El rey de la represión
Consolidado como una de las más relevantes voces del nuevo cine latinoamericano tras su nominación al Oscar por No (2012), Pablo Larraín ha enmarcado hasta el momento tres de sus largometrajes en el contexto de la dictadura de Pinochet, estudiando, en ellos, las secuelas de ésta sobre la sociedad chilena. En El club, Larraín cambia de tercio para tratar el tema de los casos de pederastia en el seno de la Iglesia Católica, siguiendo el día a día de un grupo de sacerdotes apartados en una casa costera por, entre otras cosas, haber abusado de menores, pero sin haber rendido cuentas ante la justicia. Un incidente en la casa –que no sería cortés desvelar– propicia que la Iglesia envíe a otro religioso, de principios férreos, para investigar a los clérigos a fin de esclarecer los hechos acaecidos. Historia que, en principio, no parece tener mucho que ver con lo anterior de Larraín, pero que, en su cierre, acaba por enlazar perfectamente con una de las ideas más amargas de No.
La película de No hablaba, sobre todo, de la muerte del discurso político en detrimento de las dinámicas de mercado, que resitúan la discusión sobre la realidad no en torno a los argumentos y sí en torno a las emociones propias de un anuncio de Coca-Cola. Sin embargo, El club evoca también otro momento de este trabajo anterior que ofrece una clave para entender lo que cuenta Larraín: la desconcertante escena final, en la que el publicista encarnado por Gael García Bernal, responsable de que la campaña para acabar con Pinochet no haya versado sobre los desaparecidos de la dictadura y sí sobre “la alegría” en abstracto, y su adversario político ultraderechista (y jefe) presentan juntos un ambicioso nuevo anuncio para una telenovela. La intención del director ahora parece clara: ilustrar cómo el Mal, mucho más allá de lo que diga una votación, o de cualquier giro con que le sorprendan los tiempos, siempre se adapta y se regenera. Y es esta reflexión la que convierte a El club en, por encima de todo, una auténtica película de terror, con sus paisajes desolados en ese purgatorio donde nadie purga nada.
Es posible que esta vez a Pablo Larraín se le haya ido un poco la mano al retratar a sus personajes, que parecen villanos de opereta: sus parlamentos, verdaderamente espectaculares, funcionan como golpes secos pero también contienen, por momentos, una sal gorda más propia de una película de Vincent Price. En el fondo, es algo que resta fuerza puesto que, al no ser apreciados los sacerdotes por el espectador como seres humanos y sí cómo monstruos, la carga moral de sus acciones se diluye. Y sin embargo, incluso estos aparentes excesos acaban teniendo sentido: al igual que el mediador que visita la casa, la película parece tratar de efectuar un estudio sobre la naturaleza de la abyección, y por momentos lo logra, al apuntalar todo su sistema de fe como una pervertida maquinaria antihumana que no responde a otra cosa más que a la justificación de patologías psiquiátricas graves. Si antes hablábamos de El club como cercana al cine de terror, su sorpresa final también seguirá la tradición del género cuando Larraín nos muestre que la amenaza, aunque oculta, vive resguardada y está lejos de ser vencida.
Dirección: Pablo Larraín
Guion: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos y Pablo Larraín
Intérpretes: Alfredo Castro, Roberto Farías, Antonia Zegers, Jaime Vadell, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking
Género: drama, intriga. 2015, Chile
Duración: 97 minutos