De oppresso liber
Es vox pópuli que Oliver Stone se encuentra en un tramo menor de su filmografía, donde, aparte de sus incursiones en el documental con ganas de guerra (sus reivindicaciones de Castro y Chávez), no parece que estén por venir muchos más títulos memorables. Al decrecimiento del interés por su obra, se ha unido la progresiva caricaturización de su imagen pública en los medios, que suelen resaltar lo más excéntrico de sus declaraciones –su reciente definición de Pokémon GO! como portón hacia el totalitarismo– para dibujarle como un loco exaltado. En realidad, perdonándole algún pastiche como su inexplicable World Trade Center (2006), el Oliver Stone de ahora sigue siendo un cineasta muy interesante, que ciertamente ha cambiado, como también lo ha hecho el mundo en el que habita y sobre el que habla en sus películas. Si de la mordiente de su primer Wall Street (1987) no parecía quedar rastro alguno en su secuela, Wall Street: El dinero nunca duerme (2010), es porque, sencillamente, una apareció en la era del radicalismo neoliberal de Reagan, y la otra con el enemigo noqueado, desmoronándose. Esto explica también el insólito optimismo que muchos, entre ellos este crítico, han apreciado en sus últimos trabajos: Stone, mucho más calmado que en los viejos tiempos, ve ahora segura la victoria, así que se ha sentado encantadísimo a contemplar las vistas.
La mala baba de Stone a la hora de preparar su puesta en escena, como el desequilibrado protagonista de su Nixon (1991) que usaba a la vez ventilador y calefacción, o ese Colin Farrell con ojos de George Bush al frente del reparto de Alejandro Magno (2003) –en cuyo desarrollo de la idea de imperio generador había poco de gratuito–, continúa vigente, aunque más atenuada, en Snowden. La broma principal desde la que el cineasta (siempre con sentido del humor) ha concebido su relato de las famosas filtraciones del extrabajador de la NSA y la CIA ha sido, nada menos, que la de apropiarse de la narrativa heroica del cine de Guerra Fría, pero para volverla en su contra: la amenaza ahora son los propios Estados Unidos. Oliver Stone juega a rodar una película de espías en toda regla, con sus set pieces de suspense, sus villanos paternalistas, su (justificadísimo) ambiente de paranoia, sus agentes dobles y, sobre todo, una sanísima vocación de espectáculo popular.
Un buen Joseph Gordon-Levitt, que parece haber estudiado cada gesto de Edward Snowden en Citizenfour (Laura Poitras, 2014), es la cara visible de una película más tendente al trazo grueso y menos cerebral de lo sospechado: decidido a rodar una película mainstream, Stone dedica inesperados esfuerzos a la humanización de su protagonista, describiendo su vida amorosa o circunstancias personales como la de su epilepsia. Esto, que podría resultar irrelevante, va encaminado al final a un discurso sobre la relativa soledad del héroe en la era de la hipervigilancia… colectiva. Como trata de decirnos el director mediante su parodia del género (que llega a incluir sendas burlas al Capitán América o la idea de héroe randiano, subvirtiendo esta última para darle un carácter contrahegemónico), los poderes en Estados Unidos ya no tienen el control del relato, y Snowden es un ejemplo claro de enemigo oficial con, sin embargo, toda la opinión pública a favor gracias a Internet. La sonrisa final del verdadero Snowden –ratificando, suponemos, la película con su presencia– sirve esta vez como el cierre alegre de rigor al que últimamente nos acostumbra Stone: descreídos de la administración Obama, y con el huracán Clinton–Trump en el horizonte, un torrente de imágenes del 15M, Occupy Wall Street o las movilizaciones contra la troika en Grecia busca templar los ánimos, apuntando a un futuro convulso para quienes tradicionalmente ostentaban el poder.
SNOWDEN
Dirección: Oliver Stone
Guion: Oliver Stone y Kieran Fitzgerald
Intérpretes: Joseph Gordon-Levitt, Shailene Woodley, Melissa Leo, Zachary Quinto, Tom Wilkinson, Rhys Ifans, Nicolas Cage
Género: suspense. Estados Unidos, 2016
Duración: 134 minutos