Día 4 | Pesadillas diurnas
Este año, San Sebastián ha vivido una lluvia de estrellas. Tras el shock emocional de ver a una leyenda del cine francés como Agnès Varda -que ha defendido la necesidad […]
Estrenos, críticas, comentarios de cine y algunas notas sobre las visiones
Este año, San Sebastián ha vivido una lluvia de estrellas. Tras el shock emocional de ver a una leyenda del cine francés como Agnès Varda -que ha defendido la necesidad […]
Este año, San Sebastián ha vivido una lluvia de estrellas. Tras el shock emocional de ver a una leyenda del cine francés como Agnès Varda -que ha defendido la necesidad de un cine de trinchera, libre de publicidad e influencias industriales – y la decepción por el corto encuentro con otra gran figura como Arnold Schwarzenegger – que defiende la necesidad de un cine de… bueno, que no quiere que contaminéis el mar, marranos -, nos pudimos concentrar en lo que verdaderamente nos interesa en el Zinemaldia: los pinchos vascos. Quiero decir, las películas.
La cuarta jornada fue de pesadilla. Y no sólo por la incesante lluvia y los altercados en las colas, donde un mal gesto o saludo amigo es capaz de desencadenar una virulenta batalla campal, sino por las diferentes odiseas que hemos presenciado en pantalla: desde las sombras de la ceguera hasta la violencia doméstica más terrorífica. Sin duda, una de las tandas festivaleras más variadas, aterradoras y, eso sí, brillantes.
No es extraño que el cine haya estado siempre fascinado por la ceguera. Siendo un arte cuyo principal vehículo son las imágenes, contar con un protagonista ciego es algo que estimula los sentidos y, en las mejores ocasiones, a los propios cineastas. La incapacidad del ciego para percibir las imágenes del mundo nos da la posibilidad de explorar otros sentidos… otras maneras de mirar el mundo. En cierto modo, esto es lo que ocurre en Licht, donde la austríaca Barbara Albert adapta la historia real del Doctor Mesmer y su inusual técnica para curar los «defectos» humanos.
Albert se mueve en una narrativa convencional, plenamente influida por el movimiento artístico del rococó francés y su joie de vivre, que encuentra su mensaje principal en la habilidad más destacada de su protagonista: la música. Maria Theresa Paradis (una fantástica Maria-Victoria Dragus) tiene un talento innato para el piano, que se acaba resintiendo conforme su vista sale de las sombras y contempla las teclas sobre el instrumento. No es lo mismo tocar desde el alma que ver la técnica con tus propios ojos. Y he aquí el dilema: ¿vale la pena perder uno de tus sentidos en favor del arte? La respuesta es complicada, pero en un entorno de clase alta, donde las relaciones son hipócritas y la familia uno de tus peores enemigos, no recuperar la vista quizás suponga más una ventaja que no una desgracia. Licht es una película con un gran sentido de la estética – no pierde la oportunidad de usar en su favor el colorido y la pomposidad de la época -, pero cae por momentos en la falta de ingenio para reflejar una situación – la ceguera – con grandes y fascinantes posibilidades visuales.
En Tenemos que hablar de Kevin (2011), la cineasta Lynne Ramsay demostró que hay muchas maneras posibles de contar una historia, y no todas tienen que ver con la linealidad, la cronología o la claridad expositiva. A veces, convertir una película en una amalgama de imágenes anárquicas – pero con un orden dentro del caos – puede convertirse en una experiencia irrepetible. Con En realidad, nunca estuviste aquí, ganadora de los premios a Mejor Actor y Mejor Guion en el pasado Festival de Cannes, Ramsay alcanza un nuevo nivel de electricidad narrativa, donde la sangre y la violencia siguen siendo los motores de un protagonista al borde del colapso.
Basada en una novela de Jonathan Ames, esta película cuenta la historia de un asesino a sueldo -y rescatador ocasional de niñas- que ve desmontada su vida entera durante uno de sus encargos. Sobre el papel, no habría nada que la diferenciase de alguna de las vengativas aventuras de acción de Liam Neeson o películas como El profesional (Luc Besson, 1994), de la que parece tomar esa imagen del mercenario y la niña como equipo infalible. Pero todo cambia bajo la mirada de la cineasta, una formalista convencida: el film está montado a base de violentas descargas eléctricas, capaces de combinar la línea narrativa con elementos que van desde los fantasmas del pasado hasta la ansiedad por el futuro. Son insertos espontáneos destinados a dotar al relato de personalidad y verdadera complejidad, sin caer en la forma por la forma y, al mismo tiempo, evidenciando las posibilidades de ésta.
Ramsay se entrega al máximo en una historia sangrienta, pero dejando lo escabroso fuera de nuestros ojos. Y no por pudor, sino porque, a pesar de lo que hemos aprendido de cierto cine contemporáneo, la violencia no es una baza que se pueda jugar de forma irresponsable y gratuita. Su objetivo con todo lo comentado es claro: crear una pesadilla de noventa minutos de duración, con un Joaquin Phoenix desatado, para convencernos de que el cine de acción puede adoptar formas alternativas mucho más efectivas e interesantes de las que hemos visto. De que, a veces, la única forma de llegar a la realidad es retorcerla hasta que duela.
Cuando un retrato de la realidad se convierte en una película de terror, algo grave tenemos entre las manos. Huelga decir que, efectivamente, el tema que trata Custodia compartida es muy, muy grave. Que nos lo digan en España: más de 30 mujeres han sido asesinadas en 2017 a manos de sus (ex)parejas, y la cifra sigue en aumento. Muchos de esos crímenes venían acompañados, para más inri, de denuncias previas por maltrato. Y ahí ataca el francés Xavier Legrand: a la facilidad e impunidad con la que un maltratador puede irrumpir en la vida de una persona para destrozarla poco a poco a través de la intimidación, el chantaje emocional y -como eje de esta historia en concreto- la problemática de la custodia de los hijos. Ganadora del premio a Mejor Director y Mejor Ópera Prima en la pasada edición de la Mostra de Venecia, esta película nos muestra de forma tan sutil como didáctica cómo es posible que, aún hoy, estas situaciones sigan existiendo. Y esto es absolutamente aterrador.
En su primer largometraje, Legrand consigue algo que es más difícil de lo que parece: simplificar para profundizar. Parece una paradoja, pero no lo es: los procesos de maltrato físico y psicológico aparecen en la historia como algo del pasado, algo que no vemos ni recordamos mediante flashbacks, pero que se vuelven a repetir en la conocida como fase de «luna de miel» o reconciliación. Sí, ese momento en el que él pronuncia ese «he cambiado» e intenta recuperar todo lo que ha perdido. Así, el cineasta nos retrata lo que fue el calvario de la mujer maltratada sin tener que recurrir a esos momentos desagradables, sin necesidad de darnos una lección sobre lo que es la violencia de género, sino recurriendo a la sencilla -pero difícil- táctica de ponernos en el lugar de la agredida. Simplificar para profundizar: un par de frases dichas en el momento correcto y una violencia contenida que se desata como una descarga eléctrica. El horror de una lacra que todavía no hemos logrado quitarnos de encima.
Inconformista, deslenguado y extremo: así es Martin McDonagh, un artista polifacético que ha pasado de ser el enfant terrible del teatro británico a convertirse en uno de los favoritos del público y la crítica en la recién estrenada carrera hacia los Óscar. Sí, la nueva película del director de Escondidos en Brujas (2008) levanta aplausos allá por donde va, y no es para menos: su retrato de la América profunda -y de las injusticias, la muerte, la enfermedad, el dolor, el racismo y tantas otras cosas- es tan punzante que escuece de sólo escucharlo.
Mildred Hayes (Frances McDormand) es una mujer devastada por la pérdida de su hija, que no sólo fue asesinada, sino también violada y quemada viva a las afueras de su casa. Ante la falta de pistas sobre el caso y la impunidad de los agresores, Hayes decide colocar tres llamativos anuncios que desatan la polémica en el pequeño pueblo norteamericano donde vive. Este es el punto de partida – sencillo, teatral – de una película que exhibe un humor negro y una mala leche fuera de lo común, pero a la vez una humanidad latente en sus personajes que la aleja de cualquier estereotipo o código predeterminado. Los personajes principales de Tres anuncios a las afueras de Ebbing, Missouri están llenos de claroscuros, de matices que los hacen profundos y complejos, de detalles que nos llevan a reflexiones individuales y colectivas lejos de toda indiferencia. McDonagh luce su talento como dramaturgo incorregible, con los insultos por bandera y la influencia de Quentin Tarantino y los hermanos Coen como base ineludible, para componer una comedia que ha arrancado las sonrisas más amargas del festival donostiarra.