Halloween, la Noche de las Brujas. El día en que los No Ascendidos pegan la patada a sus lápidas e instauran su Reino, con la ayuda inestimable de las Hordas del Inframundo. Nos referimos, por supuesto, a: 1) niños a sueldo de caramelos, 2) cabezas de calabaza en llamas, y 3) babosos de mierda opinando sobre tu disfraz de Harley Quinn.

También es el día en que los redactores de INSERTOS desempolvamos nuestras túnicas, rodeamos un distintivo pentagonal con una pira en medio y, como boy scouts –al fin y al cabo, ya dijo Lars von Trier que “la Naturaleza es el Templo de Satán”–, contamos historias sobre nuestras películas de terror favoritas. Consumada la tradicional misa negra, invocado al Carnero y succionado Su Ano, procedemos a dar fiel relato de todo lo que se contó a continuación. Para facilitar la lectura, hemos eliminado de la transcripción aquellas partes en las que el ponente se detenía a sorber Cáliz-motxo (nuestra bebida patentada, mezcla de sangre de virgen y Coca-Cola). Lo que resta es un compendio de todo aquello que puebla nuestras pesadillas, terrores infantiles y terrores adultos, con muertos vivientes, posesiones, bestias y atrocidades más allá de los límites de la comprensión humana. Bienvenidos a la Ceremonia del Miedo.

¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976), por Anaís Berdié.

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No siempre hace falta bajar las persianas para pasar un buen rato con el estómago revuelto. ¿Quién puede matar a un niño?, la segunda película del Rey Midas de la televisión de los 70, Chicho Ibáñez Serrador, puede ser un buen plan hasta para un soleado día de Halloween.

Un encantador pueblecito costero, ya se sabe, también puede resultar idóneo para toparse con altas dosis de sufrimiento. Así, Los pájaros o Tiburón guardan cierto emparentamiento con esta película española, surgida cuando ya el Fantaterror de Jesús Franco daba los último coletazos en nuestro cine de género y se avecinaba una época de cierta sequía imaginativa. Si una cinta pudo avivar el espíritu transgresor de todo cine de terror que se precie, esa era Quién puede matar a un niño.

En la primera mitad de la historia, deambulamos junto al matrimonio extranjero protagonista por las calles, de un blanco refulgente, de la isla paradisíaca donde pretendían disfrutar de sus vacaciones. El calor y, sobre todo, un pesado silencio, contribuyen a crear una atmósfera desasosegante. Al parecer, en la isla no hay ni un alma.

Pero el descubrimiento de unos niños jugando a una macabra versión de la piñata con una hoz y un cadáver, marca el punto de inflexión a partir del cual las cruentas imágenes creadas por Ibáñez Serrador pasarán a quedarse grabadas en nuestro cerebro.

Su lucha por sobrevivir (ella embarazada de siete meses) a la violencia sin límites de un nutrido grupo de niños contagiados por una especie de locura al estilo de El pueblo de los malditos, resultó quizá demasiado rompedora para su época (fue censurada en varios países y directamente prohibida en Islandia y Finlandia) y no vivió tampoco un gran éxito en España. Afortunadamente, cuarenta años después, su magnífica narrativa visual aún consigue remover estómagos y conciencias. Porque, si hay que salvarse, alguien tiene que ser capaz de matarlos a todos.

El exorcista (William Friedkin, 1973), por Sofía Mur

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En mi niñez la casa de mi abuela era un lugar querido y terrorífico a la vez. Es un piso antiguo, de techos altos y pasillos cavernosos. No faltaban las carreras por aquella casa, ni tampoco los sustos cada vez que crujía un suelo o porteaba un postigo de madera. Cuando por fin me quedaba quieta, el entretenimiento principal era Digital Plus y sus infinitos canales. Un día, aprovechando mi inusitada soledad en la vivienda, agarré el mando y me aventuré más allá de los programas infantiles. Sola frente al televisor hallé una película prohibida: El Exorcista (1973, William Friedkin).

Jamás me ha gustado pasar miedo, pero la adrenalina de lo clandestino me impelía a seguir con las retinas adheridas a la pantalla. Con ojos como platos, agarrada a un cojín y el corazón a mil, vi como Linda Blair se convertía en el ser más terrorífico de la historia: hablaba en arameo, vomitaba algo asqueroso, chillaba palabrotas, le giraba la cabeza como a un búho y se clavaba repetidas veces un crucifijo entre las piernas al grito “deja que Jesús te folle”.En el punto álgido, cuando la niña poseída lanzaba a Jason Miller por la ventana, mi abuela decidió volver a casa, cerrando de un portazo. Pegué el chillido más terrorífico que mi garganta jamás ha emitido. Mientras sus pesados pasos avanzaban por el cavernoso corredor, yo, con taquicardias y las cuerdas vocales escocidas, cambiaba de canal rezando porque fuera mi abuela (y no el demonio) lo que venía por aquel pasillo.

No terminé la película ni pegué ojo en toda la noche soñando que mi cama se movía. Años más tarde, cuando ya no me parecía a Linda Blair, tuve el coraje de averiguar cómo acababa El Exorcista. Eso sí, la volví a ver acompañada y lejos de la casa de mi abuela.

Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), por Mireia Mullor

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Ver el cine de terror/suspense de Alfred Hitchcock décadas después, fuera de su ecosistema natural, puede (y debe) parecernos fascinante, pero seguramente poco terrorífico. Sin embargo, una no puede evitar pensar en esos ingenuos espectadores que en 1960 se acercaron a la sala de cine más cercana para ver Psicosis. ¿Esperarían encontrarse con una de las películas más magníficamente transgresoras de la época? Y sobre todo, ¿habrían esperado en algún universo quedarse sin protagonista a mitad de película? Probablemente no.

Hitchcock supo jugar con los espectadores. No de forma gratuita ni banal, sino poniendo sus elementos al servicio de la historia y sus decenas de interpretaciones, capas y subtextos. El cineasta cambia constantemente las reglas narrativas a mitad de relato, cuando de repente conocemos el verdadero eje de la historia, el punto magnético donde todo parece cobrar sentido: el Bates Motel. Su elegante suspense no renuncia, todo sea dicho, a los sustos que copan las películas de miedo más convencionales. ¿Quién no pegó un pequeño brinco en el asiento la primera vez que vio, en plano cenital, el asesinato en las escaleras de Arbogast, el detective privado?  

Psicosis es aún hoy tan perturbadora como hace medio siglo, gracias a su perfecta combinación de violencia, voyeurismo, enfermedades mentales, casas tétricas, sangre… Y todo ello sin perder un ápice de maestría cinematográfica. ¿Qué más podemos pedir en Halloween?

La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), por Yago Paris

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Muchos factores sitúan a La noche de los muertos vivientes (1968) como película bisagra dentro del género de terror. La cinta llegó en una época de cambios, cuando El Nuevo Hollywood estaba a punto de estallar y el cine clásico daba sus últimos coletazos de ranciedad. Sin embargo, ni lo anterior había muerto, ni lo nuevo había nacido. Por tanto, esta cinta ejerce la función de bisagra, de nexo de unión entre estos dos mundos, de los que bebe a la hora de desarrollar sus planteamientos.

Su responsable, George A. Romero, rodó este film con medios exiguos, lo que se aprecia en unas interpretaciones deficientes y un acabado técnico que acerca al conjunto al cine amateur. Sin embargo, tras las cámaras había un autor de talento visual arrollador, que tenía muy claro lo que quería contar y que no sintió dichas limitaciones como trabas que le impidieran desarrollar un discurso formal arrebatador, basado en el poder sugestivo de sus imágenes. En su día causó conmoción entre los fans del género, pero no se trata simplemente de una película que llegara en el momento oportuno; La noche de los muertos vivientes sigue maravillando e impactando en pleno 2016.

El concepto bisagra se explicita en la propuesta formal del film. El blanco y negro, la iluminación, la manera de desplazarse de los zombis -que por primera vez en la historia del cine eran retratados como seres caníbales- y los ángulos de cámara daban al encuadre una estética que remitía directamente a la época dorada del terror, la de los años cuarenta, principalmente. En contraste, la visceralidad de los sucesos, los momentos en los que la cámara persigue por el escenario a sus personajes y lo poco o nada que se sabe del mal que acecha a los humanos, que se refugian en una casa abandonada en el medio de la nada -se cambia el castillo gótico por la casa de madera de la América profunda-, alejan el planteamiento formal de lo clásico y lo convierten en un exponente hacia la modernidad.

En el plano de las temáticas, el terror/ciencia ficción de los años cincuenta era el del pánico a la invasión extranjera, el miedo a la guerra nuclear, al que se le daba forma desde el personaje del extraterrestre. De esta manera, el público, que vivía con estos miedos, se parapetaba en la comunidad de la sala a oscuras para vencerlos. Es decir, se reafirmaba el orden establecido. George A. Romero, que en posteriores cintas demostraría su alma punk, arremete contra la sociedad al colocar al gobierno como causante de esta plaga de muertos vivientes y al abandonar a la población a su suerte, hasta la llegada de una serie de brigadas antizombis que disparan antes de preguntar, lo que no es otra cosa que una mirada lúcida de la actual política del terror que amedrenta a las sociedades para que estas permitan regímenes que tienden a lo dictatorial y toleren un abuso desmesurado de la fuerza. Miles de temas, matices, influencias y premoniciones engloban a La noche de los muertos vivientes, una rareza imprescindible que creó un subgénero propio en el cine de terror y que a día de hoy se mantiene vigente como exponente de un tipo de cine libre, arriesgado, que no contempla la complacencia como modo de vida.

La Bella y la Bestia (Gary Trousdale y Kirk Wise, 1991) / La Bella y la Bestia (Jean Cocteau, 1946), por Jaime Lorite

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Que se polemizara con que Tarón y el caldero mágico era macabra, sinceramente, me parece una frivolidad comparado con las calamidades a las que Disney sometió a los niños en su adaptación de La Bella y la Bestia: un monstruo peludo, corpulento, destructor, de orejas picudas, semblante furioso y voz de ultratumba, ¡del que supuestamente teníamos que enamorarnos! La cúspide del horror llegaba pronto: hacia el cuarto de hora, tras presentarnos una alegre aldea repleta de canciones, Disney mete a un señor bonachón dentro de un bosque que haría parecer al de Blancanieves el marco perfecto para un picnic. Tras ser atacado por lobos sedientos de sangre, y casi caer por un barranco, el hombre pierde a su caballo y entra en un castillo transilvano, donde el encuentro con la Bestia es todo lo grotesco que puede ser: el gigantesco monstruo en penumbra le grita y zarandea hasta sacarlo de nuestro campo de visión… quizás para rajarlo de arriba abajo.

bestia2Mi hermana mayor puede acreditar que encerrarme a oscuras con esa secuencia equivalía a provocarme el sofoco de mi vida, aunque, en general, el desconcierto que me provocaba toda la historia acompañaba bien mi pánico. ¿Qué clase de apología del bestialismo (además, literal) propugnaba esta película? Mi propia hermana, en colaboración con una amiga, me haría ver más tarde la versión de Cocteau, que estuvo bastante lejos de aliviar el trance: lámparas de pared sostenidas por brazos amputados, o imágenes de la Bestia empapada en sangre echando humo tras zampar animales, eran algunas de las lindezas que se nos regalaban. Al crecer, lo de vivir en un castillo a gastos pagados con un tío asqueroso al que solo ves cenando ya deja de darte miedo para parecerte un planazo. De todas formas, el tema del miedo en la infancia lo explica muy bien Cocteau en su película al principio, y qué mejor que sus palabras, perfectamente aplicables a nuestro papel como espectadores de terror, para cerrar este especial:

Un niño cree todo aquello que se le cuenta. Cree que por coger una rosa una familia puede hundirse en la tragedia. Cree igualmente que las manos de una bestia humana que mata pueden echar humo. Cree otras mil cosas ingenuas. Es un poco de esa ingenuidad lo que yo os pido.

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