Quizá sea cierto que las casualidades no existen y que la totalidad de cuanto acontece se deba a una unidad secreta de todo lo que conforma la realidad, que va ordenando, emparentando y repartiendo sus elementos de la manera que debe ser, y no de cualquier otra. Así que una vez más -y ya van unas cuantas- he experimentado recientemente una sincronía de las que tanto gustaban a Jung. Comenzó cuando el pasado lunes por la tarde fui a ver Birdman, de González de Iñárritu (aunque tampoco es que empezara realmente el lunes: las cosas nunca comienzan en un determinado momento, sino en uno anterior que nos lleva a ellas, y en otro previo que nos llevó a ese anterior, y así hasta… a saber). Pero lo interesante no es que me pasara a mí (ya digo que me pasan bastantes cosas de este tipo y casi siempre que salgo de casa me pasa algo, como a casi todo el mundo, supongo) sino que, otra vez, pasó.

Compré la entrada media hora antes de que comenzara la película; como no tenía nada especial que hacer me dirigí hacia la sala en la que se iba a proyectar. Aún no se podía acceder a ella y tampoco había nadie esperando. No me apetecía hacer tiempo dando una vuelta por ahí, así que me apoyé en un rincón del hall y saqué uno de los dos libros que me había comprado hacía un par de horas, los dos últimos ensayos (La agonía del Eros y Psicopolítica) del filósofo de moda: el surcoreano Byung Chul-Han, profesor en una universidad de Berlín, al parecer el gran rival de Sloterdijk y serio aspirante al trono de la gran filosofía alemana actual; no sé. Anduve hojeando y leyendo por encima el librito para hacerme una idea cabal de su contenido y saber un poco a qué atenerme cuando me dispusiera a leerlo en serio ya en casa. Miré el reloj: habían pasado dieciocho minutos, quedaban doce para las 19:30; alcé la vista y vi, en torno a la puerta de entrada, una pequeña multitud arremolinada esperando a que la abrieran. Me chocó el que varios de sus integrantes tenían las mismas pintas a pesar de que parecían no venir juntos: jóvenes ya semijóvenes -como diría Javier Marías– con gesto entre autosuficiente (tirando a altivo, casi torvo) y despistado; calzados con New Balance antiguas, abrigados con parkas, con gafas de montura negra y gruesa pero cristal no grueso, y no pocos de ellos con una despoblación capilar que gobernaba inmisericorde sus personas desde lo más alto y que contrastaba sin embargo con la frondosidad de sus barbas; supongo que la ley de compensación universal a la que tiende el cosmos se aplica también a esos pequeños detalles.

Noté en seguida una cierta inquietud entre los presentes porque de un momento a otro se permitiría el paso a la sala, inquietud que se transformó en ligeros movimientos de aproximación hacia la puerta y de la consabida conquista del espacio: las entradas no estaban numeradas. Aunque yo había sido el primero en llegar, con habilidad y disimulo me arrebataron algunos circunstantes mi posición de cabeza. Las puertas se abrieron: comenzaron a acceder los primeros, luego los segundos, y varios más hasta que me tocó a mí dar los pasos de entrada, momento en el que uno de los barbudos, que se había posicionado a mi lado, con un imperceptible movimiento se me adelantó al tiempo que me miraba por el rabillo del ojo para asegurarse –supongo- de si mi reacción era de protesta. Yo no protesté: había aún sitios de sobra en la sala, pero pensé: «Caray con los hipsters: además de malencarados, se cuelan».

Por suerte ninguno de mis vecinos de butaca era de esa especie. La pareja sentada justo detrás inició una conversación algo amena: al parecer la chica era periodista, había pasado los dos últimos años en el extranjero y estaba todavía aclimatándose a Madrid. Ella empezó a parecerme simpática: su voz era muy agradable y denotaba que su dueña era una persona interesante; es increíble cuánto dicen las voces, su timbre, de las personas. De este modo (la ley de compensación) los minutos de espera hasta el comienzo de la proyección se me hicieron amables.

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Cuando la película hubo terminado tuve la sensación de haber visto ya esa historia antes, y no hacía mucho. No la historia sobre un actor cansado de interpretar al superhéroe de éxito en Hollywood que busca ahora el reconocimiento y el prestigio en Broadway, sino la del individuo que ha triunfado en su profesión al precio de haber fracasado en todo lo demás. El personaje de Riggan Thomson (Birdman) se encuentra en la misma encrucijada que el Brandon Sullivan de Shame (Steve Macqueen): lo mejor de sus energías y de su tiempo (es decir, aquello que convierten la mera vida en existencia) se han empleado en el logro profesional con los consiguientes vaciamiento y anulación de las otras dimensiones de sus personas: la familiar, la afectiva y la amorosa; también la emocional y la espiritual. Son el hombre unidimensional de Marcuse, los peones del totalitarismo postindustrial del neoliberalismo; el resultado de la enajenación y la deshumanización que, según Marx, habría de producir el capitalismo en la sociedad moderna.

No será casualidad tampoco que el marco de ambas películas sea Nueva York: en ella vivía Brandon Sullivan y a ella se ha trasladado Riggan Thomas para llevar a cabo una producción teatral. El primero vive solo y no tiene hijos: incapaz de construir relaciones de cierta autenticidad y duración con sus semejantes canaliza todas sus insatisfacciones vitales por la vía de la compulsión sexual. En términos clínicos parece que sería un «adicto»: consumidor compulsivo de pornografía en internet, encuentros espontáneos con desconocidas (como es guapo y atractivo nunca le faltan compañeras) y constantes prostitutas son el combustible que lo mueven; eso y el Red Bull con el que acude al trabajo por las mañanas. Por dentro, sin embargo, el tipo es un escombro: infeliz, permanentemente insatisfecho e incapaz de amar; rechaza las dos oportunidades de redención por el amor que se le plantean: una hermana que acude a él implorando auxilio y una compañera de trabajo. Tal es el mensaje de la película: todo es sordidez, soledad y sin sentido –empezando por el sexo- si se es incapaz de amar, de construir puentes que nos lleven al otro. (Me pregunté cuando la vi si esa misma historia protagonizada por alguien tan promiscuo y lujurioso habría tenido unos tintes tan sombríos de haber sido, por ejemplo, italiana: igual lo que unos ven como adicción otros lo ven como un don del cielo.)

En el caso de Birdman…, pues un poco lo mismo pero con toques de comedia. Donde antes había soledad, ahora hay fracaso matrimonial; donde antes había incapacidad radical para crear cualquier relación sentimental ahora hay indecisión ante la misma y remordimientos por no haber sido un buen padre. Uno era esclavo del trabajo y del sexo compulsivo; el otro, del narcisismo y del egocentrismo del artista, siempre inseguro, siempre anhelante de esa reseña favorable del periódico de renombre en la ciudad, y ciego para calibrar que ahora el verdadero prestigio es el global y lo conceden Facebook y Youtube. Y uno y otro seres alienados por las trampas de la sociedad moderna, convertidos en explotadores de sí mismos. Curiosamente también en Birdman las posibilidades de redención se dan exclusivamente por la vía femenina, más variada aquí que en Shame: la exmujer, la novia, la hija y la crítica teatral del New York Times. Las cuatro tienen sus intervenciones estelares en las que intentan enfrentar al protagonista consigo mismo y hacer que encuentre centro y reposo; aunque en la película el peso mayor se le da a la lucidez extremada y cruda de la hija mi favorito es el de la periodista cultural del NYT, el más atractivo de todos. En un discurso hiperculturalista y sin embargo simpático le espeta al protagonista cuánto desprecia aquello que él representa: famosos que no han leído un puñetero libro en su vida y que de pronto sienten las zozobras sublimes del artista, y la pretensión insultante de que el resto de los mortales admire un talento del que carecen.

Con esas ideas en la cabeza volví a mi casa; también un poco con la sensación de que las alabanzas al largometraje de González de Iñárritu que había leído días antes estaban bastante justificadas salvo por la escena final, un tanto bobalicona para mi gusto.

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Esa misma noche comencé a leer el primero de los libros de Byung-Chul Han, y para el día siguiente ya había terminado los dos (son breves, se leen muy rápido; por lo general soy un lector más bien lento). Y lo que me encontré fue una exégesis de la sociedad contemporánea que parecía estar describiendo la que reflejaban ambas películas en las figuras de sus protagonistas.

Aunque hizo su tesis doctoral sobre Heidegger, más bien se ve en Han una línea que parte de la filosofía de Marx y pasa por la relectura del marxismo a través de la escuela de Frankfurt (sobre todo Erich Fromm, y el antedicho Marcuse) hasta confluir en él mismo; supongo que los hipsters que se me colaron en el cine invocarían los nombres de Deleuze y Guattari primero, y de Agamben y Žižek después. El sujeto del capitalismo actual –»sujeto neoliberal», lo llama- ha interiorizado de tal manera las formas de explotación de la sociedad del rendimiento que se ha convertido en esclavo de sí mismo. Bajo la apariencia de haberse liberado de cualquier explotador externo ejerce sobre sí la más eficaz de las coacciones, por indetectable e interminable: la inconsciente. El capital genera sus propias necesidades que nosotros, erróneamente, interpretamos como propias; toda técnica de dominación genera señuelos, objetos de devoción que se introducen con el fin de someter, materializando y estabilizando el dominio: el smartphone funciona como antes lo hacía el rosario, destinados ambos al examen y control de uno mismo, y también de confesionario móvil; Facebook es la iglesia, la sinagoga global de lo digital. El me gusta es el «amén» digital, un paso más en un entramado de dominación que aumenta su eficacia al delegar en cada uno la vigilancia. El resultado de todo ello son las patologías que presenta el sujeto neoliberal: el cansancio extremo -síndrome del burn out-, el aislamiento bajo apariencia de comunicación, el narcisismo, la depresión. Con el sujeto neoliberal agoniza también aquello que podría salvarlo: el Eros, fuerza capaz de sacar a cada uno de su infierno narcisista y conducirlo fuera, hacia la «atopía de la alteridad que se sustrae a todo poder», según Han.

A veces seductor aunque bastante repetitivo, el pensamiento de este filósofo cae también en callejones sin salida y en planteamientos en los que viene a contradecir lo que había postulado antes, pero el diagnóstico que realiza está bastante claro, y el fenómeno que ilustra también. Para cualquiera que no crea en las casualidades nada tendría de extraño que la sincronía de la que he comenzado hablando tuviera su confirmación en algo que leí en un periódico esos días: el libro El capital del siglo XXI, de Thomas Piketty, es ya un best-seller. Y tampoco lo tendría que ese domingo el diario El País ofreciera la siguiente noticia muy a su pesar: según la última encuesta sobre intención de voto realizada para el periódico, si las elecciones se celebraran ya el partido político ganador sería Podemos, quizás.

 


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"Photo by DAVID ILIFF. License: CC-BY-SA 3.0"
«Photo by DAVID ILIFF. License: CC-BY-SA 3.0»

 

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