Un mercenario dicharachero


Osado piloto y mercenario capaz de correr cualquier aventura por la pasta, Barry Seal fue uno de esos personajes imprescindibles dentro de las complejas operaciones encubiertas que promovió el gobierno estadounidense durante los años ochenta. Es decir, la salvaguarda del mundo libre financiando en la sombra a grupos armados y protegiendo a los cárteles de la droga a cambio de información y apoyo contra el comunismo. Seal completó un currículum de idas y venidas difícil de superar: fotógrafo aéreo de la CIA, traficante asociado con el Cártel de Medellín, suministrador de armamento a la Contra nicaragüense, blanqueador de dinero, informador para la DEA y, en resumidas cuentas, un sujeto que sabía demasiado.

Son más que evidentes las razones por las cuales una estrella como Tom Cruise ha decidido encarnar a un sujeto de tales características, habida cuenta, además, de la manera tan poco satisfactoria en la que hasta ahora se había hecho. Tras Dennis Hopper (en el circunspecto telefilm marca HBO titulado Doublecrossed) y, más recientemente, Michael Paré (Seal hacía una aparición fugaz y fantasiosa en Infiltrado), Cruise parece haber sido consciente desde el inicio de las posibilidades del personaje y su vida a la hora de querer protagonizar Barry Seal: El traficante. Una decisión que, de paso, le ha permitido matar dos pájaros de un tiro, pues encabeza otra producción de estudio hecha a su medida mientras participa en una historia norteamericana (más o menos) incómoda y basada en hechos reales como no hacía desde los tiempos remotos de Nacido el cuatro de julio (1989).

Teniendo siempre en cuenta que el paso hacia la ficción de cualquier crónica criminal de estas características implica tomarse muchas libertades interesadas, Cruise y el director Doug Liman han evitado al menos meterse en camisas artísticas de once varas. En vez de componer planteamientos policiacos o periodísticos, la cinta tira con inteligencia hacia la comedia de corte alocado. Es una decisión que da como resultado una sátira con chute de adrenalina que pone el foco sobre el característico relato nacional del hombre hecho a sí mismo, mientras se habla a las claras de las suciedades geopolíticas que definieron a la era Reagan, tocando de pasada a los Bush y a Bill Clinton por el tinglado montado en Mena, la pequeña localidad de Arkansas convertida en punto estratégico del tráfico de cocaína a gran escala.

Esta aproximación al personaje, nadie se lleve a engaño, no aprovecha hasta las últimas consecuencias los aspectos complejos que alberga la figura de Barry Seal ni se atreve a horadar la superficie de la crítica expuesta, pero es quizás la versión más entretenida que podamos imaginar. Más allá de la absurda ausencia de siquiera un atisbo de chunguerío en la caracterización de un protagonista muy dicharachero, el mayor reproche que se le puede hacer a la función es el absolutismo estelar cruisiano, una circunstancia que quita espacio a otro personaje muy sugerente, el joven agente de la CIA interpretado por  Domhnall Gleeson, un siniestro ángel guardián de afable sonrisa que desde su despacho removía toda la mierda sin mancharse.



 

BARRY SEAL: EL TRAFICANTE

Dirección: Doug Liman.

Intérpretes: Tom Cruise, Sarah Wright, Domhnall Gleeson, Caleb Landry Jones.

Género: thriller, comedia. EE UU, 2017.

Duración: 118 minutos.

 


 

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