Una sangrienta lágrima

Santiago Alonso 


Con el estreno del thriller de espionaje Shiri (Kang Je-gyu, 1999) se escribió un nuevo capítulo en la historia del cine surcoreano. Y no solo se debía a que, siendo una película comercial, sacara el tema de la reunificación –la policía perseguía a unos «agentes durmientes», enviados por Corea del Norte muchos años atrás, que se proponían echar por tierra el acercamiento entre los dos países–, sino que demostraba cómo la industria cinematográfica de Corea del Sur era capaz de ofrecer taquillazos a la manera hollywoodiense; en este caso, además, homenajeando al cine de acción de los ochenta. Sin embargo, otro aspecto destacaba por encima de todo: la fascinante prueba, a ojos de un espectador occidental, de la imposibilidad que muestran los narradores coreanos de no recurrir al melodrama. Como una especie de lenguaje artístico vehicular se asoma, poco o mucho, con una frecuencia abrumadora sea cual sea el género. Hay muestras a decenas (¡o a centenares!), pero posiblemente constituyan un ejemplo paradigmático los fuertes encogimientos de corazón con los que acababa la fantástica Train to Busan (2016), una película de zombis que ofrecía altas dosis de puro goce al aficionado a un subgénero trillado, mientras planteaba un estupendo ejercicio de estilo.

El relato sobre los pasajeros que se enfrentaban a los muertos vivientes y corredores en los estrechos vagones de un tren contaba con una secuela animada, Seoul Station (2016) también dirigida por Yeon Sang-ho, quien ahora entrega Península (2020), un cierre para su particular trilogía con el que lleva su fórmula hacia un cine de acción anfetamínica e hiperbólica. Conviene, por lo tanto, no esperar aquellas aventuras terroríficas que transcurrían en un espacio cerrado, algo que en esta ocasión se condensa durante el prólogo, a modo de remake dentro de un barco. Como relato posapocalíptico adopta sin disimulo los modelos madmaxiano y carpenteriano, reivindicando su condición de producto de explotación al no atenuar ni la incomodidad que provocan los villanos ni la sucia ambientación de un mundo que se ha ido al garete.

Península no aguanta la comparación con Train to Busan, porque al pasar de un tren de la bruja sangriento a un parque de atracciones agotador acaba cundiendo la sensación de empacho, si bien Yeon Sang-ho ofrece soluciones ingeniosas y bien ejecutadas para las escenas de acción y, principalmente, unas persecuciones que muchas veces, con tanta tramoya digital, no lucen como acción real. Con todo, la película funciona y demuestra que, más de veinte años después de Shiri, el cine comercial surcoreano sigue poseyendo capacidad y arrojo suficientes para homologarse al estadounidense sin abandonar las esencias culturales. Y es que si Península está definida por una tendencia hacia la hipertrofia, el lector puede imaginar cómo da alas al indefectible vuelo melodramático. Lo dicho: un peaje narrativo que a menudo resulta fascinante.




 

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