Desde que el festival anunció por fin su programación diaria, teníamos este día subrayado en rojo, verde, azul, rosa y fosforito. Aronofsky y Haneke fueron dos grandes platos fuertes, pero las joyas de la corona, las películas que prácticamente nos empujaron a abandonar a nuestras familias durante una semana –o lo que surgiese– eran las del jueves. Por la mañana, The Disaster Artist, la esperadísima crónica sobre el rodaje de la infame The Room a partir del libro homónimo de su actor coprotagonista, Greg Sestero. Por la noche, una película que, dado el estado de las cosas en esta España mía, esta España nuestra, igual solo se podía ver esa única vez si así lo decidía nuestra Audiencia Nacional: Fe de etarras, la primera película de la dupla Cobeaga/San José para Netflix. Más conocida como “la de la lona”.

Un combo tan letal, acompañado del descenso desde los cielos hasta Donostia del Da Vinci moderno, James Franco, que nos obligó a hacer un largo retiro monacal entre película y película para poder tomar todo el aire que necesitábamos. Sí, solo vimos esas dos. Pero vaya dos.

«¡Menuda historia, Mark!»: The Disaster Artist

El escritor de estas líneas todavía recuerda con exactitud la primera vez que vio The Room, completamente en blanco, sin ningún dato sobre las circunstancias de su rodaje ni sobre el esperpéntico actor que hacía las veces de improbable héroe romántico (para descubrir más tarde que ese extraño tipo era, también, el director, guionista y productor). Las sensaciones experimentadas entonces son difíciles de describir: ver The Room es como asomarse a la concepción del mundo que tendría un reptiliano que se ha documentado sobre los seres humanos a base de telefilmes chuscos. Durante su más de hora y media de memorable duración, una excitación enfermiza por saber cómo de hondo es el pozo más profundo del bochorno cinematográfico acompaña al espectador, vendido inevitablemente, con la más genuina de las estupefacciones, a esta gran tragedia griega de amor, celos, amistad y cromas demenciales. Como decía el grupo cómico Canódromo Abandonado, el punto de vista de su demiurgo, que responde al nombre de Tommy Wiseau, es como el de «un dios contemplando un mundo a medio crear, donde la vida es una terapia de Alcohólicos Anónimos, nunca terminas de recuperarte y, aunque no hayas probado gota de alcohol, estás borracho». Su cosmovisión básicamente se reduce a que él, Wiseau, es un hombre genial, amante perfecto, amigo de sus amigos y trabajador incansable, mientras que todo el mundo a su alrededor le tiene envidia y le traiciona. Un ego trip de proporciones bíblicas, con una lógica completamente rota y que solo podría realizarse desde una desconexión con la vida real, un grado de inconsciencia y unos delirios de soberbia al alcance de muy pocos. Como explica uno de los entrevistados al principio de The Disaster Artist, si se pidiera a los cinco mejores directores del mundo que hicieran algo como The Room, no lo conseguirían. No es solo una película mala, es muchísimo más. 

Por todo esto, cuando supimos que James Franco, su hermano Dave y Seth Rogen acometerían la producción de una película sobre aquel rodaje, todo se empezó a parecer demasiado a una esperanza irrealizable e inalcanzable, que nunca terminaría de ocurrir de verdad. Era todo demasiado bello para que sucediera. O, si sucedía, seguramente fuera decepcionante. Así que al terminar The Disaster Artist hemos necesitado pellizcarnos mucho, porque este producto final es escalofriantemente parecido a la película con la que los fans de The Room soñábamos.

James Franco es un hombre admirable: a sus 39 años, en la base de datos de IMDb cuenta con 144 créditos solo como actor y otros 36 como director, a la vez que ha continuado acumulando títulos universitarios y expandiendo sus horizontes artísticos a otras disciplinas, como la literatura, la pintura o la música. También, a juzgar por sus comedias y su modélico comportamiento público, parece un tipo graciosísimo y encantador. No es difícil, pues, imaginar a alguien con tantas inquietudes saliendo totalmente fascinado de un pase de The Room -uno de tantos que se celebran anualmente en todo el mundo, dado su consolidado carácter de culto-. Es una película en la que están ocurriendo cosas descabelladas todo el rato: podría disfrutarse parándola minuto a minuto y nunca faltaría de qué hablar. Diálogos imposibles (con cimas del calibre de «¡Jajaja, menuda historia, Mark!» después de que un personaje cuente cómo un conocido suyo dio una brutal paliza a su novia por serle infiel), razonamientos que no caben en la cabeza de nadie, escenas de sexo grotescas… Franco probablemente sintió que estaba ante una Capilla Sixtina de la comedia y, aunque quizá en un primer momento comprara los derechos solo para pasárselo en grande, la mejor noticia es que en The Disaster Artist queda patente su devoción absoluta por la película y por Tommy Wiseau. No es una broma de corto alcance, es un estudio apasionado del engendro y de las circunstancias en las que se gestó.

Con una interpretación inolvidable del propio James Franco, en total estado de gracia bajo la piel de Tommy Wiseau, The Disaster Artist se centra sobre todo en la rarísima historia de amistad entre el actor y director de The Room y Greg Sestero, su actor coprotagonista (interpretado aquí, también magistralmente, por Dave Franco). Así que conviene dejar de lado las comparaciones con Ed Wood (1994) que tanto se han sacado a relucir estos días, antes incluso de que nadie viera la película: no nos adentramos aquí en el particular universo de un director con una sensibilidad artística peculiar y única, como sucedía en el título de Tim Burton, sino que la aproximación a su figura se da más bien en los códigos clásicos de las buddy movies que Franco, Rogen y demás miembros del séquito de Judd Apatow han ido manejando y revisando en sus comedias. La idea es brillante: utilizar la debacle artística de The Room para que su protagonista complete un arco dramático perfecto, al plantear la película de Wiseau como el producto de un tipo egoísta y celoso que se percibe como todo lo contrario -la mejor persona del mundo, en esencia- y se descubre ridículo al tratar de presentarte así ante el mundo.

Hubieran hecho falta unos 280 minutos para dejarnos totalmente saciados, porque, como decíamos, no hay una escena en The Room que no sea digna de examinar hasta el tuétano, pero The Disaster Artist ofrece casi dos horas de la comedia mejor destilada. Desde la épica presentación del personaje de Wiseau en el prólogo, la película no afloja y va a por todas las risas explotando al máximo las posibilidades de su protagonista. Lo inesperado es que, más allá de los gags, Franco logra transmitir humanidad y compasión. Celebrando la inocencia de un director que cree estar firmando el mayor drama desde Tennessee Williams, The Disaster Artist toma partido: nadie preocupado por el «qué dirán» puede ser recordado en esta vida. Otra cosa es que sea para bien o para mal.

Euskal Herria es un estado mental: Fe de etarras

fedeetarras

Después de su fantástica Negociador (2014), donde abordaba los encuentros entre ETA y el gobierno vasco antes y durante la tregua de 2006 desde una perspectiva costumbrista, Borja Cobeaga ha conseguido algo con lo que no contaba: que alguien le produjese Fe de etarras, su película abiertamente cómica sobre la banda terrorista que llevaba tiempo moviendo. Quien ha decidido asumir el riesgo ha sido Netflix, encontrándose con el tipo de campañas a las que nos tiene acostumbrados la derecha española últimamente: falsas acusaciones, nula intención de entender nada y llamamientos al boicot, incluso por parte de algún que otro miembro electo del Congreso de los Diputados. También, aunque finalmente la Fiscalía lo haya desestimado, una denuncia de un grupo de guardias civiles. Cualquier persona que recuerde ¡Vaya semanita! sentirá con este escándalo una curiosa regresión a los años setenta, en tanto que no hay nada en Fe de etarras, ni en su promoción, que no estuviera ya en esencia en el programa de humor de EITB. Y ese parecido es lo que más merece destacarse de la película: tras dos intentos algo aparatosos -aunque divertidísimos- de importar un modelo de comedia romántica puramente estadounidense aderezándolo con el espíritu de aquí (Pagafantas en 2009 y No controles en 2011), Fe de etarras es la comedia más fluida que hayan hecho nunca Borja Cobeaga y Diego San José, tal vez porque aquí lo que se les ha pedido, felizmente, es que fueran ellos mismos.

Como un endiablado encabalgamiento de gags, uno detrás de otro, es como se nos presenta la película, que es capaz de esconder bajo los chistes constantes todo su esqueleto narrativo. Inspiradísima y con la complicidad plena de un grupo de actores donde nadie baja del sobresaliente (con, quizá, la matrícula de honor para Julián López), Fe de etarras es un tour de force: el director vasco y su coguionista hacen gala de un repertorio amplísimo, como si hubieran estado almacenando en una caja durante años todos sus chistes sobre terrorismo, y la cámara de Cobeaga lo complementa con un extraordinariamente preciso despliegue visual, muchas veces logrando la risa con solo un plano y un contraplano -el etarra y las croquetas, la proliferación de las banderas de España como una plaga que se extiende por el bloque-. Una gran comedia a la que se puede achacar su falta de mordiente en el desenlace, pero cuya disposición a arrancar la sonrisa en todo momento dificulta no recibirla con la gratitud con que uno acepta un tupper de una vecina.

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