Día 5 | Lo que perdimos por el camino
La quinta jornada del Zinemaldia nos dejó firmes candidatas a la Concha de Oro, carcajadas interminables y pocas horas de sueño. Muy pocas. Por suerte, el ecuador del festival ha […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
La quinta jornada del Zinemaldia nos dejó firmes candidatas a la Concha de Oro, carcajadas interminables y pocas horas de sueño. Muy pocas. Por suerte, el ecuador del festival ha […]
La quinta jornada del Zinemaldia nos dejó firmes candidatas a la Concha de Oro, carcajadas interminables y pocas horas de sueño. Muy pocas. Por suerte, el ecuador del festival ha recogido una variedad admirable de películas: desde dos -¡DOS!- documentales absolutamente delirantes hasta el biopic deportivo, pasando por nuevas muestras de la genialidad rumana. De todo ello os hablamos en esta crónica, que marca el principio del fin de esta edición.
A veces no hacen falta grandes recursos para crear una gran película. Hay ejemplos de sobra en la historia del séptimo arte que corroboran esta afirmación, y muy especialmente en el género documental, donde con una modesta cámara y mucho ingenio pueden conseguirse obras maravillosas. El primer largometraje como director del actor Gustavo Salmerón recoge el testigo espiritual de las historias familiares de El desencanto (Jaime Chávarri, 1976), los aires trash de la España poscrisis y las reflexiones sobre lo material que otros documentales españoles han tratado en los últimos años – por ejemplo, Thy Father’s Chair (Àlex Lora y Antonio Tibaldi, 2015). Pero el cineasta tiene un as bajo la manga, que determina de forma incontestable toda su ópera prima documental: su madre.
Muchos hijos, un mono y un castillo es la historia de una mujer que, a sus ochenta años, no está dispuesta a deshacerse de las cosas que le hacen feliz. O sí. O quizás lo piense luego. O quizás no lo llegue a pensar nunca. Así divaga la protagonista, que se encuentra en una encrucijada constante entre el ateísmo y la beatería, el comunismo y el franquismo, lo espiritual y lo material, la vida y la muerte. Las dicotomías recorren su existencia teñida de Síndrome de Diógenes y personalidad desbordante. Tras maravillar al público internacional en el Festival de Karlovy Vary -donde se llevó el premio a Mejor Documental- y levantar aplausos en el Festival de Toronto, el film pasa por la sección Zabaltegui de San Sebastián -qué pena que no sea en Sección Oficial- como un soplo de aire fresco. Divertida y emocionante, es la película que todos necesitamos ver este año.
En la escena principal de Pororoca, una niña es secuestrada en un parque. Se trata de un plano secuencia alargado, tenso, calculado al milímetro y con escasos movimientos de cámara. No hay música, no hay acciones bruscas. Los niños y niñas corretean mientras los padres les vigilan de forma intermitente, y en uno de esos puntos ciegos ocurre la tragedia. El rumano Constantin Popescu llama con fuerza a la puerta de la Concha de Oro con este drama familiar donde los peores fantasmas se esconden en la cabeza de sus protagonistas.
La película es, de hecho, el relato del via crucis del padre tras la desaparición. Es su calvario el que se sitúa en primera línea, el que nos hace caer en la desidia y la desesperación por la falta de nuevas noticias. El cineasta busca deliberadamente dilatar le tiempo al extremo para crear una sensación de angustiante monotonía, algo que, pese a retar la paciencia del espectador, consigue exactamente lo que se propone. La nueva ola de cine rumano, que tuvo en sus mejores exponentes a Christi Puiu o Christian Mungiu, sigue sobreviviendo -y maravillando- con su estilo minimalista y austero, al servicio del realismo cinematográfico. Popescu sigue en la línea estética de sus predecesores en el que es su tercer largometraje, pero se aleja de mensajes político-sociales para adentrarse en la psique de un personaje devastado. Lo íntimo, lo individual, se expande en pantalla a través de sus demonios. De la sombra de una niña que desaparece casi por arte de magia.
Ya sabemos la cantinela: un momento deportivo histórico, dos grandes personalidades jugándose su carrera, una enemistad que se convieerte en una relación de confianza y respeto. El retrato de Janus Metz sobre el famoso encuentro entre los tenistas John McEnroe (Shia LaBeouf) y Björn Borg (Sverrir Gudnason) en el campeonato de Wimbledon de 1980 no se sale de los esquemas clásicos de este tipo de películas. Nada que no viésemos antes en Rush (Ron Howard, 2013), el más que notable relato de la rivalidad entre James Hunt y Niki Lauda en la Fórmula 1 de los años setenta. En ella se exhibieron ese gusto por la tensión de un momento clave, la conexión entre dos deportistas enfrentados ante los medios de comunicación y los pormenores de una leyenda que se cuece a fuego lento, pero con ritmo y mucho entretenimiento. Así era el film de Howard, y así es, si no mejor, Borg McEnroe.
Esta película de producción sueca, pero de corte claramente hollywoodiano, convierte uno de los momentos más emocionantes de la historia del tenis es un thriller lleno de recuerdos y memorias de infancia. El relato se encarga de incluir -y recalcar hasta la saciedad- las respectivas infancias de Borg y McEnroe para enseñarnos qué les había llevado hasta el momento que definió sus carreras deportivas. Y sí, hace de la historia una cuestión personal, aunque en la emoción de lo deportivo ya estábamos servidos. Sin duda, Metz sabe lo que se hace, y no hay malas palabras que dedicarle a su primer largometraje de ficción salvo, claro está, que no ha inventado nada nuevo.
Vuelan los cuchillos en la oficina de la jueza Anne Gruwez. Con su fuerte sentido de la justicia y su peculiar forma de aplicarla, va recibiendo a las personas sobre las que decidirá su destino. Y no le inquieta lo más mínimo. Su mezcla de ingenuidad, agresividad y confianza en sí misma la convierte en uno de los personajes más interesantes que hemos visto en este festival… sólo que no es un personaje.
Ni juge, ni soumise es un documental de aquellos en los que la realidad supera a la ficción. La ausencia de la ruptura de la cuarta pared, y de cualquier contacto con los documentalistas tras las cámara, dota al film de una entidad ficticia que nos impide saber con seguridad ante qué tipo de película estamos, aunque la historia del rodaje habla por sí sola: los documentalistas Jean Libon y Yves Hinant estuvieron tres años siguiendo a esta jueza de armas tomar, y el resultado de todo ese seguimiento se reduce a 99 minutos de comentarios racistas, conversaciones sobre BDSM y viajes en coche al son de la Marcha Radetzky. Tan divertida como polémica, esta película francesa trae a la Sección Oficial el género documental -algo poco usual- para poner a la sociedad belga y su sistema judicial en pelota picada.