma gemela en la disciplina de estar muy arriba como Nicolas Cage en Ghost Rider: Espíritu de venganza (2012) –donde, recapitulemos, el actor ganador de un Óscar meaba fuego, saludaba gritando “¡Feliz Navidad, hijo de puta!” al diablo o se enfrentaba a los villanos a lomos de una grúa en llamas, entre otras muchas cosas– continuaron el idilio entre los directores y los amantes del género, que quedaría interrumpido de forma abrupta con la ruptura del dúo. Una noticia triste, elevada a la categoría de tragedia tras el desalentador debut en solitario de Neveldine, Exorcismo en el Vaticano (2015). Aquella absolutamente anodina incursión en el terror recibe ahora una abrumadora contrarréplica en Mom and Dad, donde Brian Taylor se atreve también con el género sin renegar, a diferencia de su excompañero, de la identidad autoral y estilística de los Crank, las ocurrencias demenciales ni, disparando la euforia colectiva, nuevamente un Cage exultante.
Por un misterioso motivo, todos los padres y madres de Estados Unidos sienten repentinamente la necesidad de matar a sus hijos. Pese a que hay humor negro a borbotones, Taylor es consciente del poderío terrorífico de su high concept y elige, inteligentemente, no dejarlo en una simple comedia de manual. Como Shyamalan en la fantástica La visita (2015), el director entiende que la sola idea de unos familiares tratando de acabar con su descendencia es perturbadora sin necesidad de aditivos: apelando a la memoria del cine de zombis de manera más que evidente –los romerianos planos generales de progenitores esperando a sus vástagos tras las vallas de los colegios–, Taylor juega con la idea de los espacios seguros (el primer impulso de los hijos, pese a que saben que los padres les están matando, es ir a salvo con ellos) y utiliza a sus monstruos para hablar de la cruda realidad.
Los temas de la maternidad y paternidad como obsolescencia programada, la disolución del individuo en el núcleo familiar o, también, la inmadurez endémica de una sociedad donde sencillamente está mal visto no ser el más guapo, el más vital o el líder de la manada, son expuestos sin sermones ni sobrecargas textuales en una película que, por si esto fuera poco, nunca baja el nivel once de intensidad. Porque a las prodigiosas secuencias de acción marca de la casa o a ese polvo de hadas interpretativo –conocido por la crítica especializada como “Cage Rage”– que el sobrino de Coppola esparce cuando se le libera de todas las cadenas (aquí con la complicidad de una desquiciada y brillante Selma Blair), se les suma una estructura de montaña rusa gracias al hambre feroz del cineasta por, prácticamente, convertir cada cambio de escenario en un más-grande-y-más-difícil-todavía. Taylor, quien a su vez hace las veces de guionista, aguanta el pulso y finaliza el trayecto con un clímax de excepción, ingenioso y ejemplar. Que Mom and Dad clausure la edición de Nocturna que, además, homenajeaba al director de ¿Quién puede matar a un niño? la convierte ya en un broche perfecto.